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Gaetano Bafile, el periodista: la voce d’Italia en Venezuela

gaetano

Por Guadalupe Burelli

¿Qué habría sido de la colonia italiana en Venezuela sin un órgano de comunicación como La Voce d’Italia? La pregunta, que podría parecer retórica, no lo es, si tomamos en cuenta que ningún país con una inmigración italiana importante, como la que tenemos en Venezuela, ha contado con un medio de comunicación tan persistente como el que ha creado, dirigido y mantenido Gaetano Bafile, contra viento y marea. De hecho, es frecuente en la RAI italiana ver la portada de este periódico, y la referencia de los locutores a alguna noticia que de él emana. La Voce ha cumplido su misión como órgano de comunicación y apoyo, y también se ha destacado por sus posiciones firmes frente a temas sensibles para la comunidad de origen italiano en Venezuela. Bafile, un hombre con un sentido del humor envidiable para su edad, tiene historias personales maravillosas en las que resaltan su valentía, su capacidad de observación y análisis, y la perspicacia que hacen de él un periodista muy especial.

Señor Bafile, entiendo que le acaban de dar una distinción muy importante en su país natal y me gustaría que me hablara sobre eso.

Sí, me la concedió el Ministerio de los italianos en el exterior. Es que el ministro, Mirko Tremaglia, perdió un hijo a quien estaba ligado muy fuertemente, entonces, en su memoria se ha desarrollado una Fundación que lleva su nombre: Marzio Tremaglia, que anualmente otorga un premio a los italianos que en el mundo hacen honor a su país. Es un premio dado a los italianos en el exterior. Este año, en la parte de periodismo me escogieron a mí, e incluso se dieron premios a la memoria de algunos ilustres que han muerto, como es el caso de Primo Carnera, que fue un boxeador famoso, y a los escaladores que, en 1954, pusieron la bandera italiana sobre la montaña K2, que es la segunda más alta del mundo.

Muy merecido reconocimiento.

Yo no lo esperaba porque hay cosas que no he esperado en mi vida, como cuando en 1965 gané el Premio Nacional de Periodismo cuando era sólo yo La Voce d’Italia, no había más gente. Otra vez, de repente me llamó el ministro de Relaciones Interiores y me dijo: Mire, Bafile, se le va a entregar la Orden del Libertador.

La más alta que tiene Venezuela.

Después, ahora, no hace un año, me dieron la más alta condecoración que da la Universidad Central; después vino la de los italianos, y cuando terminó el acto en Roma, donde me quedé un día, me fui a mi tierra natal donde las autoridades, el Alcalde y el Presidente de la provincia, me declararon ciudadano ilustre y me entregaron las llaves de la ciudad. Ahora yo no sé qué otra cosa vamos a tener…

Quizás sigan llegando sorpresas, y qué justo que la labor suya, tan sostenida e importante, se reconozca tanto aquí como en Italia. ¿Cuál es su tierra natal?

Abruzzo. Así se llama la región, la capital es L’Aquila, se llamaba Aquila, pero parece que el poeta Gabriele D’Annunzio quiso llamarla L’Aquila y así cambió el nombre. Yo nací en 1924 en la provincia de L’Aquila, en la ciudad de Avezzano, pero viví en L’Aquila, allí me formé, y allí hice periodismo. Ahora, cuando estuve en Abruzzo, en un periódico local hacían una reseña, quizás un poco exagerada, en la que se me llamaba «Bafile: el héroe de los inmigrantes», y cuentan que, cuando muchacho -como todos los muchachos escribía poesías- D’Annunzio me corrigió una poesía y me hizo una nota en la que me recomendaba que siguiera el camino de la poesía.

¿Cómo fue eso? ¿Conoció personalmente al poeta?

Yo era discípulo del director de la Biblioteca de L’Aquila quien a su vez, era poeta y escritor, y también amigo de D´Annunzio. El fue quien le mostró al poeta la carpeta con nuestros trabajos y al leer lo míos, me recomendó que no me apartara de ese camino.

