- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

La imagen que vuelve: Uñas sucias

alien-posterPor Antonio López Ortega

Se nos olvida con frecuencia que la nave que transporta a los pasajeros de Alien (el clásico sci-fi de Ridley Scott, lanzada al ruedo en 1979) es un vehículo de carga, de desechos metálicos o de minerales, que viene atravesando el espacio de vuelta hacia la Tierra. Esa imagen inicial que se ve flotar impresiona mucho porque se trata de una mole de varios miles de toneladas, donde el espectador puede suponer una era industrial en decadencia. Lo que el ‘Nostromo’ transporta (nombre con el que Scott quiere homenajear a Joseph Conrad) es detritus metálico y, por añadidura, los siete venerables tripulantes son casi human trash. Este regodeo con la periferia, este olvido sideral en el que flotan personajes perfectamente prescindibles, me parece uno de los mayores aciertos del filme de culto, porque sobre la sombra residual que es esa humanidad a la deriva otra sombra más definitiva -la de la monstruosidad y sus derivados- se impone con crueldad absoluta. Me quedo con esa clase obrera que no va a ningún paraíso, sucia y sudada, que camina por los pasillos oscuros en camisetas manchadas de aceite. Los actores Yaphet Kotto y Harry Dean Stanton, reclamón el primero y desvaído el segundo, llevan además la vocería de un sindicato en formación y tratan de ganarse para la causa el descontento de los otros porque la empresa dueña del ‘Nostromo’ ofrece siempre mala paga.

Son entonces estos obreros olvidados, más los oficiales de vuelo, los que enfrentan a la criatura mortal, o alien, en un filme que recoge los mejores ingredientes de la novela gótica. Pasamos de encierro en encierro, curiosamente, y desde los vastos paisajes espaciales, la vasta fortaleza que es el ‘Nostromo’ se revela como la más estrecha de las cuevas. La vida termina siendo un reducto, como lo es la condición obrera, al punto de que la misma escena de cierre ocurre en la nave auxiliar en la que se refugia la heroína Ripley (inolvidablemente interpretada por Sigourney Weaver) para abandonar el ‘Nostromo’ y hacerlo estallar con el alien en sus entrañas. Curiosa metáfora la de acabar con un cuerpo infinito por la sola sospecha de que un virus pueda condenarlo a muerte.

Pero a la par del encierro espacial, que va creciendo conforme el desenlace llega, el británico Scott se las ingenia para traducir esa sensación de estrechamiento progresivo en tomas cada vez más cerradas, pues recordemos que el clímax de la película se produce cuando la teniente Ripley decide activar el mecanismo de autrodestrucción del ‘Nostromo’ y huir agitadamente, entre chorros de presión y luces estroboscópicas, hasta la nave auxiliar. A partir de ese momento, con sirenas de alarma como único sonido de fondo, todo se reduce a una secuencia de close-ups en los que vemos hasta los poros sudorosos de la joven actriz Weaver, cuyo rostro lozano se ve invadido por motas de hollín, anuncio profético de que la belleza también está condenada al polvo que todo lo redime. Pero si me dan a escoger, dentro de todas las secuencias de este filme proverbial, una sola imagen con suficiente poder sintético, me quedaría con aquella en la que Ripley viene subiendo por una escalerilla de auxilio y, al llegar al tope, especie de escotilla ferrosa, un cambio de plano del genial Scott sólo nos permite ver un primerísimo plano de la mano de Ripley con las uñas sucias. Uñas sucias, me digo, que son las de la pobreza, las del detritus, las de la insalubridad, las de la feminidad perdida, las de la monstruosidad en ciernes, las de la clase obrera en vías de extinción.

Para mayor monstruosidad, no recordemos al alien, señuelo fácil que caza humanos a su antojo y también a espectadores desprevenidos… Para mayor monstruosidad más bien recordemos las uñas sucias de Sigourney Weaver.

Antonio López Ortega