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Graziano Gasparini: el historiador de la arquitectura colonial venezolana

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Por Guadalupe Burelli

La trayectoria de este veneciano de origen, y su aporte al conocimiento y valoración de la arquitectura colonial venezolana, además de otros muchos temas relacionados, no es poca cosa. Y es que nos ha sucedido con demasiada frecuencia en nuestro país que hemos necesitado la mirada de alguien que viene de fuera para advertir lo que siempre ha estado ante nuestros ojos. Gasparini ha sido una de esas miradas afortunadas que, para suerte nuestra, una circunstancia fortuita trajo hasta aquí. Su infatigable espíritu da cuenta de más de 50 libros publicados, innumerables bienes patrimoniales restaurados, edificaciones construidas, kilómetros de país recorridos e inventariados en una labor de pionero, que este país adoptado, y la América en general, porque su pasión se ha extendido por el continente, no se deben cansar de agradecer. Ahora, que está jubilado, dice que trabaja el doble y se lo creemos, porque los hombres como él no paran nunca: siempre hay un motivo de entusiasmo asechándolos, y en su caso, ha agregado a su lista un nuevo interés, el cultivo de la sábila.

¿Cuándo llega a Venezuela y qué circunstancias lo traen?

Yo llegué aquí en agosto de 1948, de 24 años, y vine en una especie de viaje «premio-propaganda», llamémoslo así. Para ese momento, yo ya había terminado mis estudios en el Instituto Universitario de Arquitectura en Venecia, y desde el fin de la guerra, en 1945, trabajaba con uno de mis profesores.

¿Menciona a Carlo Scarpa?

Sí. El autor del Pabellón de Venezuela en Venecia. Yo era uno de sus alumnos favoritos y lo ayudé, entre el 45 y el 48, en la recuperación de los pabellones de la Bienal de Venecia, donde estaban, entre otros, el pabellón de Alemania, de Suecia, de Estados Unidos, de Japón. El caso es que todos fueron ocupados por los nazis durante la guerra como depósitos de papeles, de documentos, qué sé yo, y cuando se retiraron aquello quedó hecho un desastre… Cuando terminamos el trabajo se inauguró la primera Bienal que se hizo después de la guerra, en julio del 48, y yo me vine en agosto como premio de la labor hecha.

¿Cómo fue eso?

El presidente de la Bienal, que en ese momento era Rodolfo Palluchini, un gran historiador del arte veneciano, para compensarme por mi trabajo me ofreció un pasaje para que viniera en KLM por un mes hasta Curazao, Venezuela, Colombia, a traer propaganda y folletos sobre la Bienal de Venecia para que participaran a partir de 1950, porque América Latina nunca lo había hecho.

Debo recordar que en ese momento Italia estaba destrozada, destruida por los nazis desde Sicilia hasta Los Alpes: sin ferrocarriles, sin nada, incluso los puentes de Miguel Angel en Florencia, los puentes Longobardo, los puentes romanos en Verona, habían sido volados por los nazis. Recuerdo que llegué aquí y mi primer contacto fue con Elisa Elvira Zuloaga, que era directora de Cultura del gobierno de Rómulo Gallegos, que fue tumbado el 18 de diciembre, a los tres meses de yo estar aquí. A ella le llevé unas cartas de la Bienal invitando a Venezuela a participar en el futuro próximo.

¿Sabía algo del país antes de llegar?

Vine aquí primero que nada, sin hablar español, sólo lo chapuceaba un poco y me interesó inmediatamente el país desde el punto de vista de la pasión mía grande que siempre fue la historia de la Arquitectura. Quién sabe si Venecia ayudó mucho en eso, porque ahí uno tiene un muestrario de 10 siglos de Arquitectura desde los ejemplos veneto-bizantinos hasta el siglo XIX con lo neocolonial, neogótico, etc. Después viajé a Bogotá, donde hice lo mismo que aquí y regresé a Caracas poco tiempo antes del golpe de Estado de Pérez Jiménez. Por ese motivo, pusieron toque de queda y eso me trastornó todos los programas que tenía y me encontré prácticamente bloqueado aquí. En el hotel donde yo estaba en el centro de Caracas, al norte de Altagracia, conocí a los ingenieros Rodríguez Delfino y Enrique Pardo -que después pusieron una compañía que se llamaba Técnica Constructora-, quienes me propusieron hacerles un pequeño croquis para una casa en Los Caobos que les había pedido el director del Banco de Maracaibo, Apolodoro Chirinos. No tenía nada que hacer y acepté de inmediato con la suerte de que les encantaron los planitos que hice, y al poco tiempo comenzaron a construir la casa. Luego de unos cuatro meses aquí pude regresar a Italia, pero antes de partir, mis amigos ingenieros me dijeron que pasara un tiempo allá y volviera ya que aquí se necesitaban arquitectos porque prácticamente no había.

¿No existía la Facultad de Arquitectura todavía?

Aún no, y los pocos arquitectos que había, no llegaban a diez: Villanueva, Gustavo Wallis, Gustavo Guinand, Tomás Sanabria, Andrés Vegas, Martín Vegas y algún otro, que se habían formado fuera. Volviendo a los ingenieros, regresé, efectivamente, y ellos inmediatamente me dieron trabajo en un pequeño edificio aquí, una quinta allá, de modo que trabajé bastante bien. Era el momento después de la guerra cuando se comenzaba a trabajar y aquí con el petróleo había muchas oportunidades. Así continúa mi vida de arquitecto bastante ocupado, e interesado, como siempre, en la parte de la historia. En diciembre del 51 me casé, y de luna de miel salimos en carro a recorrer el país y recopilar el material para mi primer libro: Templos coloniales de Venezuela que también salió en la década de los 50.

Volviendo hacia atrás un momento: ¿cómo es que Carlo Scarpa diseña el Pabellón de Venezuela en Venecia?

Mi primera esposa fue Olga Lagrange Antich, venezolana, de padre nacido en Francia, nieta de un cónsul francés aquí en Caracas, en el siglo XIX y sobrina de José Loreto Arismendi, que durante la época de Pérez Jiménez fue dos veces ministro, primero de Educación y luego de Relaciones Exteriores. Cuando yo conocí a José Loreto Arismendi le comenté que había venido a Venezuela para hacerle propaganda a la Bienal y que con la única persona que había hablado de ello, hasta ese momento cuando hablaba con él, era con Elisa Elvira Zuloaga. Le planteé la idea de hacer un pabellón para Venezuela y él, imagino que hasta por simpatía, me dijo: Sí, está bien, ocúpate tú de eso. Entonces le escribí al querido Carlo Scarpa para decirle que me gustaría que se hiciera cargo del proyecto y me contestó una carta, que ahí tengo siempre guardada, en la que me da las gracias por haberme recordado del profesor y del amigo. Se hizo el proyecto, de inmediato se construyó, y en la Bienal del 54 prácticamente ya estaba listo. Yo viajé a Venecia como primer comisario.

¿Qué llevaron para inaugurarlo?