¿Cuándo se vino a Venezuela?

En 1949. Me vine a Venezuela dejando Il Messaggero del cual era corresponsal y representante en mi región.

¿Había estudiado periodismo?

No. Estudié con los salesianos y tuve una formación particular, porque ellos tenían una editorial y tenían contactos con un periódico que se llamaba, creo, Il Vittorioso. En esa época había otro que se llamaba L’Avventuroso, que era más audaz. Por esta razón salió Il Vittorioso que era más conservador. Estando en el colegio tuve la buena suerte de tener como maestro a un eminente sacerdote, don Mario Brusca, que era poeta, escritor, pintor, artista, escultor. Él tenía un grupo de jóvenes, entre ellos había quien pintaba, quien escribía poesías, cuentos, teatro, y allí estaba yo. Con don Mario que escribió la música y yo los versos, ganamos un concurso para canciones dialectales.

¿Era don Mario Brusca sacerdote salesiano?

Sacerdote, lo tuve como maestro. Él me fue formando y puedo decir que yo soy un producto de este padre salesiano que me corregía lo que escribía y me pedía que escribiera también para el teatro. Claro, el teatro de los salesianos era un teatro sin mujeres. Escribí textos teatrales sobre la historia de la revolución francesa y la vida florentina.

Empecé a escribir también en el periódico Il Vittorioso y, con un muchacho compañero de este grupo que pintaba muy bien -era un verdadero artista- hicimos una pareja de trabajo en la que yo escribía la historia y los diálogos, y él hacia las imágenes. Recuerdo una sobre la guerra de Italia en África que era la historia de un muchacho y todas las semanas tenía un capítulo nuevo.

¿Eran como historietas?

Sí, yo las escribía y después las leía, porque en los salesianos había en ese tiempo una lectura a la hora de la cena. Leía el capítulo escrito y todo el colegio intervenía opinando y dando consejos que yo recibía adaptándome a las ideas que surgían.

Algo parecido a medir el «rating», interpretando qué es lo que quiere el público que suceda…

Sí, había una participación colectiva y tuvo mucho éxito. Luego, cuando salí del colegio me busqué un empleo y después vino la guerra. En ese momento había que escoger entre estar con los fascistas o enrolarse con los partisanos de la resistencia. Yo me fui con los partisanos, a la montaña, e hicimos allá un periódico clandestino. Era un semanario pequeño distribuido por los estudiantes.

Seguramente fue su idea.

No sólo mía. Lo soñé con un grupo de amigos, y en particular con Atilio Cecchini, un amigo con el cual, entre otras cosas, compartí los ideales y los riesgos de la resistencia. Es una historia larga. Yo fui a una reunión con ex compañeros de estudios y otros de la ciudad, para discutir qué íbamos a hacer frente a la guerra: si nos íbamos con los alemanes o a la resistencia, porque había que escoger un camino, no se podía estar neutro.

Decidí ir a la resistencia, y en la montaña me asignaron ocuparme de la comida para lo que tenía que ir regularmente a la aldea que estaba abajo. Para facilitar esta misión establecimos un acuerdo con el carabinero -quien aunque era del comando que controlaba la policía, y llevaba el emblema del fascismo, no simpatizaba con ellos-, de que no haríamos locuras que pudieran poner en riesgo la vida de todos los pobladores de esa aldea. Hubo momentos muy difíciles y son muchos los recuerdos dolorosos.

Una mañana, empezando el día, yo iba en un burro con los alimentos cuando de repente oí ráfagas de ametralladoras y corrí a esconderme al bosque que estaba lejos de nosotros. Buscaba orientarme cuando vi unas manchas de sangre en el suelo y decidí seguirles el rastro hasta que fui a parar a una cabaña de pastores, donde encontré a un prisionero inglés herido que se había fugado. Estaba asustado y la herida sangraba. Le hice un torniquete con mi camisa para que aguantara mientras buscaba ayuda. Él me dio un sweater de esos que llevaban los ingleses color caqui. Me lo puse porque hacía frío, y salí. Todavía se oían las metrallas de los alemanes, de manera que avanzaba buscando dónde esconderme cuando puse un pie en falso, me caí y rodé hasta terminar en una gruta de piedra donde estaba un refugio antiaéreo de los alemanes. ¡Prácticamente les caí en brazos y la escena era tan absurda que todos se rieron!

