Por Prodavinci | 20 de julio, 2009

2519107652_50dda0acbc_bPor Rodrigo Blanco Calderón

“La fuga de capitales es una metáfora perfecta del terror actual”.
Crítica y ficción. Ricardo Piglia

Y es también una metáfora de los valores que imperan en las sociedades contemporáneas. Y una metáfora de las metáforas que usan esas sociedades para manejar sus anhelos y sus temores. Digo esto pues el dinero, tanto la noción abstracta como el contante y sonante, es una metáfora.

Según tengo entendido, los billetes y monedas que circulan son el equivalente, en el Tesoro Nacional, de las respectivas cantidades que expresan. De hecho, cada billete (de los venezolanos, al menos) tiene una discreta leyenda que dice, debajo de la denominación, “Pagaderos al portador en la oficinas del Banco”. ¿Qué quiere decir esto? ¿Que al presentar ese billete que creemos auténtico se nos va entregar uno verdadero? ¿O es que nos van a dar una pepita de oro que represente lo estipulado en el billete? Más allá de estas preguntas, producto de mi ignorancia en la materia, lo que se impone es la sensación o la certeza de que el dinero (el verdadero dinero o aquello que el dinero vendría a expresar) siempre está, como dice Rimbaud con respecto a la vida, en otra parte.

Siguiendo la estela de estas imágenes, el ahorro sería una metáfora del sedentarismo y la inversión lo sería del viaje. ¿Y la fuga de capitales, tanto en magnates como en pequeños burgueses, qué sería? Una metáfora del exilio. Una manera de depositar nuestra alma a buen resguardo, mientras el cuerpo permanece en un espacio que es hogar y que, sin embargo, por las amenazas de una inestabilidad económica y social, puede llegar a transformarse en cárcel. Una manera de decirle a los gobiernos de turno que ellos, los individuos, también están en otra parte. Como si al tener una cuenta en el extranjero, el precavido se convirtiera a sí mismo en un billete (de salida), una sombra platónica de una realidad ideal y externa (y casi siempre mayamera).

No obstante, tengo la impresión de que el grueso de la población venezolana no pertenece ni a los que ahorran, ni a los que invierten ni a los que abren una cuenta en el extranjero. En Venezuela son legión aquellos que queman el dinero en los gastos del día a día, aquellos que con las justas tratan de honrar todos sus compromisos vitales. ¿Cuál sería la metáfora de esta legión? Al no ser ni sedentarios ni viajeros ni exiliados, su condición parecer ser la del fantasma, o la de alguna especie de entidad que permanece en algún lugar agazapada. Ser fantasma es aceptar con mansedumbre el destino de la inmaterialidad. Ser conjurado es resentir ese destino y estar atento para propinar el zarpazo de la venganza.

Esta última opción, literariamente, es la más atractiva. Raskólnikov sería como el santo patrono de esta causa. Aunque al final se arrepienta, su práctica y su teoría del rencor son una afinación del sentido hamletiano del olfato. Ese saber, desde una verdadera cercanía con el detritus de la sociedad, que hay algo en todo esto que huele mal.

Augusto Remo Erdosain, protagonista de Los siete locos de Roberto Arlt, es un sacerdote ejemplar de esta orden desesperada del crimen y el castigo. Y no es de extrañar, ya que Arlt fue un gran lector de Dostoievski y supo reconstruir en la Buenos Aires de finales de los años veinte un drama moderno y global. Erdosain, miserable cobrador de una compañía azucarera, es despedido al descubrirse que ha robado seiscientos pesos a la empresa. Es entonces que decide unirse a otros seis personajes igualmente empobrecidos para tramar un complot. Éste buscaba, nada más y nada menos, que la creación de un nuevo orden mundial: un gobierno que en la superficie de su discurso fuese de corte socialista y que, en secreto, estuviera sustentado económicamente mediante la creación de lupanares a lo largo y ancho del mundo. El complot, por supuesto, jamás prospera y Erdosain termina suicidándose (esto sucede en la segunda parte de la historia, titulada Los lanzallamas).