Una exposición de pintura venezolana donde había obras de Alejandro Otero, Narváez, Reverón, Poleo, Armando Barrios. Yo fui el comisario que por primera vez llevó a Reverón fuera de Venezuela, me tocó ese placer. El pabellón se inauguró oficialmente en el 56, porque en el 54 pusimos los cuadros adentro porque ya tenía techo y todo, pero no estaban terminados los detalles. Lo inauguró el Presidente de la República Italiana que en ese momento era Giovanni Gronchi.

Ya para ese entonces había recorrido mucha Venezuela por su cuenta…

Toda, toda, por mi cuenta, sí. Compré una camioneta Plymouth con rin 16, y me metí de norte a sur y de este a oeste cuando todas las carreteras eran de tierra…

Como un pionero, abriendo caminos…

Prácticamente, con un mapa de Venezuela de la Creole, borrando los sitios donde había ido y los que no estaban borrados eran a los que tenía que ir.

¿El centro de su interés siempre fue lo colonial?

En ese momento, más que lo colonial me interesaba conocer y estudiar la tradición constructiva del país, después me metí más de lleno en lo colonial porque comencé a preguntar. La primera persona que conocí fue Carlos Manuel Möller, quien me decía que aquí teníamos muy poca cosa colonial porque Venezuela era un país pobre, una Capitanía General, y que si quería ver cosas realmente estupendas tenía que ir a México, a Ecuador y a Perú. El era un hombre culto que había viajado fuera de Venezuela y me impresionaron tanto las fotografías que había tomado en un viaje a México en el año 46, que el primer viaje que hice en América fue a México con Olga. Cuando lo conocí ya estaba un poco enfermo, no podía moverse mucho, y nunca había ido a Los Andes, ni a la Guayana, porque era muy difícil en aquellos momentos viajar a esos lugares. Por ejemplo, para ir a Ciudad Bolívar no había ni puentes, ni nada, y todavía no había hoteles Conahotu. Yo compré una camioneta porque la parte de atrás la adapté con una colchoneta de aire y cuando no encontraba donde quedarme, dormía en la camioneta.

Me imagino que muchas veces tenía que dormir en casas de familia que le daban un cuarto.

Yo recuerdo que, en 1951, en la luna de miel, fuimos a Calabozo, que tenía un aspecto colonial estupendo, bellísimo. Llegamos allá rojos del tierrero -no había carros con aire acondicionado- y cuando pregunté por alguna pensión o posada nos recomendaron la única que había, la pensión Neverí en la Plaza Bolívar, donde el dormitorio era un salón de seis metros de alto y 10 metros de largo. Una vez allí, vemos que agarran cuatro latas vacías de aceite y las llenan de gasolina y luego meten cada una de las cuatro patas de la cama dentro de las latas… ¿Y eso? Ah, para las cucarachas, para cualquier cosa… Cuando al acostarnos apagamos la luz, comenzaron a revolotear los murciélagos y rápidamente nos fuimos a dormir a la colchoneta de la camioneta que era mucho más limpia y mucho más cómoda. En fin, esos son detallitos pintorescos…

Aquello ha debido ser un contraste muy grande con la Venecia civilizada de la cual usted venía.

Reconozco que sí. Pero cuando yo regresé después de los primeros tres meses, lo hice también con un motivo bien preciso, y es que yo me di cuenta inmediatamente que la Italia que yo estaba dejando era una Italia destruida, y estaba yo viviendo en una ciudad como Venecia donde no te dejan construir nada. Cuando regresé para la Bienal del 54, mis colegas me decían: Yo hice la decoración de una perfumería, hice la decoración de una farmacia, pero no había gran actividad. Lo digo sinceramente, uno no lo puede esconder, nosotros pasamos las de Caín, sobre todo mi papá, porque yo en Italia viví siempre la vida de estudiante.

¿Cuántos hermanos son?

Somos cuatro hermanos y mi padre nos mandó a estudiar a distintas ciudades. Uno de mis hermanos se graduó de médico en Padua, yo de Arquitectura en Venecia y mi otro hermano de Agronomía también en Padua.

¿Y dónde vivía su padre?

En la ciudad de Gorizia, sobre la frontera con Yugoslavia. Toda esa parte de Gorizia hasta la frontera antigua, fue cedida a la Yugoslavia de Tito, y los eslovenos reclamaban que Gorizia era eslovena. Mi padre hizo las casas que eran de mi familia dentro de los terrenos donde los norteamericanos hicieron la frontera de lo que fue cedido a Yugoslavia. Son de esos arreglos internacionales que no son chiste, aunque lo parecen.

¿Y entonces su padre perdió la casa?

Perdieron la casa y los campos.

¿Se tuvieron que ir de ahí?

Bueno, tenía casa en la ciudad, porque esa era la casa grande, pero lo que te iba a decir es que en fin de cuentas uno regresó aquí porque la situación económica en Italia era trágica. Yo primero vine solo, después vino mi hermano…

¿Paolo?

No, mi hermano Paolo vino de último. El médico vino a reunirse conmigo con la idea de quedarse, pero con su título de médico cirujano de la Universidad de Padua y tres años de profesión allá en Italia, le exigieron hacer un año de medicatura rural- a lo que obligaban sobre todo a los médicos extranjeros- en Torondoy, en los Andes. Al terminarlo, cuando vino para que le dieran la reválida, le dijeron que había necesidad de médicos en Caicara del Orinoco donde pasó otro año como médico curando a los indios panares. Terminó otro año, y cuando vino aquí por tercera vez, lo querían mandar a otra parte, entonces se molestó, regresó a Italia y no volvió más.

Se quedaron solamente ustedes dos.

Nos quedamos nosotros y después vinieron nuestros padres a visitarnos. Te digo que a mí me fue bien. Desde la luna de miel comencé a ocuparme de recopilar fotos y datos, y hoy en día tengo un archivo de más de cien mil fotografías de todo el país.

¿Cómo fue recibido su primer libro sobre los templos?

Cuando se editó el primer libro mío sobre los templos coloniales recuerdo que El Nacional publicó un artículo que decía que teníamos una arquitectura colonial sin saberlo, porque yo en ese primer libro registré como unas doscientos cuarenta iglesias coloniales. Luego, de las iglesias pasé a las casas, de las casas a las casas de hacienda, de las casas de hacienda al urbanismo, del urbanismo a la ciudad del siglo XVI, a las influencias que pudieran venir de Europa y, como entonces el barroco me interesaba, comenzaron los viajes a México, a Perú, viajé a Ecuador, en fin, por toda América.

¿Lo que usted encontró desmentía la afirmación del señor Möller?

Digamos que confirmó lo que yo le decía tanto a Möller como a mucha otra gente, y es que si aquí hubo gente, había casas y había iglesias y había todo. Claro, también se han perdido muchas cosas. Venezuela es uno de los países que más ha perdido, bien sea por los terremotos -el terremoto del 26 de marzo de 1812 acabó con casi media Venezuela, basta ver que para entonces Caracas tenía cuarenta mil habitantes y al día siguiente tenía veinte mil-, luego por la Guerra de la Federación que consumió buena parte del siglo XIX y, finalmente por una explosión incontrolada de demoliciones. Yo no he visto ninguna otra ciudad de América Latina, capital sobre todo -que las conozco todas-, que haya destruido tanto de su patrimonio arquitectónico como se destruyó en Caracas. Aquí ha quedado de colonial la Casa Natal del Libertador, por razones obvias, y alguno que otro templo porque el templo no se vende por metro cuadrado como una casa. Pero en cuanto a las casas…

Por suerte usted llegó a conocer algo de eso y documentó muchas cosas antes que desaparecieran para siempre, como la casa de Llaguno, por ejemplo.