Es una escena como de película… ¡italiana!

Sí. Viendo mi sweater inglés me metieron en el grupo donde estaban los extranjeros que habían desertado del ejército. Hacían interrogatorios para decidir qué hacer con nosotros y cuando me llegó mi turno tuve que explicar que era italiano. Les dije que era un estudiante y que me había escondido en la montaña porque corría la voz de que los alemanes estaban rastreando a los jóvenes para llevarlos a trabajar en Alemania. Un militar fascista empezó a pegarme, me hubiera matado si en mi ayuda no sale un oficial alemán que me preguntó qué sabía hacer. Le respondí que sabía mecanografía. En esa época era un oficio importante y eso me salvó la vida porque el alemán que me interpeló necesitaba alguien que pasara a máquina sus informes.

¡Un verdadero golpe de suerte!

Sí. Me llevaron al distrito militar italiano donde estaban también los alemanes, me dieron una máquina de escribir y un escritorio frente a la ventana. Entre las otras tareas, me asignaron la de avisar si llegaba una llamada dando alarma de ataque aéreo. Me hicieron responsable con ello de la suerte de como mil soldados. La vida suya está en tus manos, me advirtieron. Y entre tanto, yo, seguro como estaba de que nadie se enteraría, empecé a escribir para el periódico clandestino de la resistencia.

Pero ¿cómo?

Lo escribía allá, en el mismo comando, nadie iba a pensar que yo escribía eso.

Clandestino totalmente, y peligroso además…

El oficial alemán con el cual trabajé durante un tiempo era una persona con amplia cultura. Hablábamos de Beethoven, de artistas italianos, de poesía. Me decía: Hay tantas cosas de que hablar. Bafile, tú eres joven, somos amigos, el hecho de que yo sea alemán y tú italiano es una circunstancia, yo te caigo bien a ti, tú me caes bien, así que no vamos a tener problemas, y así fue. Un día él me trajo un afiche hecho por el comando alemán, en italiano, en el que se hacía del conocimiento de la ciudadanía que estaba circulando un periódico escrito por traidores comunistas, y se advertía que cualquier persona a quien se sorprendiera leyendo o distribuyendo esa obra, le sería aplicada la ley de guerra. Eso me lo dijo él, porque, a raíz de nuestras conversaciones, intuía que yo algo tenía que ver con ese periódico.

Posiblemente lo sabía perfectamente…

Es posible. En esa época ya la guerra estaba casi a su fin. En las paredes del pórtico de mi ciudad, L’Aquila, pegaron muchos de esos afiches. Entonces el director de un periódico a favor de los fascistas, Ennio Mari, quien me había enseñado lo poco que yo sabía de periodismo, una noche me vino a ver. Me dijo: Mira, Gaetano, fuiste un alumno maravilloso, te tengo afecto y te vengo a avisar que los alemanes te tienen en la mira, ellos están convencidos que tú diriges ese periódico. Yo lo negué, incluso juré que no era verdad y argumentaba que estaba en el comando. El insistía. Entonces me cansé y le dije: Mira Ennio ¿cuánto tiempo crees tú que dure esto? La guerra está a punto de terminar. Es posible que seas tú mañana el que vaya a tener necesidad de mi ayuda. Y, efectivamente, después de algunos meses terminó la guerra, y no se hizo esperar la cacería hacia
los que habían apoyado al fascismo. Yo fui a las nuevas autoridades y pedí dos salvoconductos: uno para el oficial alemán que me había salvado y era mi amigo, el otro para Ennio, el fascista que había sido mi profesor. Me hicieron los permisos y fui a la cárcel a buscar al alemán. Le llevé un traje de civil y el permiso para que se fuera; luego busqué a Ennio a quien le recordé lo que le había dicho hacía pocos meses. Todavía guardo unos periódicos donde se narran estas historias bajo el titulo de: «Dos enemigos amigos».

