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El horror con nombre propio

Rosa Náutica

p1eLuis Esteban G. Manrique

El arte del asesinato político

(Barcelona: Anagrama, 2008)

Los alegatos póstumos del abogado Rodrigo Rosenberg en un vídeo difundido tras su muerte, el pasado 10 de mayo, y en el que acusaba al presidente de Guatemala, Álvaro Colom, a su esposa, Sandra Torres, y a los directores del Banco de Desarrollo Rural (Banrural), uno de los más importantes del país, de planear su muerte y la de su cliente, el empresario Khalil Musa y su hija, conmovió al país por su carácter casi sobrenatural: la víctima de un asesinato volvía de la muerte para acusar al presidente de su país de su propio asesinato.

Todo es tan raro en Guatemala que aún eso es posible. En su más célebre novela El señor presidente (1946), el premio Nobel de Literatura guatemalteco Miguel Ángel Asturias cuenta la historia de un típico dictador latinoamericano de la vieja escuela. El tirano de la novela gobierna a través de una calculada administración del miedo, hasta el punto que hay algo de misterioso y mágico en su poder: nadie lo puede ver ni oír, pero su invisible presencia es ubicua en cada calle, en cada casa.

No hay otras noticias que las que él autoriza publicar en el único periódico del país. Al final, se convierte en un mito, en una pesadilla sobrenatural que convierte al país en una grieta por donde se puede vislumbrar el infierno. Por ello, comentó un viajero del siglo XIX, en Guatemala “hasta los borrachos son discretos”.

No es la primera vez que un asesinato político de gran relieve sacude al país. El 28 de abril de 1998 fue asesinado el obispo Juan Gerardi, dos días después de haber hecho público un extenso informe en el que se sostenía que el 90% de los hechos de violencia -asesinatos, torturas, desapariciones, exterminios colectivos…- ocurridos durante los 37 años de guerra civil en el país habían sido obra de las fuerzas armadas y policiales.

El documento Guatemala: Nunca más era el resultado de un ambicioso proyecto de investigación que había durado tres años y movilizado a más de 6000 voluntarios. “El horror con nombre propio y apellidos”, lo llamó la prensa local, aludiendo a las más de 50.000 víctimas de la guerra civil que identificaba.

El caso 4.761 (Chel, Chajul, Quiché) es emblemático, aunque es sólo uno más de los muchos consignados: “El 19 de marzo de 1981 llegó el ejército a la aldea de Chel, sacó de la iglesia a 95 personas que estaban rezando, después se los llevaron al río que está a las orillas de la aldea y allí los masacraron con cuchillos y balas. Con ese hecho la gente se asustó y salió huyendo a la montaña donde también fueron perseguidos con helicópteros. Los responsables son el Ejército y las patrullas civiles…”

El magnicidio de Gerardi ha sido objeto de dos excelentes reportajes de investigación publicados en formato de libro: El arte del asesinato político del escritor guatemalteco Francisco Goldman, que acaba de publicar en España Anagrama y calificado por el New York Times como una de las 10 mejores obras de no ficción publicadas el año pasado en EEUU, y ¿Quién mató al obispo? Autopsia de un crimen político, de los periodistas Maite Rico de El País y Bertrand de La Grange de Le Monde.

Sin embargo, sus respectivas conclusiones son diametralmente opuestas, lo que refleja la intrincada trama de -múltiples- conspiraciones que condujeron al asesinato de Gerardi. Y también la sensación de impunidad reinante en un país con una tasa de 47 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2008, la mayoría de los cuales quedan sin castigar.

Es muy probable que lo mismo vaya a suceder con el caso de Rosenberg, muerto a tiros cuando paseaba en bicicleta cerca de su casa en un barrio elegante de la capital. El asesinato de Gerardi, según el veredicto del tribunal que juzgó el caso, fue una ejecución extrajudicial metódicamente planificada y llevada a cabo por operativos y especialistas de los aparatos de inteligencia del Estado, un crimen de motivaciones políticas pero cuidadosamente perpetrado y encubierto con un ingenio diabólico para darle la apariencia de un crimen común.

El telón de fondo del asesinato del obispo Gerardi es sobrecogedor: un país donde niños de 13 años asaltan tiendas de barrio armados con granadas y ladrones de coches y secuestradores que merodean armados con fusiles de asalto M-15 y AK-47 con “apoyo logístico” proporcionado por sus socios y jefes mafiosos de la policía y el ejército, y en el que las maniobras desestabilizadoras del Estado están a cargo de aparatos clandestinos de seguridad y psicópatas que matan por placer.

Para el hipertrofiado aparato de los servicios de inteligencia -el llamado ‘poder paralelo’, para el que el ejercicio del poder es una mezcla de crueldad, corrupción, violencia y astucia-, el obispo Gerardi suponía una amenaza porque cuestionaba su capacidad de cometer crímenes con impunidad.

Y para ello tiene muchas piezas de ajedrez y un tablero muy grande en el que jugar: aviones cargados de cocaína, teléfonos intervenidos, llamadas de amenazas y correos abiertos, periodistas y jueces cómplices, informantes e infiltrados ubicuos…

En su primera obra de no ficción, Goldam aborda el caso Gerardi como si se tratara de una novela policíaca o un thriller de política ficción -a la manera de Gabriel García Márquez en la Noticias de un secuestro– y en la que los verdaderos héroes son los “intocables”, el nombre que se dieron a sí mismos, medio en broma medio en serio, un grupo de jóvenes investigadores de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado que decidieron investigar por su cuenta el asesinato.

Con la invalorable ayuda de un puñado de fiscales y jueces ajenos a la corrupción endémica en Guatemala, sus esfuerzos condujeron a un juicio histórico y a condenas ejemplares contra los perpetradores del magnicidio.