Cómo no, tengo fotos mías y planos y levantamientos.

Usted llega en un momento cuando el modernismo estaba en su apogeo y había un gran vigor constructivo, y siendo un extranjero, nos hace abrir los ojos al señalar algo que teníamos que no habíamos advertido y al tiempo nos hace valorar ese patrimonio que el modernismo no tenía como preocupación histórica para nada.

No se le daba mucha importancia aquí. Recuerdo que en 1960 se conmemoraba el Sesquicentenario, 150 años de la Independencia, y habían decidido la Sociedad Bolivariana y la Academia Nacional de la Historia hacer una reunión de los países bolivarianos aquí en Caracas, pero la Sociedad Bolivariana no tenía una sede digna como para recibir a los cinco países que iban a venir con ese motivo. En ese momento, la Casa Natal del Libertador tenía del lado norte y del lado sur, dos terrenos libres de dos casas que habían sido tumbadas y que funcionaban como estacionamiento, yo no sé los antecedentes… En ese momento, en el que, por cierto, era presidente Betancourt, yo estaba haciendo levantamientos de casas coloniales: había levantado ya la casa de Llaguno, la del Colegio Chávez y otras. Entonces resuelven hacer en los dos terrenos una sede de la Sociedad Bolivariana. Yo sé que hicieron un concurso y no recuerdo ahora quiénes participaron, pero sí sé que no fue del agrado de Cristóbal Mendoza que en ese momento era presidente de la Academia de la Historia, y a mí se me ocurrió una idea. Me había dado cuenta que la retícula de la manzana completa que aparece en el plano de Pimentel, el primer plano de Caracas, de 1778, está dividida en cuatro partes, es decir, en cuatro solares -porque nadie tenía la plata en esa Venezuela agrícola para hacer una casa de un cuarto de manzana, entonces la manzana se fue fraccionando, fraccionando y fraccionando-, y yo me di cuenta, porque había hecho los levantamientos, que el frente de los dos estacionamientos era exactamente igual al frente de la fachada de la casa del Colegio Chávez y de la casa de Llaguno. Entonces, sugerí que se construyera una sede moderna por dentro, con sus salones de reuniones, auditorio, biblioteca y todo, y como fachada, a la izquierda y a la derecha, la casa de Llaguno y la casa Chávez. Se aceptó la propuesta, se hizo una reconstrucción exacta -hasta se hicieron los moldes en yeso para hacer la portada sobre todo- y la idea gustó; yo hice los planos a escala del Museo Bolivariano y de la Sociedad Bolivariana y eso fue como mi entrada, digamos, en el ámbito de la restauración de la arquitectura colonial.

¿Su interés por la restauración se manifiesta desde antes de estudiar arquitectura en una ciudad tan «restaurable» como Venecia?

A mí siempre me interesó la restauración porque donde vivíamos, en el Friuli, estaba cerca de una de las ciudades que a mí más me gustaba: Aquileia, que es una ciudad romana, con una basílica del siglo IV y unos mosaicos que son una belleza. Bueno, Italia, usted sabe, está llena de maravillas en todas partes. Recuerdo que iba de nuestra casa en Gorizia a Aquileia para ver los mosaicos que estaban restaurando. A mí esas cuestiones siempre me han gustado, y con el tiempo me di cuenta también, sobre todo ahí en la Universidad en Venecia, que para poder hacer restauración, primero hay que hacer investigación, hay que conocer la vida del monumento, su historia, porque a veces hay modificaciones que son más importantes que la obra original y a veces, en cambio, modificaciones que acaban con la obra original. En fin, todo…

La Facultad de Arquitectura en Venecia, donde usted estudió ¿tenía una orientación marcada hacia la historia y la restauración?

Sobre todo daba mucha importancia a la historia; diría que es una de las mejores universidades de Europa para orientar en los estudios de Historia de la Arquitectura. Teníamos un cuerpo muy sólido de profesores como Samoná, como la Trincanato, como la Bassi, como Puppi, Bruno Zevi. Realmente era muy agradable, además que un día daban clases en una iglesia del Palladio, otro día en la Basílica de San Marcos, otro día en el Palacio de Scamozzi, en fin, había tanta maravilla alrededor…

¡Qué suerte! Y viniendo de un país con una arquitectura tan rica, tan variada, tan compleja, en fin, de vivir entre tantos siglos de buena arquitectura que hay en Venecia ¿qué lo entusiasmó de una arquitectura aparentemente menor como la colonial venezolana?

Menor, quizás, pero yo considero que también la arquitectura que se hace de barro y de tierra, si está bien hecha, tiene sus méritos. Yo considero que uno puede hacer una torta arquitectónica, torta en el sentido de meter la pata, tanto con mármol como con adobes. Lo importante es el valor, la proporción del volumen, de los espacios, y aquí yo encontré una arquitectura que sobresale por su volumetría, por su sencillez, por su falta de decoración, que se distingue exactamente por los elementos más sensibles: por los muros blancos, por las ventanas, porque la puerta es puerta, el techo es techo, el alero es alero y no hay eufemismos o historia …

Es franca: lo que uno ve es lo que es.

Sí, exactamente. Tiene, digamos, una sinceridad estructural.

¿Y la falta de ornamentos sería el rasgo que la distingue del resto de la arquitectura colonial americana?

¡Sí, cómo no! Lo digo yo en varios de mis libros.

¿Cuáles son las razones?

La arquitectura colonial muy rica en ornamentos se encuentra en los países que tuvieron abundancia económica porque tenían minas de plata. Es el caso de México, Potosí en Bolivia y Perú; mientras que en países como Venezuela, Argentina y Paraguay, que eran territorios más bien pobres dedicados a la agricultura y relativamente poco poblados, se dio una arquitectura sencilla, que en realidad es muy noble, porque valoriza lo que es esencial en la arquitectura: el espacio, y no la aplicación de ornamentos superficiales. Sin duda, la necesidad agudiza el ingenio. Hay un arquitecto austríaco, Adolf Loos, que decía que la decoración es un crimen, y yo coincido. Hay un libro mío, América, barroco y arquitectura, que fue muy criticado y elogiado al mismo tiempo, porque yo digo que prefiero la sencillez de la arquitectura venezolana, que el recargamiento interior y exterior de muchas iglesias mexicanas con sus retablos barrocos sobrecargados, que van hasta las bóvedas que parecen unas cuevas doradas. Para comprender mejor esa exuberancia tuve que recurrir a los orígenes, es decir, a estudiar la historia de la Arquitectura de España, y en particular el barroco sevillano, para lo cual hice varios viajes al Archivo de Indias de Sevilla. Después comencé a viajar por toda América Latina: hice como 30 viajes a México y como 30 viajes al Perú; hice contactos también con la Unesco y comencé también a trabajar en proyectos fuera de Venezuela en Cartagena, en Quito, en el Cuzco, en las misiones jesuitas del Paraguay donde restauramos como tres misiones.