Señor Bafile, no es la única vez que usted ayuda de esa manera, tengo entendido que en muchas oportunidades se ha puesto de manifiesto una actitud muy humanitaria de su parte, sobre todo por medio de su labor periodística que empezó en Italia, ¿verdad?

Sí. Trabajé en Il Messaggero como responsable para la región de Abruzzo y confieso que tenía un concepto un poco visionario del periodismo. No me satisfacía quedarme en la noticia. Buscaba la forma de ayudar. Es lo que hice cuando vine a Venezuela y una vez que fundé La Voce d’Italia junto con mi amigo Atilio Cecchini y Monseñor Scanagatta. Era la época en la cual los inmigrantes italianos llegaban por millares y eran fácil presa de injusticias, sobre todo durante la época de Pérez Jiménez. Época de abusos, arbitrariedades. Los italianos no podían contar con el apoyo de las autoridades diplomáticas y para muchos de ellos el periódico fue la salvación. Recuerdo, por ejemplo, la vez en la cual durante una manifestación de protesta agarraron a dos obreros italianos que regresaban del trabajo y los llevaron a El Dorado. La familia vino al periódico a pedirme ayuda. Me dirigí a averiguar en la Seguridad Nacional, donde me manifestaron que se les había hecho la prueba de la parafina y había resultado positiva. Eso demostraba que estaban involucrados con unos atentados. Pedí hablar con ellos y me lo permitieron. Los tenían en una celda. Estaban muy asustados. Eran gente humilde, de esos que no tienen idea qué es hacer una revolución, ni de partidos políticos, ni de indultos para los campesinos, ni nada por el estilo. Me contaron que trabajaban en una cantera de piedra, y ahí me vino la iluminación: ¡ésa era «la pólvora» que aparecía en sus manos! Se lo hice saber a la policía que les hizo nuevas pruebas donde se determinó que, efectivamente, era polvo de piedra, lo que había detectado la parafina.

El episodio del que más se ha hablado, y que relata también García Márquez en su libro Cuando era feliz e indocumentado, se refiere a unos sicilianos desaparecidos en la época de la dictadura de Pérez Jiménez.

En efecto, ese fue uno de mis trabajos periodísticos más importantes. García Márquez le dedica el capítulo «Estos ojos vieron 7 italianos muertos» en su libro Cuando era feliz e indocumentado y yo escribí el libro: Inchiesta a Caracas que publicó en Italia la editorial Sellerio. Esos muchachos sicilianos, cuyos cuerpos nunca fueron encontrados, fueron engañados, torturados y luego, obviamente asesinados. Es una historia larga y dolorosa. Una de las tantas de las que están tristemente llenas las crónicas de las dictaduras.

¿Cómo fue que decidió venir a Venezuela?

