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Escalera hacia ninguna parte

La imagen que vuelve

jacobs_ladder-1Por Antonio López Ortega

Me gustaría recuperar, aunque sea por breves instantes, algunas escenas o imágenes de una película olvidada: me refiero a Jacob’s Ladder (1990) de Adrian Lyne. El británico Lyne es un caso de cineasta bastante convencional, preferido de los grandes estudios hollywoodenses, que sabe cruzar destreza técnica con fuertes aderezos comerciales. No es un autor al que se le recuerde de manera especial (apenas una nominación al Oscar como mejor director por Fatal Attraction), pero el gran público o generaciones varias han estado marcadas por sus películas. Flashdance (1983), por ejemplo, puso a toda la juventud a bailar al calor de los colegiales que se formaban en artes escénicas en un estudio neoyorquino; 9½ Weeks provocó un striptease de Kim Bassinger con sólo un sombrero en la cabeza; Fatal Attraction (1987), con la memorable actuación de Glenn Close, nos recordó que las relaciones extramaritales pueden ser la puerta del infierno; Indecent Proposal (1993) logró que Robert Redford pasara una noche con Demi Moore previo abono de un millón de dólares; y más recientemente en Unfaithful (2002), la belleza madura de Diane Lane no entiende por qué se arroja en tórrido romance a los brazos de un francés bohemio que termina asesinado por un esposo de corazón descosido.

Me detengo, sin embargo, no en la filmografía anterior sino precisamente en una de sus películas menos comentadas. Y es que la misma apuesta narrativa de Jacob’s Ladder quizás sea su atractivo mayor, su única razón de ser. Robándole un título reciente al novelista español Javier Cercas, Jacob’s Ladder postula la “anatomía de un instante”, esto es, el delirio o viaje mental de un soldado de Viet-Nam que es sometido como conejillo de Indias a pruebas toxicológicas que deberían llevarlo a tener mayor reciedumbre, rabia o coraje a la hora de enfrentar a sus enemigos. Las pruebas en torno a la alucinante droga, precisamente llamada ladder (escalera), resultan un verdadero fiasco y provocan que los compañeros de Jacob, miembros del mismo pelotón, se entrematen sin piedad. Las imágenes del inicio son las mismas del final: Jacob herido de muerte en una camilla, atendido en una carpa médica improvisada, con los enfermeros que golpean su pecho para revivirlo. La película es en verdad los cinco, diez o quince minutos que la mente de Jacob tiene para divagar a sus anchas, para recuperar algo de libertad o para fundir pasado y futuro en un solo discurso visual de carácter aluvional. Las pistas de la narración no las tiene nadie, y menos el espectador, que divaga junto a Jacob creyendo que su vida recuperada es tal y no la pesadilla de un moribundo. Siguiendo la técnica de Julio Cortázar en el relato “La noche boca arriba”, el final se revela en las últimas cuatro líneas o en las últimas cuatro escenas: Jacob está muriendo y su mente se aferra a la vida como quien ata imágenes disfuncionales.

Mención especial merece -y cuidado si todo el efecto de la película se le debe enteramente- la actuación del gran Tim Robbins, quien interpreta a ese ser cansado, sin origen, que cree recuperar su vida post-bélica en medio de oficios y relaciones menores. Ese pasajero de metro, ese cartero predecible, ese ser inexpresivo que se enamora de una latina también residual, permiten intuir que el futuro conquistado por la mente no existe y que lo que el moribundo proyecta como espacio vital es una excrecencia de la muerte. Sorprenden las imágenes en que los efectos de la droga, claramente alucinógenos, convierten a los pasajeros de un vagón de metro en monstruos vibrantes o criaturas infernales. La quietud no será nunca tal, ya se ha dicho, ni siquiera en esa escena postrera en la que Jacob cree recuperar a su hijo muerto, brillo solar que lo espera en el piso superior de una casa al que sólo se llega, curiosamente, por una escalera. Pero no hay ascenso en esta narración de destrucción humana sino descenso a los infiernos. La alocada mente, en verdad, sólo fabrica tiempo, sólo ensaya la creación de sentido, sólo trata de forjar vida en donde todo es condena y epitafio. La ansiada escalera de Jacob no lleva a ninguna parte.

Antonio López Ortega