Su trabajo se proyectó muy pronto desde Venezuela a nivel continental.

Sí, me metí por América, me gusta eso. Ahora últimamente estoy dedicado a mis libros: ya tengo 52 libros publicados y como me gusta mucho investigar, sigo en eso.

El contacto directo con la obra de Palladio habrá influido en su inclinación hacia la sencillez arquitectónica…

Sí, Palladio es uno de los arquitectos más grandes. Es enorme, no tiene ninguna fachada barroca, es de una pureza única. En fin, Venecia tiene de lo uno y de lo otro. Hablando de restauración y de la convivencia -porque hoy en día se habla mucho de la convivencia de la arquitectura contemporánea con la arquitectura del pasado y algunos opinan que choca una con otra- yo digo que no siempre choca, y como ejemplo está el gran Canal de Venecia donde encontramos diez siglos de arquitectura, desde los palacios del siglo IX, hasta los del siglo XIX, pasando por el renacimiento, el manierismo, el barroco, el gótico, el veneto-bizantino, el románico, en perfecta armonía ¿Y qué quiere decir esto? Que cuando se construye un palacio pegado al otro, se tomaba en cuenta lo que existía a los lados antes de construir el suyo, de modo que una fachada gótica al
lado de una fachada del siglo XVII, construida tres siglos después no choca, porque se tomó en cuenta la altura, la repartición de los huecos, de las ventanas, de los balcones, etc.

¡No había egocentrismo arquitectónico!

Exacto, es así.

¿Cuál ha sido su criterio a la hora de restaurar?

Primero que nada, respeto a la autenticidad, es una cosa que aprendí allá exactamente con Scarpa y sobre todo con la Trincanato, que era una profesora muy buena de restauración. Hay una frase que está en la Carta de Venecia, que es una de las normas de conservación y restauración aceptada por todo el mundo, que es muy bonita: «La restauración termina donde comienzan las hipótesis». Cuando tú dices, por ejemplo, que eso debía ser así, ya estás pelado.

Ya no estás restaurando…

Exactamente, estás inventando. Por ejemplo, aquí no tenemos bóvedas de mampostería como en México, sino que todos los techos eran de madera, porque teníamos una gran riqueza maderera y era más fácil y más económico de trabajar que en forma de bóveda que necesita andamiaje y todo. Entonces, cuando uno cambia un techo porque el techo tiene trescientas años y está podrido por las filtraciones, generalmente no todo está podrido, siempre hay un tirante, uno de los canes, un alero, un elemento decorativo que da la guía, la dimensión original, y uno la repite. Eso no es hipótesis, eso es justamente repetir algo que se perdió y que uno quiere que no se pierda totalmente y lo repone prácticamente. Entonces, es uno de los criterios que yo considero que se debe tomar en cuenta. Al mismo tiempo, uno debe considerar también el momento en que uno está viviendo, y que por lo tanto no se puede iluminar una iglesia con velas cuando ya existe la luz eléctrica… Cuando yo estaba dando clases siempre le decía a los muchachos que no hay ninguna universidad en el mundo que pueda dar el título de poeta, y al mismo tiempo les decía que dos de las materias más importantes que hay en Arquitectura son: sensibilidad y talento y no están en el pensum. Entonces, si uno tiene algo de eso, puede buscar la solución donde sea posible la convivencia del diseño de hoy con el diseño de ayer, sin que choque uno con otro. Con respecto a lo que he intervenido siempre ha habido polémica, eso es inevitable, a mí me han atacado bastante, además con mala intención. Muchos han dicho, me lo han dicho a mí, que en mi casa tengo prácticamente un museo con las estatuas, las tallas, que he robado en las iglesias. Pero la verdad es que ni una tengo, ninguna, yo en ese aspecto siempre he tenido más bien un respeto enorme, y después me he arrepentido porque he visto que desaparecen, no para guardarlas en una colección, sino para venderlas, para sacarlas de aquí.

¿Cuándo comenzó a dar clases en la Universidad Central de Venezuela?

Prácticamente yo entré en la universidad a la caída de Pérez Jiménez, cuando me llamó el Rector de la Central, Francisco de Venanzi, en febrero de 1958 y comencé a dar clases de Historia de la Arquitectura colonial venezolana.

Cuatro días después del primer encuentro retomamos el diálogo que Graziano Gasparini inicia con esta reflexión:

Cuanto tú me hiciste la primera pregunta sobre cuál fue el motivo que me impulsó a venir a Venezuela te expliqué una serie de razones relacionadas con mi persona y con la Bienal de Venecia. Después, en estos días, entre aquel encuentro y éste, estuve pensando en la conversación que tuvimos y hoy pensé que te iba a decir unas cosas.

Yo considero que más importante que el motivo por el que uno vive en Venezuela, sería plantear ¿qué has hecho en Venezuela? Porque, en el caso mío, que llegué en el 48 de 24 años, y que ya tengo 80, lo que quiere decir que tengo aquí 56 años, el hecho que yo haya venido en barco, en avión o en balsa, no es casi importante, pero una vez aquí, lo importante es lo que ha hecho uno. Yo siempre he pensado que en la lápida que ponen en el lugar donde uno es enterrado cuando muere, además del nombre y apellido y las fechas que dicen nació en tal año y murió en tal año, debería agregarse por lo menos, una o dos palabras que digan, en mi caso, algo así como: arquitecto, historiador, botánico, amó a Venezuela, amó su arquitectura, le gustaban los cujíes, le gustaba Paraguaná; y a los que no hicieron nada que les pongan: «Aquí sigue descansando».

Es una buena idea, porque uno ve lápidas por ahí y le gustaría que dijeran algo de la gente que está debajo, más allá de los años que vivió.

En el caso mío por lo menos, haciendo un acto de conciencia, debo reconocer que desde niño una de mis preocupaciones ha sido que uno debe dejar algo de su paso por la vida. Martín Vegas me decía: Graziano, yo creo que al final de la vida un hombre debe dejar unos hijos, sembrar unos árboles y escribir un libro, son tres cosas importantes. Yo hice hijos, sembré árboles y tengo 53 libros. Pienso, entonces, que uno ha hecho algo, y sobre todo, aquí en Venezuela dejo efectivamente una obra que considero que es importante, porque cuando llegué en el 48 nada había sobre historia de la arquitectura colonial de Venezuela y cuando me vaya puedo decir: Me voy y dejo la Historia de la Arquitectura colonial de Venezuela, que son muchos libros sobre casas, sobre haciendas, sobre fortificaciones militares, sobre urbanismo, sobre fundación de ciudades, en fin, varias cosas sobre técnicas, sobre la técnica del barro, y hasta la arquitectura indígena.

Ha ahondado en el tema de lo colonial venezolano desde distintas perspectivas….