Es una historia larga. En un periódico de Italia salió publicada una carta de un italiano que se lamentaba contando cómo maltrataban a los inmigrantes en Venezuela. Él estaba cerca del Orinoco, no sé dónde, y hablaba de maltratos. Yo, como reportero de Il Messaggero fui a la Embajada venezolana en Italia y hablé con el embajador quien me atendió de mala manera, recriminándome, por ser periodista, el que se hubiera publicado esa carta. Yo, que no tenía nada que ver con eso, me fui. Al rato de llegar a Il Messaggero, recibí una llamada del embajador quien quería disculparse por su trato. Realmente había pagado conmigo su disgusto por la publicación de la carta. Me preguntó qué sabía de Venezuela, me habló del Instituto Agrario Nacional, me enseñó fotos y me invitó a que me viniera a este país. La idea me entusiasmó. Antes de que sucediera eso, hubo la posibilidad de que fuera a Argentina, porque yo había entrevistado a Perón y a Evita cuando estaban llegando a Italia, y Evita me insinuó que me fuera a Buenos Aires. Me ofreció financiarme un periódico, pero la idea no me llamó mucho la atención. No me gustaba Perón. Pero cuando el embajador de Venezuela me sugiere viajar a su país, acepté la invitación. Él mismo me dio la visa, pero luego se venció porque no me vine inmediatamente. Tenía una novia que no quería que me viniera, así que pasaron siete, ocho meses, hasta que volví a la embajada donde me encontré con que habían cambiado al embajador anterior. Hablé con el nuevo y le confesé el deseo de fundar en Venezuela un periódico para los inmigrantes. Él me dijo: Mira chico, nosotros no necesitamos periódicos, ya estamos hartos de periódicos, necesitamos gente con callos en la mano, trabajadores, no periodistas. Olvídese de Venezuela. Entonces, yo fui a mi ciudad, cambié el pasaporte por uno nuevo, llamé a Caracas donde tenía un amigo salesiano y le dije que quería ir a Venezuela. Bueno, me dijo, necesitamos maestros normalistas para Puerto Ayacucho. Entonces arreglé todas mis cosas allá y me vine. Llegué como inmigrante de lujo, porque Il Messaggero me regaló el pasaje en primera clase.

¿Cuál fue su primera impresión de Venezuela?

Me gustó mucho. Me gustó su luz, su gente, el sol, la sensación de espacio.

¿Cómo fueron sus inicios aqui?

Cuando llegué a Venezuela tenía 20 o 40 dólares en el bolsillo. Al ver la cantidad de italianos que llegaban todos los días se me afianzó la decisión de quedarme y hacer el periódico. Me fui de la pensión donde estaba, y donde había conocido al arquitecto Domenico Filippone y al artista Ugo Daini, quienes luego harían mucho en Venezuela, porque era muy cara. Me trasladé a otra donde pagaba diez bolívares por todo. No se imagina lo que era allá adentro: había una cama corrida donde estábamos todos juntos, así que no teníamos otro remedio que enterarnos de cuando uno lloraba, otro leía, cuando alguno le escribía a la mamá, o a la mujer… era un ambiente totalmente colectivo, de puros hombres, donde hasta la comida la preparaban en una sola olla inmensa. Éramos casi todos italianos. Allá yo conocí a un viejo que había sido mariscal de los carabineros en Italia quien me dijo que al día siguiente saldríamos a buscar trabajo. Así lo hicimos. Mi primer trabajo fue en la avenida Urdaneta donde estaban fabricando un edificio, casualmente en el mismo sitio donde después estuvo el Escritorio de Rafael Caldera. Mi amigo habló por los dos: dijo que éramos especialistas y nos dieron el trabajo como obreros en la construcción. A mí me daba miedo la altura y tenía que cargar la madera para llevarla arriba en un ascensor abierto. El caso es que, el primer día, al llegar arriba, el sol me dio en los ojos, me encandilé, se movieron las maderas, me fui de un lado, y las maderas cayeron todas abajo cuando estaba a punto de llegar un autobús que iba a Sarría. Al instante el jefe nos dijo: Están despedidos.

¡El trabajo duró un ratico, pero, felizmente, no le hicieron daño a nadie!

Ése fue el comienzo. Después me fui un tiempo con los salesianos y, mientras hacía otros pequeños trabajos, empecé a preparar el periódico con el apoyo de los mismos salesianos a quienes les hacía una revista, no obstante mis carencias de castellano, que se distribuía en las iglesias los domingos. Los salesianos tenían una oficina de ayuda para los inmigrantes, y los ayudé con eso. Trabajaba allí con el padre Pinaffo, quien había estado de misiones en Indonesia. Un misionero excepcional.

¿Y cómo fue la historia de La Voce d’Italia?

En un primer momento tuvimos problemas para salir, porque alguien había dicho que era un periódico comunista. Y cuando fui a la Gobernación para obtener el permiso, el gobernador me dijo que ese periódico no iba a salir porque era comunista.

