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El rostro descosido

La imagen que vuelve

juliannemoorePor Antonio López Ortega

Una encuesta de estos últimos años que la revista Gatopardo solía hacer a personalidades reconocidas tenía una pregunta ingeniosa: “¿Qué lo haría cambiar de acera?” Leí la respuesta de un periodista colombiano y la suscribí por completo: “Julianne Moore me haría cambiar de acera”. En efecto, sería innecesario listar la larga cantidad de películas que esta hermosa y versátil actriz norteamericana ha protagonizado desde al menos dos décadas. Un forzoso resumen de las más transcendentes debería incluir Boggie Nights (1997), The End of the Affair (1999), The Shipping News (2001), Far from Heaven (2002) y The Hours (2002), piezas en las que la reconocemos como prostituta, amante, viuda, esposa devota o madre que abandona a su único hijo para seguir sus preferencias sexuales. En cada una es la misma y es miles, en cada una su fuerza dramática se impone por sobre las tramas que la acogen. Con su tez pálida, cabellera pelirroja y rostro entre intrigante y evocador, la Moore es hoy por hoy una de las mayores actrices del momento. De sólida formación teatral, consciente como es de su talento, el vedettismo no la ahoga ni la compromete. Más que una figura del star-system, es una actriz para asumir roles inolvidables, de carácter. De allí que los mejores directores la busquen y la valoren como pocas.

Ocurre con la Moore lo que acaece con los grandes actores: su temple dramático, su capacidad histriónica, sobrevive aún en las películas que dejan cierta desazón. Con la muy reciente Freedomland, del director Joe Roth, lanzada al ruedo en 2006, interpreta el papel de una mujer que pierde a su hijo en un descuido hogareño. La trama evidencia su desventura en las escenas finales, pero durante las casi dos horas del filme vemos a una actriz que, al no poder asimilar la imagen de la pérdida, se va inventando y reinventando todas las fórmulas posibles del asesinato. Engarbada en un abrigo de bolsillos anchos, despeinada en todas las secuencias, sin un solo tinte en la cara más empalidecida que nunca, la Moore postula un rostro cuarteado por el llanto, enrojecido por el dolor inconsolable, paralizado por una congoja en su más alta dosis de pureza. ¿Cómo lograr sostener tal estado anímico sin que el rol no le haya removido las entrañas? Tiene que haberse impuesto la Moore un condicionamiento extremo para lograr lo que allí logra actoralmente.

La película llega a transformarse en un taller de actuación, como si estuviéramos en el ‘Actor’s Studio’ y nos obligáramos a ver una lección, un modelo, una cumbre. Se trata de interpretar, en pocas palabras, el rol de una madre que mata por error. Y ese acto accidental la carcome de por vida, la consume de culpa, la devora sin remedio. No hay instancia a la cual acudir, no hay compañía, no hay consuelo. Vivir y revivir la escena como una noria, como un carrusel que en una de sus vueltas le trae el rostro del hijo muerto, pelirrojo como ella, viéndola como la pudiera ver si estuviera vivo, consolándola desde el más allá.

Vale la pena sentarse y ver esta hazaña, esta tibia hazaña de rostro descosido: la Moore en el hueso, en el engaño, en la culpa, en el desconsuelo. Todos sentimientos bajos, todos como una auscultación de lo más profundo del alma. La vida sin continuidad, la vida como una cárcel. Ese rostro que ve y no se detiene en nada, ese rostro que sólo ve hacia adentro, ese rostro que sólo evoca la pena como el más sutil de los refugios.

Antonio López Ortega

Foto: Ultimate Graphics