Distintas, y también lo expandí a otras áreas porque me interesaron mucho, como era la arquitectura de los incas, la arquitectura barroca en América, que son todas vinculantes con la profesión de uno, y sigo trabajando en esa área hasta que el cuerpo aguante o hasta que me dejen. Debo mencionar que uno ha tenido cambios dentro de las actividades, que más que actividades han sido de forma de vida, y esto me ocurrió cuando mi primera esposa, Olga, murió en 1970, y yo me volví a casar en el 71 con Luisa Margolies, antropóloga con doctorado de Columbia University que se especializó posteriormente en gerontología. Con ella he desarrollado muchos trabajos, y desde su perspectiva de antropóloga me ayudó a ampliar mi radio de investigación. Por ejemplo, el libro que estoy haciendo sobre las viviendas indígenas es con ella y también otro que ya tiene unos cuantos años, que es sobre la arquitectura inca. Efectivamente, la combinación de un antropólogo cultural con un historiador de arquitectura funciona muy bien.

Para lograr armar todo el rompecabezas.

Claro.

Para mí su nombre está ligado indisolublemente a El Tocuyo y a Paraguaná. Son dos sitios que me dicen: Graziano Gasparini. ¿Cómo fue su encuentro con El Tocuyo?

Primero que nada, como te dije ya la otra vez, siempre, desde que tenía ocho, nueve años, me ha gustado la historia de la Arquitectura. Al llegar aquí ya en forma definitiva, cuando me di cuenta que éste era un país nuevo que estaba empujando, donde había necesidad de arquitectos, en lugar de estar en una ciudad histórica prácticamente embalsamada, me preocupé no solamente de hacer proyectos para hacer plata, sino que después de diez años prácticamente dejé los proyectos y me dediqué a tiempo completo a la universidad por veintisiete años seguidos y fundé el Centro de Investigación Histórica y Estética y ahí seguí investigando y viajando por todo el país reuniendo información que es lo que me gustó.

El Tocuyo fue una casualidad. En el 50, cuando tenía dos años aquí, ocurrió el gran terremoto en El Tocuyo. Lo supe por casualidad, porque no había televisión todavía y escuchaba radio únicamente en el carro, pero en el periódico de la tarde, El Heraldo, salió un titular grande que decía: Destrozado El Tocuyo, etc. Al día siguiente de leer eso, me monté en mi camioneta y me fui para allá donde tomé fotografías que no tiene nadie, de la iglesia de La Concepción rajada, de la iglesia de Santo Domingo también con los muros laterales caídos, de las columnas, las ruinas, del convento de San Francisco… Me pasé un día completo retratando y viendo con ojo de arquitecto que, efectivamente, la mayoría de lo que había ahí se podía restaurar.

Lo que ocurrió, en cambio, fue uno de esos gestos populistas muy frecuentes aquí, que si Bolívar dijo cuando el terremoto de 1812: «Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella hasta vencerla», para imitar un poco, otro, con menos talla, que se llamaba Marcos Pérez Jiménez, también gritó: ¡Reconstruiremos El Tocuyo desde las fundaciones! Entonces, para reconstruirlo, le pasaron el tractor por encima.

Yo vi en el segundo viaje, que fue aproximadamente un mes después, cómo la torre de San Francisco no se quería caer con todos esos trancazos que le daban con la bola de acero… y no se caía, y no se caía, y a fuerza de darle, claro, una construcción de mampostería, sin concreto, sin cabillas ni nada, una construcción del siglo XVIII, quedó arrasada.

¿Y no hubo manera de detener eso?

No, la única que se salvó fue la iglesia de La Concepción y es que yo al llegar hice el levantamiento y las fotografías y eso le sirvió al Ministerio de Obras Públicas para poder reconstruirla exactamente como estaba antes. Y tan fue así, que la gente hoy en día no sabe, porque la forma es la misma, pero yo sé que no es la auténtica.

¡Qué afortunado fue que llegara por lo menos a hacer el registro de las edificaciones afectadas que un mes después ya estaban demoliendo!

Demolieron toda la iglesia de San Francisco, y como hicieron nuevas calles y los muros viejos de la iglesia de Santo Domingo quedaban en la calle, entonces los tumbaron todos así como demolieron casonas grandes que tenían grietas. Te digo, era para llorar. El Tocuyo era la única ciudad de Venezuela que tenía siete templos coloniales y no quedó ni uno.

Usted pudo darse cuenta de la importancia que tuvo El Tocuyo en un momento.

El Tocuyo era muy superior a Coro, a Carora, a Trujillo, en fin, a todas las ciudades que tienen buenos ejemplos de arquitectura colonial que, por suerte, hoy en día se aprecia más.

Está muy bella Carora, por cierto.

Y te digo una cosa, aunque después me van a matar los corianos, pero para mí Carora está mejor conservada y ha mantenido una unidad sin edificios altos en la zona histórica. Ahí he restaurado la capilla de El Calvario y también la iglesia grande que está en la Plaza Bolívar, que es la iglesia de San Juan. Pero El Tocuyo de no haber sido por la decisión esa populista que mencioné, se hubiera podido salvar porque la gran parte de sus edificaciones eran restaurables. Yo escribí un artículo en El Nacional, que se titulaba justamente «El Tocuyo no lo tumbó el terremoto sino Pérez Jiménez», y eso es la pura verdad.

Terrible, pero fíjese que la combinación de circunstancias no ayudó: una dictadura populista con muchísimo dinero, en un país donde no sólo no había ningún tipo de conciencia de conservación, ni de la importancia de la historia, sino que más bien estaba disparado a todo galope hacia la modernización.

Pero había personas de peso que sí tenían conciencia de esto, como Mario Briceño Iragorry, por ejemplo.

Mi abuelo.

¿Ah sí? Él en el 44, cuando el gobierno de Medina, fue el primero que hizo la primera Ley de Protección, que se llama justamente Ley de Protección del Patrimonio Histórico y Artístico de la Nación. Y se constituyó una junta que duró prácticamente hasta la creación del IPC en 1993. Yo fui secretario de esa junta por más de dieciocho años y de ahí salieron casi todos los decretos para la restauración de La Guaira, de Coro, del castillo tal y del otro y del otro. Esa junta funcionó bien, sobre todo al principio.

Y así y todo no pudieron en ese momento…

Y sin embargo se hizo bastante. Yo fui asesor arquitectónico de arquitectura colonial del ministerio de Justicia, y cuando iba a una reunión les planteaba, mira, esa iglesia vamos a restaurarla y enseñaba las fotografías que había hecho en mis viajes por el interior, porque el único que viajaba era yo y Antonio Julio Guruceaga, con quien hice muchísimos viajes, como por ejemplo, ir a conocer la iglesia de Ciudad de Nutrias, en el río Apure, que es una iglesia barroca bellísima que nadie conoce.

¿Barroca?

En serio, barroca, con un techo fabuloso que restauramos todo. Primero tuvimos que meterle gases para ahuyentar, matar, a como ochenta millones de murciélagos que habían tomado el lugar hacía años. Después, cuando ya no había peligro entramos y cambiamos todos los techos respetando las medidas del original y los tirantes con una decoración barroca únicos en Venezuela, que son los elementos de abajo que sostienen exactamente los empujes del techo.

¿Y cómo se explica una iglesia barroca allí?

