- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Cómo Churchill, Roosevelt, Alanbrooke y Marshall ganaron la segunda guerra mundial

Por Max Boot

masters_and_commandersMasters and Commanders

Por Andrew Roberts

Illustrated. 674 pp. Harper/¬HarperCollins Publishers. $35

Andrew Roberts es uno de esos prolíficos historiadores populares que Gran Bretaña parece producir casi con la misma abundancia que las amapolas plásticas que se usan el Día del Recuerdo (Veterans Day para nosotros los Yankees). Desde que salió su primer libro en 1991-una biografía de Lord Halifax, el Ministro del Asuntos Exteriores de Gran Bretaña a finales de los aõs 30-ha escrito otros nueve y editado cuatro más. Eso da un total de un volumen cada 16 meses.

Podrías pensar que este ritmo Stakhanoviano pondría en peligro la calidad del producto final. Pero a juzgar por “Masters and Commanders,” ese no es el caso. Dada la cantidad de investigación que se ha llevado este libro casi olvidas que hace menos de dos años que apareció el anterior, “A History of the English-Speaking Peoples Since 1900.”

En el prólogo, Roberts subraya el hecho de que ha usado extensivamente documentos que antes “solo se citaban en Internet.” Esta es una referencia a las “notas verbatim” de las reuniones del gabinete de guerra británico preparadas por el secretario de ese despacho, Lawrence Burgis, conocido como “Thrushy”. “Había reglas estrictas contra la tenencia de diarios por parte de los oficiales,” dice Roberts, pero Burgis lo hizo de todas maneras, en violación de la Ley de Secretos Oficiales. No era el único. Casi todos aquellos involucrados en negociaciones de alto nivel encontraron de algún modo el tiempo para escribir un recuento de lo que sucedía, y Roberts parece haber digerido todas esas notas, diarios y memorias.

Aunque no hay grandes revelaciones, Roberts logra que profundicemos nuestra comprensión sobre las complejas interacciones entre Winston Churchill y Franklin Roosevelt (los “maestros” del título) y sus altos consejeros militares ( o “comandantes”), el Mariscal Alan Brooke, jefe del gobierno imperial y el General George C. Marshall, el jefe del ejército del gobierno norteamericano, que fue Primus Inter pares entre los ministros. Aunque todos los involucrados luego se jactaron de la armonía con la cual habían logrado trabajar-y en general lo hicieron-hubo bastantes tropiezos. Al final de una sesión particularmente rencorosa con su contraparte norteamericano, Brooke escribió en su diario, “Otro día venenoso!”

Una de las disputas más prolongadas y contenciosas trató sobre cuando y donde abrir un segundo frente en Europa Occidental. Marshall y su protegido, Dwight Eisenhower, respaldaban una invasión en 1942 o1943, porque creían que el Occidente era el único lugar donde Alemania podía ser derrotada. Churchill y Brooke, quienes habían desarrollado un respeto saludable hacia la destreza luchadora de los alemanes en la Primera Guerra Mundial y los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, querían posponer un cruce en el Canal hasta que el enemigo se hubiese ablandado. Lograron convencer a Roosevelt de su causa. De los cuatro hombres, solo él admitió ser un “estratega amateur,” pero como político profesional calculó que el pueblo americano no toleraría la inacción indefinida. Así que junto con Churchill impulsó la llegada al norte de África dirigida por norteamericanos en 1942, por encima de la oposición inicial tanto de Marshall como de Brooke, quienes opinaban que esto era una payasada.

Tras la derrota de los África Korps de Rommel en Mayo de 1943, la pregunta era donde dar el siguiente golpe. Una vez más, Churchill y Brooke hablaron en contra de una invasión de Francia, y una vez más lograron su propósito con la bendición de Roosevelt. Las fuerzas británicas y norteamericanas llegaron primero a Sicilia, y luego a tierra firme italiana. Estas operaciones distrajeron a Marshall, porque temía que los llevaría a un pantano similar al de Gallpoli en 1915, otra operación que Churchill había respaldado. “Me enfurecí cuando trató de empujarnos más hacia el Mediterráneo,” contó luego el normalmente plácido general. En un inusual uso de groserías, le dijo al primer ministro que “ningún otro soldado norteamericano morirá en esa maldita isla,” descartando de esta manera una propuesta de invadir Rhodos.