Por su parte, Ricardo Piglia, gran lector de Arlt, compone una verdadera tragedia moderna con visos de herejía. Se trata de Plata quemada, novela que empieza con una frase de Bertolt Brecht que, más que un epígrafe, parece una declaración de principios: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”.

La historia empieza en Buenos Aires, en el año 1965. El gaucho Dorda, El cuervo Mereles y el Nene Brignone roban el camión de un banco que transportaba dinero para pagar los sueldos de la municipalidad. Huyen a Montevideo, se encierran en un apartamento y luego sostienen una lucha feroz durante días contra un batallón de policías. Antes de caer abatidos, los antisociales queman el dinero robado y lo arrojan por la ventana, encendiendo la ira de la comunidad. Poco después, el narrador recapitula la escena en una declaración excepcional: “Y después de todos esos interminables minutos en que vieron arder los billetes como pájaros de fuego quedó una pila de ceniza, una pila funeraria de los valores de la sociedad”.

Otra opción, menos dramática y discretamente épica (y la épica en la época moderna, desde El Quijote, conduce a la locura), es la que asume Héctor Pereda, abogado retirado, viudo, porteño, que después del desplome financiero del 2003 en Argentina, decide abandonar la ciudad y volver a una antigua hacienda familiar del Sur. Allí Pereda se convertirá en un gaucho, en pleno siglo XXI, trastornado, ciertamente, por la crisis económica y también por la lectura exacerbada de Jorge Luis Borges, quien creó al personaje Juan Dahlmann que a su vez leyó exacerbadamente a José Hernandez, autor de Martín Fierro. Este relato al que hago referencia se titula “El gaucho insufrible” y completa con la locura el abanico de trágicas alternativas (asesinato, robo y suicidio) a esa incapacidad poética de la mayoría de la gente para captar la metáfora elusiva del dinero.

Una última incomodidad puede que sirva como conclusión. A pesar de que todas las obras señaladas denuncian sin sacrificios estéticos la podredumbre de la manzana, su esencial inmoralidad, el destino que devora a sus personajes no es menos terrible ni más encomiable. ¿Qué hacer?, es la pregunta que se impondría si no fuese por el hecho de que Lenin se la planteó hace mucho tiempo y con consecuencias igualmente desoladoras. Mientras aparece una respuesta digna, persistiré en esa otra fantasmagoría, en esa resignación gustosa, que es mirar el mundo desde la literatura.

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Este artículo de Rodrigo Blanco Calderón forma parte de la conversación sobre ahorro e inversión que sostenemos en Prodavinci.

Foto: Páez

Prodavinci 

Comentarios (3)

Ray Peña
21 de julio, 2009

Excelente. Este artículo me hizo recordar el caso de la jueza que sorprendida en su apartamento con el botín, decidió lanzarlo por la ventana!!

joseantoniogonzalez
21 de julio, 2009

Venezuela ha sido por decadas,un pais con una economia enferma,donde su caracteristica principal es que la sociedad vive a expensas del Estado,y no a la inversa como debe ser,en una sana administracion.y por otra parte el Dolar es usado como arma politica trayendo como consecuencia distorsiones abismales en la economia del pais.

Alexis Páez
6 de agosto, 2009

Eso de la metáfora del dinero es como la metáfora de la verdad: quien cree poseerlos se ubica a sí mismo en una posición superior y así se comporta. Al final, tanto el dinero en tanto representación de poder y la verdad como adecuación para impartir justicia, bien sea para crucificar o absolver son circunstancias inevitables que nos toca vivir a diario y cargar con ellas. No me imagino una sociedad donde los poderes no utilicen estos dos elementos para perpetuarse y aumentar cada día la lista de razones para justificar porque son “mejor alternativa” que otra cualquiera diferente.

Aprovecho para agradecer el crédito por la fotografía.

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