Aquello era un lugar rico, porque a un kilómetro está el puerto de embarque donde cargaban todas las pieles que iban del Apure cayendo en el Orinoco hasta llegar a Ciudad Bolívar, donde las ponían en un barco mayor que las llevaba a Trinidad y de allí a Europa. Siempre tuvo importancia ese puerto. En aquel momento también era ésa la vía para exportar el famoso tabaco de Barinas. Todavía hay en Holanda una marca de puritos chiquitos que se llama Varinas, con V de vaca. Yo tengo en mi casa, lo compré en Bélgica, un pote para guardar el tabaco que dice también Varinas y abajo las tres nueces del logotipo de la compañía. Esas cosas a mí me dicen mucho de la historia,
porque uno imagina los barcos, lo holandeses en aquel sitio, y la construcción de una iglesia barroca allá en el fin del mundo. Y no es un caso aislado. Hay otra iglesia que yo restauré, construida en plena selva, y el mismo Humboldt en 1799 se preguntaba cómo es que construyeron una iglesia de ese tipo en aquel sitio…

¿Antes de usted en Venezuela no se había emprendido seriamente la restauración de obras arquitectónicas?

Que yo sepa, no. El único caso de restauración fue el de la Casa Natal de El Libertador, en 1919, emprendido por un grupo de ilustres donde estaban, entre otros, Malaussena y Cristóbal Mendoza. Pero en aquel momento no se había impuesto todavía el criterio de mantener la autenticidad en la restauración, y sobre todo, cuando había que restaurar la casa de un personaje tan importante como Bolívar, el criterio no era restaurar sino ennoblecer, mejorar, «dignificar»; y entonces las columnas no podían ser de ladrillos redondos revestidos de cal, sino de mármol, y la fachada no podía ser de cal sino de taquitos de mármol también, como está ahora. En fin, son criterios que hay que respetar porque son la expresión de un momento.

A lo mejor mañana dirán que nosotros nos equivocamos, pero no creo, porque el criterio que hemos utilizado, que es un criterio muy de los restauradores ingleses, mantiene que es importante no solamente la parte tangible del monumento, sino el valor de la memoria que ese monumento tuvo en nuestros antepasados y que, por lo tanto, nosotros no tenemos el derecho de destruir sino mantener esa imagen para las generaciones futuras. Ese fue el concepto que yo adopté justamente en la restauración de la catedral de Coro, que tanto me criticaron. La de Coro era la única que tenía la fachada del siglo XVI junto con la de La Asunción, y se había mantenido íntegra, completa, hasta 1928.

¿Cuándo fueron hechas?

La Asunción se comenzó en 1570 y Coro en 1583 y ambas tienen 51 metros de largo porque fueron hechas por Monseñor Manzanillo, esos datos los descubrí yo. Cuando reconstruí la catedral de Coro vi las fotografías que indicaban que desde 1583 hasta 1928 se había mantenido con la misma imagen. Pero, lo que pasó es que en 1928 hubo un Congreso Mariano en Coro y se planteó que había que hacerle ver a los Obispos que venían de fuera que nuestra Catedral era grandiosa y bonita, entonces pusieron rosetones, cornisas y pilastras aplicadas que le cambiaron completamente el aspecto ¡la torre más que una torre, quedó casi como un minarete morisco!

Luego, en los años finales de Pérez Jiménez, 1957, le tumban el techo porque estaba podrido y tengo una foto del gobernador con un pico dándole a unas columnas del interior de la iglesia para tumbarla y reconstruirla, pero el proyecto que hicieron, no tenía nada que ver con la catedral original. Yo acumulé mucho material -en eso me ayudó mucho Monseñor Iturriza que tenía fotografías antiguas, hasta de 1888- y descubrí la verdadera edificación en fotografías de familias que al salir de la iglesia se retrataban y quedaba registrada al fondo toda la iglesia con la torre y todo: ¡eso es un material estupendo! Cuando cayó Pérez Jiménez se paralizó la supuesta restauración y unos meses después me llamó el director de edificación del MOP, doctor Angel Alzuru, y fui a Coro con un ingeniero, el doctor Lutzgarten, para ver cómo estaban las cúpulas, cómo estaban los muros, porque habían tumbado todo el techo y habían comenzado a trabajar sin planos.

Dando palos de ciego.

Yo inmediatamente hice el levantamiento, pensé lo que se debía hacer y te repito, en ese caso se interrumpió esa continuidad de memoria y de imagen que tenía el pueblo coriano hasta 1928 y solamente habían pasado 30 años, del 28 al 58 cuando yo intervine. Fíjate tú que de la intervención mía del 59 a hoy, en cambio, ya han pasado 40 y pico, pero le he devuelto la forma original y auténtica, porque los pegostes que le hicieron muy rápido para el congreso no tumbaron lo que estaba abajo, entonces, al tumbar unos rosetones, por debajo me encontré la vieja pilastra, los viejos capiteles, las viejas cornisas, maltratadas, pero originales; encontré bajo un rosetón el hueco donde estaba el balcón de la sala capitular que en sus proporciones coincidían exactamente con lo que tenía la fotografía. En fin, ahí está la catedral como estaba en 1583.

¡Afortunadamente! Oyendo sus historias podemos pensar que un buen trabajo de restauración, es verdaderamente un trabajo detectivesco. ¿Su relación con Paraguaná había comenzado antes de este trabajo?

Sí, sí. Paraguaná siempre me gustó y te diré una cosa: a mucha gente le gusta la montaña, a otra le gusta la playa o la vegetación tupida, la foresta, pero a mí siempre me gustan los desiertos, no sé por qué, la parte desértica siempre me ha llamado mucho la atención, ahí siento que tengo los horizontes más libres. Me gusta la apertura, siento los pulmones como más abiertos, y me gusta el sol porque no hay sombra, siempre me he considerado un inca: un hijo del sol. Las veces que estuve en el Perú gozaba allá porque me sentía bien entre aquellas montañas, entre aquella altura y aquel frío… eso era la bendición de Dios, no hay duda.

¿Desde hace mucho tiempo tiene propiedades allá?

La casa de la hacienda Las Virtudes me gustó desde que la vi. Cuando entré como profesor en la facultad de Arquitectura me llevaba a los estudiantes en viajes de campo al Castillo de Araya, a las misiones del estado Sucre, a Coro y Paraguaná. En aquel momento había muchas casonas de hatos de las llamadas fincas de Paraguaná, casi todas del siglo XIX, que eran una belleza realmente, y busqué valorizarlas porque hay en ellas la influencia curazoleña que se mezcla con la española y con la indígena, utilizando sistemas constructivos autóctonos locales, porque en Paraguaná no crecen árboles grandes. Allá crece el cují, que no sirve para hacer viguetas ni nada porque es una madera dura pero completamente retorcida, y no se consigue un palo derecho de más de un metro y medio, cuando para un techo necesita uno vigas largas. Por eso la arquitectura se adapta y utiliza el cardón -porque allá no hay caña amarga- al que dejan secar, después lo pisan y cuando está seco le sacan las tiras para ponerlas sobre el techo: ésa era la forma de techar de allá; y en la mismas casas hechas con influencia holandesa, los techos son muy empinados, como si fuera a nevar al día siguiente, y los corredores son españoles. Lamentablemente noventa por ciento de esas casas han sido demolidas por el afán del lucro que se obtiene al vender las tejas y las panelas viejas para construir casas. Cuando uno abandona la casa, desaparece en una semana.

