Crónicas porteñas

La realidad más indócil

Por Gustavo Valle | 15 de octubre, 2009

Crónicas porteñas

psicologoPor Gustavo Valle

Hace un par de noches soñé que era psicoanalista. Atendía cerca de la plaza Freud, en el barrio de Palermo, y tenía un consultorio con vista a la plaza, en la segunda planta de un edificio racionalista. Contaba con un diván de cuero muy siglo diecinueve y una lámpara de madera de caoba con pantalla color hueso. Yo me veía a mí mismo muy distinguido, muy ilustrado, y mi francés, que en la vida real es algo rudimentario, en el sueño parecía la lengua de Ronsard cuando de mis labios salían expresiones del tipo: “avant garde”.

Debo decir que como psicoanalista lucía estupendamente bien. Durante todo el sueño llevé puesta una elegante chaqueta color crema, camisa muy bien planchada y pañuelo de seda con figuritas de bacterias finamente atado al cuello.

Estaba suscrito a varias revistas y boletines, y pertenecía a numerosos institutos, escuelas, colegios y gremios vinculados a mi profesión. A juzgar por una cinta de Moebius que coronaba la puerta de entrada del consultorio, supe que mi credo era el mismo del inefable Jacques Lacan.

Acudía como ponente a un cine foro en un centro cultural en Barrio Norte, donde primero proyectábamos una película y luego, junto con otros colegas, nos disponíamos a hacer comentarios. ¡Y vaya comentarios! El séptimo arte parecía calcado a nuestras propuestas, y el hallazgo de estas coincidencias me producía un envidiable frenesí.

Como es de suponer, tenía una lista de pacientes muy distinguida, donde destacaban una mujer de origen irlandés, propietaria de cien mil cabezas de ganado en la Patagonia Austral; un empresario mendocino del sector vitivinícola que venía a verme en su jet privado, y una rubia inmaterial de nombre Gala, hija de un diplomático del principado de Liechtenstein, un diminuto país europeo donde hay más bancos que personas. Pero no vayan a creer, la lista era mucho más larga, y sobre todo más democrática.

Recuerdo que en el sueño me encontraba muy inquieto y nervioso. Esto lo atribuí a que estaba a punto de hacer un viaje, pues en mis manos tenía una invitación a un congreso en Venezuela. La idea de viajar a esa nación salvaje y atolondrada no me entusiasmaba mucho, pero allí iba a reencontrarme con egregios y queridos colegas. En el sueño recordé que Lacan había salido en 1980 de la ilustre ciudad de París para llevar su credo, y también su cisma, a la mismísima Caracas. Al recordar esto (es curioso, pero también uno recuerda en sueños) fui más benevolente con aquel remoto país petrolero, y miré con indulgencia la empresa aventurada de mi viaje.

Aterricé en Maiquetía a bordo de un velocísimo avión, y al descender las escalerillas de la aeronave y sentir el calor africano de la Guaira, desaté mi pañuelo de bacterias para aplacar el sofoco. Al llegar a la capital fui directo a la Escuela del Campo Freudiano en el Ateneo de Caracas, pero cuando llegué vi que no había Campo Freudiano ni Ateneo alguno. En el lugar donde antes estaban ambas instituciones ahora se abría un ancho y profundo cráter, un horrible baldío post nuclear, como si justo allí hubiese caído una devastadora bomba de hidrógeno. En vano pregunté qué diablos había ocurrido, pero las personas huían de mí como si yo fuera un apestado leproso. Sin rumbo anduve caminando por sucios callejones hasta que se hizo de noche y me refugié en una tasca. En el interior de aquel bar bullicioso bebí, completamente solo, una cerveza tras otra hasta caer embriagado. En ese momento mi sueño se fundió con el opiáceo efecto de los tragos, y al rato desperté psicodelicamente como si hubiese salido de un sauna, bañado en sudor.

Sí, soñé que era psicoanalista. Jamás había tenido un sueño semejante. Sólo puedo atribuir lo ocurrido a una perturbadora noticia leída días atrás en el diario Clarín, donde se alertaba acerca del “aluvión” de niños argentinos que acudían al diván, tras supuestamente sufrir “severas fallas en su estructuración psíquica” o “trastornos adaptativos y de ansiedad”. No conformes con el aluvión de adultos que suelen llenar las consultas, ahora se suma un aluvión de niños en busca de terapia. La imagen de los pequeñines psicoanalizándose, sometidos a la medicina del diván, sin duda fue el motivo de mi bizarra pesadilla. El resto, lo correspondiente al ancho y profundo cráter, aquel horrible baldío post nuclear, me temo que no pertenece al mundo de los sueños, sino a la realidad más indócil.

Foto: queciencia

Gustavo Valle Autor de los libros "Materia de otro mundo" (2003), "Ciudad imaginaria" (2006), "La paradoja de Itaca" (2005), "Bajo tierra" (2009) y "El país del escritor" (2013). Ganó la III Bienal de Novela Adriano González León y el Premio de la Crítica.

Comentarios (1)

Sydney Perdomo
18 de octubre, 2009

¡Vaya que si se sueñan cosas inverosímiles! Pero si nos ponemos a buscarles el sentido cuerdo a los sueños, creo que de seguro no tendríamos fin, los sueños son un profundo laberinto de ideas tan indeterminadas que así como fácilmente alguno les atribuyen razones lógicas con sentidos tan racionalizados otros simplemente lo ven como la deformación de algo producido por las travesías cotidianas de la vida; pero aunque parezca raro muchas veces hasta son las respuestas a las miles de interrogantes o decisiones que solemos plantearnos durante nuestras largas tareas de trabajos y problemas diarios…¡Aún así es maravilloso soñar!

¡Me encanto su sueño estimable ser!

¡Saludos y mis respetos sinceros! 🙂

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