¿Y qué hicieron?

Nos ayudó un humilde obrero italiano, quien conocía al entonces Presidente de la República Carlos Delgado Chalbaud porque estaba haciendo unos trabajos en Miraflores.

¿Fue ese el primer periódico italiano en Venezuela?

No, en esa época ya existía un periódico italiano, Il Corriere di Caracas, que era de derecha. El nuestro fue de izquierda, una izquierda moderada, democrática y progresista. Era un periódico abierto. El primer editorial hablaba de la esperanza, porque nosotros, los inmigrantes, estábamos aquí por decisión propia y nos impulsaba la esperanza de una vida mejor.

Los que emigran toman libremente la decisión de venirse…

Quizás no sea tanto así, porque la necesidad es la que obliga al inmigrante a irse, pero lo que es seguro es que no éramos esclavos. Nadie nos llevó a rastras. Vinimos aquí y encontramos un país amigo. En ese primer editorial yo decía que el inmigrante que viene a llorar mejor que se regrese. Luego, casi desde el comienzo, empecé a hablar de integración. Considero todavía hoy que el inmigrante tiene que integrarse, no asimilarse: porque el inmigrante que se integra le da parte de sí mismo al país, a la nueva patria, el otro, el que se asimila, pierde la personalidad y no le da nada.

¿Usted piensa que de alguna manera ese periódico sirvió para dar una pauta de comportamiento a los inmigrantes?

Nosotros estuvimos entre quienes lanzaron, junto con don Alejandro Hernández de Pro Venezuela, la idea de que no es importante donde se nace, sino donde se hace. Al principio el periódico circulaba sobre todo en el puerto porque ofrecía mucha información útil para los italianos que llegaban al país y, naturalmente, se vendía como pan caliente. Hacíamos entre 6 y 8 mil ejemplares. En aquella época, en la Plaza Venezuela se hacían unos conciertos con orquestas que eran muy populares entre los italianos y aprovechábamos para vender el periódico también allá. Era tal la presencia italiana que se decía que si no había italianos ¡no había concierto!

¿Con quién compartió usted el proyecto del periódico?

Con don Ernesto Scanagatta, un sacerdote salesiano, y con Attilio Cecchini que al comienzo fue el director.

Tenían ustedes una verdadera pasión por el periodismo. Me voy a permitir citar lo que dice García Márquez sobre usted, porque siento que retrata excepcionalmente su condición de periodista acucioso y apasionado:

«… con el obstinado y minucioso método del periodista italiano, que es capaz de armar un tremendo escándalo nacional partiendo de un cadáver tan modesto como el de Wilma Montesi, pero que en todo caso suele llegar siempre primero que los detectives al nudo de un problema, Gaetano Bafile…»

¿Comparte usted la idea de que el periodista es una especie de sabueso, un detective?

Lo que pasa es que uno se enamora de ciertos casos y quiere llegar hasta el fondo… ¡no es que nuestros procedimientos sean policiales, pero hay que saber investigar!

¿Y de qué se mantenía el periódico?

Cuando salió el periódico casi no teníamos plata para pagar. Recibimos ayuda de algunas personas, por ejemplo, una señora de Maracay, que el Padre Scanagatta confesaba y que le prestó dos mil bolívares. Luego empezamos a buscar publicidad y poco a poco se fue creando una estructura que nos permitiera funcionar de manera privada e independiente.

¿Cuál es su tiraje actual?

De aproximadamente 15.000 ejemplares.

¿Todavía están con usted sus socios iniciales?

No, ellos se fueron hace mucho tiempo. Uno de ellos, Atilio Cecchini es hoy uno de los más ilustres abogados de Abruzzo. Me quedé solo. Hoy están conmigo mi hija Marisa, mi hijo Mauro, y un equipo de periodistas jóvenes.

¿Sus hijos son periodistas también?