¿Usted siente que hay un cambio de actitud con respecto a los criterios de restauración? Porque a lo mejor la gente de Coro pensaba que su catedral, con todas las intervenciones que le habían hecho estaba más bonita, más adornada….

Sí, a la larga comprenden y más bien son agradecidos. Yo te lo digo, sin pelos en la lengua, que me he dado cuenta que en todas esas críticas en el sentido de crítica arquitectónica, de crítica estilística, crítica de técnicas, crítica de procedimientos, hay mucha envidia también.

Es posible, lamentablemente la envidia es una fuerza maligna muy poderosa y extendida. En general, la gente no perdona el éxito ajeno.

Exactamente. Yo te digo una cosa bien gráficamente: la envidia para mí es como tener unas tablas con cincuenta mil clavitos todos a la misma altura y si hay un clavito que sobresale un poco ¡pam!… le caigo a martillazos…

¡Usted debe haber sentido muchos martillazos!

No es que me guste decir «yo hice», eso es feo, pero cuando yo hacía mis trabajos de investigación que era el momento de ganar dinero aquí, cuando todos los arquitectos trabajaban el único que se rompió los huesos por diez y quince años seguidos para ir de un lado a otro del país fue Graziano Gasparini.

Lo que pasa es que usted tuvo la suerte de poder desarrollar esa pasión y ser un pionero en un país que estaba virgen, esperando ser descubierto por un italiano del Veneto…

Volviendo a lo que te dije al principio, esto es lo que yo considero lo más importante: ¿qué has hecho?

¿Es posible modernizarse sin destruir?

Sí, cómo no, y para eso se necesitan esas facultades que no se estudian, que son sensibilidad y talento.

Pero pareciera que hay algo superior a eso, porque la destrucción que se ha hecho en Caracas ha sido brutal y sigue sucediendo, como si nadie pudiera detenerla.

Porque todo por debajo, por detrás, tiene un interés económico. Por ejemplo, si hay un edificio que fue hecho en 1953, hace ya cuarenta y un años, cuando las normas permitían ocupar una determinada área y un máximo de seis, siete pisos de altura, y en cambio ahora, en ese mismo lugar ya se pueden hacer veinte, entonces uno saca un cálculo, lo tumba, construye algo de veinte pisos y en diez meses recupera. Ese es el cálculo que hacen en Caracas donde yo he visto tumbar sin ninguna contemplación.

En lugar de proteger ciertas zonificaciones.

Se ha debido decretar un círculo de «intocabilidad», digámoslo así, como han hecho en Quito. Aunque en Quito también yo he visto, porque he trabajado allá con la Fundación Getty, que muchos propietarios de casonas que eran de la iglesia, como les habían negado la demolición, buscaban fórmulas y mandaban a los seminaristas con un palo a tumbar las tejas de noche para que después entrara la luz y se pudriera la edificación, para tumbarla y construir ahí un edificio.

La arquitectura, hasta hace poco tiempo, estaba hecha para permanecer por siglos. ¿Qué va a pasar con los edificios hechos de estructuras metálicas y recubiertos de vidrio que se construyen ahora?

Fíjate tú, por ejemplo, cómo se construyen las quintas en Estados Unidos. En dos días casi te arman una casa. Y las construyen de cartón piedra y se las llevan. Ahora, yo digo, ¿cómo es posible que en un país donde se sabe que hay todos los años un huracán más abajo o más arriba, en Florida, no ponen unas normas de construcción anti huracán como las que hay antisísmicas? Porque sería un cambio radical en todo lo que es un sistema que ya se sabe cuánta ganancia da, además del seguro y todo. Si uno construye una casa como la construimos aquí, con concreto, con muro de bloques, una platabanda en el techo también de concreto, pueden volar las tejas, pero por debajo, la placa de concreto no la quita nadie. Ahora, yo también he pensado en esa cuestión, de que en Europa, por cualquier parte, se encuentran edificios perfectamente conservados del siglo XVI, XVII, XVIII, e incluso antes. El palacio Pitti de Florencia, construido en pleno renacimiento, hoy en día es un museo y ahí está, con las mismas piedras, poniendo de manifiesto ese sentimiento de respeto y de querer hacer algo que tenga el sello de la permanencia…

Y vemos una construcción como el Coliseo, o como el Partenón de Atenas, que fue construido cinco siglos antes de Cristo y sus ruinas, las que vemos hoy en día, no son ruinas por el tiempo, sino únicamente porque los turcos pusieron allí el depósito de la pólvora, que en un ataque de los venecianos explotó y destruyó el monumento hasta dejarlo como está hoy en día. Y el Coliseo está como está, porque los Barberini sacaron todas las piedras de revestimiento con grapas de hierro y de todo, las columnas, los capiteles, todo lo que podían del Coliseo, para hacer sus iglesias católicas en Roma. Hay un dicho en Roma que dice que lo que no hicieron los bárbaros lo hicieron los Barberini. Es que no había el concepto de respeto hacia los testimonios de la antigüedad.

¿El hombre hoy en día utiliza todos estos materiales que no van a ser perdurables porque no quiere dejar huella?

Eso es una forma ya, un concepto: uno compra una casa en Estados Unidos y es desechable.

¿Será que buscamos desatarnos de la historia para estar más libres? ¿Para que dure pocos años?

Si, lo demás no importa, se tumba o se abandona y no importa nadie.

Mi casa de Paraguaná, la hacienda Las Virtudes, tiene todos los muros de piedra y yo espero que ahí, donde no ha habido nunca un terremoto, no haya uno, porque esos muros se hicieron cuando no había el cemento, no había cal, y entonces, entre piedra y piedra hay tierra. Son muros perfectos de hasta seis metros de alto, yo los revisé y restauré: le puse cuñas de otras piedras donde estaba flojo y volví a frisarlo, pero si hay un terremoto eso se viene abajo, se derrumba. Pero te digo, con pocos medios buscaban que la casa fuera una expresión de solidez.

Cuando ahora se observa una tendencia hacia lo liviano y lo mutante.

Aunque hay construcciones que deben ser sólidas, porque hoy en día se utiliza el concreto que es un material durable.

No quisiera terminar sin preguntarle un par de cosas. Una de ellas es sobre su relación con Villanueva.

Villanueva murió en el 75, y fuimos muy, muy amigos. Nuestra amistad comenzó en el 52, cuando vino aquí mi hermano Paolo quien inmediatamente comenzó a hacerle fotografías a sus obras. Yo iba con mucha frecuencia a su casa y además, nos veíamos en la Universidad. Yo comencé a dar clases con él en el 58 y estuve siete años en el taller Villanueva dando clases de diseño y después de historia. Villanueva también daba clases de Historia cuando yo era el director del departamento.
Ahí estaban también, en el grupo inicial, Posani, Leszek Sawisza y el profesor Luks. Con Villanueva siempre hubo una gran amistad, al punto que él tenía clases tres veces a la semana a las siete de la mañana y antes de las seis me llamaba a la casa, cuando yo vivía en Chuao, para decirme Graziano ¿tú tienes unas dos, tres diapositivas de tal y tal cosa? Cómo no, profesor, aquí las tengo. ¿No me las puedes llevar ahorita porque tengo clases a las siete? Tenía que pararme, vestirme rápido y llevarlas y eso era todas las semanas, pero él no era un peso, porque yo sé que lo hacía con cariño hacia mí, y además era su manera de ser y yo, después, me quedaba en la clase. El tenía una habilidad impresionante para hacer de memoria, en la pizarra, sin ver ni nada, las plantas de, por ejemplo, iglesias barrocas como las de Bernini, del Borromini, para que los estudiantes le entendieran. El las dibujaba con sencillez y rapidez en la pizarra y con las mismas proporciones, sin fallar. Era una cosa impresionante.

