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¿Ah, sos de Venezuela… Hugo Chávez?

Crónicas porteñas

Kirchner ChavezPor Gustavo Valle

Atribuyo al presidente Chávez buena parte de mi socialización en la Argentina. Muchas de mis amistades surgieron de la inevitable pregunta inicial: “¿Ah, sos de Venezuela… Hugo Chávez?”, como queriendo indagar, antes de saber quién diablos era yo, lo que pensaba al respecto. Y al escuchar esa pregunta, convertida en mantra colectivo, mis ojos se torcían, el ceño se me arrugaba, y tras peinar mi ralo bigote me disponía a enfrentar lo peor.

Al principio me incomodaba, pues hay argentinos que tienen, o tenían –producto quizás de la dolorosa noche de los treinta mil desaparecidos– una mirada indulgente, simpática o en todo caso esperanzada sobre todo lo que aparenta ser una redención latinoamericana. De hecho las figuras más destacadas de su altar (Gardel, Evita, El Che y Maradona) tienen, salvando diferencias, un común denominador: la bienpensante inclinación a perseguir causas excelsas, y la conexión con el pueblo como catarsis colectiva. Además, fue tal el destrozo y la barbarie perpetrados por la junta criminal de Videla en los años 70, que no cabe (o no cabía) en la cabeza de ningún ciudadano sensato cuestionar a alguien que se autoproclama antifascista y antiimperialista, y que además admira a Evita, delira por El Che, es amigo de Maradona, y para colmo canta tangos.

Pero con el tiempo, las cosas han ido cambiando. El romance Kirchner-Chávez ya no es lo que era antes. La dadivosa valija del gordo Antonini, la nacionalización del grupo siderúrgico Techint y el acelerado deterioro que ha sufrido internamente el gobierno de Cristina, obligaron al ciudadano de a pie a mirar con suspicacia los capítulos de esa novela rosa (o matrimonio por conveniencia), y sin que mediara ningún apremio, la gente comenzó a deslizar, desde el terreno de la simpatía hacia el de la sospecha, al amigo venezolano junto a su plan salvacionista y su chequera filantrópica.

Los líderes de la oposición argentina, que no son ni más disociados ni menos brillantes que los de la oposición venezolana, aprovecharon la impericia política de la presidenta, el monologante estilo de gobierno (heredado ya sabemos de quién), para capitalizar un descontento creciente en la opinión pública, afincado en la inseguridad, en la tumultuosa acumulación de capitales de la pareja presidencial, y en una inflación mucho mayor que las cifras cosméticas aportadas por el Instituto de Estadísticas del Estado, INDEC. De esta manera, Chávez fue perdiendo apoyos, sobre todo de la opinión pública y de la ciudadanía, que ha metido simbólicamente en un mismo saco al hombre fuerte de Caracas junto al fracaso de Cristina. De modo que no habría que echarle la culpa a nuestro presidente por la percepción folclórica de su imagen de caudillo panhispánico; más bien deberíamos situar en el seno de los Kirchner la ambigüedad de un cupido que ya comienza a vacilar: Buenos Aires acaba de anunciar, para sorpresa de todos, la vuelta al Fondo Monetario Internacional, mientras que en Caracas se aprueba una línea de crédito rusa para comprar tanques y, por qué no, submarinos a diésel.

Al mermar la chequera caribeña para adquirir, entre otras lindezas, títulos de la deuda pública argentina, el FMI ya no luce tan diabólico a ojos de la presidenta. Luego de vivir un romance propio de una telenovela veneco-argenta, es posible que ahora vengan días de titubeo sentimental en La Casa Rosada, y veamos a Chávez deshojar una bolivariana margarita.

Por suerte nada de esto afectará el desarrollo de mi vida social en Buenos Aires, pues ese eficaz artefacto de ubicuidad continental que es nuestro presidente, seguirá generando en los argentinos la pregunta: “¿Ah, sos de Venezuela… Hugo Chávez?”. Pero con una diferencia: ahora la pregunta viene formulada con una sutil, y muy porteña ironía.

Bienvenida esa ironía.