Sí. Yo no los influí para nada, pero sí les decía que aunque ésta no sea una actividad en la que uno pueda hacerse rico, la satisfacción que da el periodismo no hay quien la pague, y ellos se fueron por ese camino.

Bueno, es una pasión genética, ¡no hay nada que hacer! ¿Existen en otras partes del mundo con presencia italiana fuerte periódicos similares a este?

En América Latina La Voce d’Italia es el único diario. Existen otros en Toronto, en Estados Unidos y en Australia. La Voce cumple este año sus ciencuenta y cinco años ininterrumpidos en Venezuela y siempre se ha mantenido como un órgano respetado e independiente.

¿Cómo puede medirse la importancia de La Voce d’Italia como factor de integración entre la colonia y el país?

La Voce siempre fue un periódico pequeño pero que incidía en la realidad. No puede medirse un periódico para inmigrantes por el tiraje sino por su penetración, y en ese sentido, ha sido de mucha importancia, tanto así que comenzó siendo un semanario y, hoy en día, y desde hace ya varios años, es diario. Al comienzo se hacía enteramente en italiano, pero ahora tiene partes en español también. Yo creo que uno de los secretos de su importancia fue la capacidad para sentir al inmigrante, captar su alma, y ser «la voz» honesta y sincera de los italianos en Venezuela porque el inmigrante no tiene familia ni nadie que lo defienda.

Me puedo imaginar que habrá recibido presiones de algún gobierno a lo largo de los 55 años del periódico, por haber sostenido posiciones combativas en torno a temas sensibles. ¿Es así?

Cuando el gobierno de Betancourt puso el control de cambio impidiendo a los inmigrantes enviar las remesas a sus países creó entre ellos angustia y malestar. El Presidente me pidió que lo ayudara a tranquilizar a los inmigrantes mediante una entrevista que le hice para el periódico en la cual él aseguraba que se trataba de una medida provisoria. Pero, contrariamente a lo que me había dicho, al día siguiente apretó más todavía el control. Sin pensarlo dos veces La Voce salió con un reportaje en primera plana cuyo gran titular fue: «Sin trabajo, sin remesas, se vuelve a casa». Este titular provocó que mandaran a la policía al periódico con la intención de cerrarlo. No los dejé entrar y llamé a la Embajada de Italia que se desentendió del asunto, de modo que me fui al Ministerio del Interior donde me recibió un director reclamándome el titular. Yo mantuve mi posición: el Presidente me había engañado con sus declaraciones y yo era responsable frente a mis lectores. Pues hasta nueva orden no sale, fue su respuesta. Eso no me había pasado ni cuando Pérez Jiménez, le respondí, y con esta medida se resiente la democracia. De allí me fui a Miraflores donde hablé con el Presidente que no estaba enterado de la situación, y me dijo: Dígale al director del Ministerio que el periódico está libre de circular como sea, y que donde manda capitán, no manda marinero. Así fue.

¿De qué manera los afecta ahora la Ley de Contenidos?

Cualquier restricción a la libertad de expresión humilla a Venezuela, no a los periodistas.

¿Cuál considera usted el gran aporte de los italianos a Venezuela?

¿Y cuál ha sido el sector donde no ha habido aporte italiano? Ninguno. Es impresionante la fuerza de los inmigrantes para luchar, pero lo hemos hecho no con la conciencia de ser italianos, sino sintiendo que somos venezolanos.

¿Qué representa La Voce hoy en día?

La Voce nació con un objetivo claro: llegar a la integración. Hoy es el periódico de la provincia venezolana de origen italiano.

¿La integración se ha dado?

Bueno, sí, en gran parte, porque la integración es un asunto abierto y es difícil saber dónde empieza y cuándo termina. Creo que la gran mayoría de los italianos se ha quedado en este país porque lo ama. En él se integró y lo defiende y sufre por él porque lo siente propio. Yo lo siento así. Yo escogí ser venezolano, ésa fue una elección. Y aún digo, como escribí una vez en La Voce: Benedetta Venezuela.