Marshall finalmente logró su propósito en 1944 con la aquiescencia renuente de Churchill, cuando se tomó la decisión de lanzar la Operación Overlord. Sin embargo, el deseo de Marshall de liderar la invasión del Día D no se hizo realidad, porque Roosevelt consideraba que era muy necesario tenerlo en Washington. Brooke también se sintió defraudado al no ser escogido, pero la labor debía ejecutarla un norteamericano. Al menos públicamente soportó su inmensa desilusión, al igual que Marshall, con “dignidad de soldado” como diría Churchill”. En privado, Brooke estaba furioso por este “golpe,” que se hizo más duro porque el primer ministro le había prometido el trabajo.

Como Roberts señala, la llegada a Normandía probablemente habría fallado si se hubiese hecho como quería Marshall, al principio de la guerra. La experiencia de las tropas norteamericanas en el norte de África fue fundamental para su éxito posterior. También ayudó que muchas divisiones alemanas estaban ocupadas en Italia. Pero Roberts arguye que la ofensiva italiana se volvió contraproducente una vez que los aliados pasaron de Roma, lo cual contribuyó poco a la derrota final de Alemania. Roberts se da cuenta, para su crédito, que ni los norteamericanos ni los británicos tenían el monopolio del conocimiento militar. Demasiados escritores de antes y de ahora se inclinan a defender a los estrategas de su propio país.

Por su parte, Brooke descalificaba a todo aquel que no estaba de acuerdo con el. De Marshall escribió en su diario: “Un hombre grande y un gran caballero, que inspiraba confianza, pero no me impresionó por sus habilidades cerebrales.” Tal disparo era una reflexión de la personalidad severa de Brooke. Un subordinado lo llamó “implacable, decisivo, impaciente al punto de la grosería, remoto.” Encontró a su par en el jefe de operaciones navales norteamericano, el Almirante Ernest J. King, un anglófobo bebedor, descrito por un oficial británico como “poco diplomático, insignificante y parroquial; un disciplinario rígido y de mal carácter.” En una reunión un de los participantes recordó, “King casi salta por encima de la mesa hacia Brooke. Dios, que bravo estaba.”

Los choques entre los dos hombres pudieron haber dañado seriamente la unidad de los aliados, de no ser por la influencia e intervención del héroe no reconocido, el Mariscal de Campo John Dill, máximo representante militar británico en Washington. Conocido por su “sinceridad, modestia, franqueza, integridad y auto disciplina,” Dill desarrolló una amistad cercana con Marshall y jugó un papel importante en calmar los desacuerdos trasatlánticos. Después de su muerte, en noviembre de 1944, las interacciones entre los ingleses y los norteamericanos se volvieron notablemente más estridentes. Pero para entonces, ya la guerra estaba encaminada a ganarse.

El máximo triunfo en Occidente, según Roberts, tuvo mucho que ver con el sistema combinado de los jefes de estado que se montó en 1942, a pesar de las objeciones de Brooke. Esta estructura permitió que los planificadores británicos y americanos coordinaran sus esfuerzos. Los problemas que el personal no podía resolver se pasaban para arriba, lo cual le daba a Marshall y a Brooke un incentivo para llegar a un acuerdo por si solos. Un frente unido de oficiales superiores generalmente podía bloquear ideas mal concebidas, tales como el entusiasmo de Churchill por invadir Noruega. Esto les daba a los aliados una ventaja crucial sobre la Alemania Nazi, donde las locas confabulaciones de Hitler se implementaban sin que los profesionales militares pudieran ejercer mucha influencia restrictiva. El trabajo de un comité tal vez no sea el más glamoroso, pero en “Masters and Commanders” se muestra que puede ser de vital importancia, y también sorprendentemente entretenido.

Max Boot es un professor de estudios de seguridad nacional adscrito al Consejo de Asuntos Exteriores y es el autor del reciente libro “War Made New: Technology, Warfare, and the Course of History, 1500 to Today.”