Es indispensable el conocimiento de la historia de la Arquitectura para un arquitecto ¿verdad?

Sí, yo lo considero así, aunque el pénsum ha cambiado y últimamente veo que no se le da mucha importancia a la historia. La Arquitectura es el testimonio más tangible que uno tiene de lo que es la evolución de una nación. Y en el caso de Caracas, aunque la hayan destrozado, el trazado urbano que se hizo aquí cuando la fundación de Diego de Lozada en 1567, la cuadrícula esa en la Plaza Mayor, es la misma que está hoy en día, es el documento urbanístico más antiguo de la ciudad y no ha sido borrado. Para mí eso es un valor importante que, además, permite identificar la edad de las ciudades. Fíjate, por ejemplo, una ciudad como Nápoles, que fue fundada siete siglos antes de Cristo por los griegos, era una de las tantas colonias de la Magna Grecia. Encima de esa colonia vinieron los romanos, los románicos, el gótico, el renacimiento, el manierismo, el barroco, el neocolonialismo, el modernismo y el contemporáneo y si ves una fotografía aérea de Nápoles todavía ves el trazado de los griegos. Eso para mí tiene un valor inestimable por la presencia, la convivencia y la estratificación de estilos y de períodos que significan la historia de la ciudad, y no ese afán de tumbar, de tumbar, en el cual estamos encaminados hoy en día.

Sobre todo en América, porque pareciera que Europa ha hecho convivir su historia de una manera admirable.

Así es, las ciudades europeas crecen muchísimo, pero el núcleo originario, el núcleo que le dio la fama, la historia, lo cuidan. La ciudad se extiende como una mancha de aceite, pero modifica tú algo en una ciudad como Florencia, como Roma, como Venecia o como Toledo, y te caen encima, sencillamente no puedes, al punto que en ciudades como Venecia, si un ventarrón te tumba una chimenea, es el Comune, la Alcaldía, que la va a reparar con sus técnicos, con sus expertos, para que no se ponga un tubo de asbesto, por ejemplo. En fin, hay un control y el control crea conciencia, porque la gente poco a poco dice: ¡Caramba, si a eso lo cuidan, por algo será!

Hay un cuadro bellísimo de un pintor del renacimiento veneciano, Bellini, que es una procesión en la Plaza San Marcos, donde lo interesante no está solamente en la pintura o los trajes de todas las personas, sino en que en el fondo de la Plaza San Marcos, se ve la Basílica de San Marcos y tú vas al mismo sitio donde Bellini hace seiscientos años pintó ese cuadro y ves lo mismo. Ahora, yo te hablo de eso a ti y me emociono, pero hay otras personas que dicen: ese está cucú. Entonces, siempre hay una divergencia en todo, y además, nadie a lo largo de su vida deja de cometer errores.

Hay cosas que se ven después que se hacen.

Exactamente, y uno rectifica después también y no lo vuelve a repetir. Yo, por lo menos, he buscado siempre actuar de buena fe y puedo hacer comparaciones, porque he ido a todos los países latinoamericanos, desde México hasta Argentina, dando conferencias, y he podido evaluar que Colombia y Brasil son los países que han trabajado más seriamente en la restauración de su patrimonio y, en cambio, uno de los peores es México, que tiene mucha fama porque tiene una riqueza increíble de monumentos, pero ahí tú sientes que, como la entrada más importante es el turismo, se vincula demasiado el turismo con los monumentos.

Y entonces quieren hacer algo espectacular que parece una puesta en escena….

Sí, y están haciendo unos efectos nocturnos de son et lumière, para los que van rompiendo las pirámides mayas en la península de Yucatán para meter cajas de reflectores y cables por todas partes, sobre las pirámides y las escaleras para poder crear de noche efectos en los que aparece un sacerdote indio con el plumaje en la cabeza… ¡de una cursilería que no tiene nombre! Y así lo habían hecho en Cartagena, pero lo pararon, lo mandaron a quitar por una protesta del Colegio de Arquitectos, de historiadores, etc. A fin de cuentas la cultura se impone, aunque ahorita lamentablemente estamos en un momento acultural y da tristeza ver cómo en los últimos cinco años no se le ha hecho el mínimo cariño a una iglesia, a un castillo, a las cosas que uno ha restaurado. Y eso que hay una norma de la Unesco que dice textualmente, en el artículo 1: «No se concibe la restauración de un monumento si de antemano no está garantizado su mantenimiento permanente».

Claro, ¿para qué lo vas a restaurar si lo vas a abandonar otra vez?

Sobre todo en climas extremos, porque si se restaura un monumento como el Castillo de San Carlos, que está metido prácticamente en el agua salada, expuesto a esa brisa de salitre que destruye todo, si no tiene un mantenimiento constante cada seis meses de una mano de aceite, una mano de pintura, se va, se va; además está la brisa, las fuertes lluvias, las inundaciones…

¿Cómo es que se convirtió en agricultor en esta etapa de su vida?

No soy agricultor porque, te digo sinceramente, no sé si una vaca se ordeña por delante o por detrás ¡no tengo idea! Pero sí me gusta tener en Paraguaná unas cuantas vacas y ovejas, porque siento que es un entorno necesario, y me puse a sembrar sábila porque la producción de sábila es insuficiente en el mundo, falta prácticamente sesenta por ciento de la demanda, y lo estudié, hasta fui a ver plantaciones en otras partes, en Texas, por ejemplo. Es una planta que crece al norte del Ecuador en muy pocas partes: Texas, el Caribe, la parte norte de Colombia y de Venezuela, Marruecos e Indonesia. Y punto. Es una planta maravillosa que tiene infinidad de utilidades en el campo medicinal y en el de la cosmética. Yo veo que cuando algún muchacho que trabaja en el campo se corta un dedo, la primera cosa que hace es exprimir una gota de sábila, aplicársela y al día siguiente no tiene nada. Es milagrosa.

¿Y tiene un sembradío grande?

No, pequeño, acabamos de hacerlo y no es que uno siembre para vivir de la sábila, sino que es una ocupación, un interés más, que le da un uso a la tierra porque si no se tapa de cujíes todo.

Por último: ¿cuáles serían esas dos palabras extras que a usted le parecería acertado poner en su epitafio?

No sé, no las pongo yo…

¿Pero cuáles lo describirían mejor?

Yo considero, honestamente conmigo, que debería decir: Historiador de la arquitectura colonial venezolana.

Son más de dos…

Son más de dos, pero también esas que dicen: Aquí sigue descansando, son más de dos.

Es verdad.