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Diario: Modernidad y diarios íntimos

Valencia, sábado 18 de abril de 2009

El siglo XVIII, el del “Ancient Régime”, un siglo donde todavía los reyes podían pasear tranquilamente por sus dominios, sin que a una agitada turbamulta se le ocurriera separar la real cabeza de sus hombros, fue un tiempo de correspondencias, de cartas, de misivas. Hombres y mujeres, escritores o no, se demoraban largas horas en el cultivo de este género exquisito.

Una expresión de ingenio, el atributo más considerado en ese entonces y que tanto añoramos ahora. Todos en el setecientos escribieron cartas. Como siempre, unos más que otros. De la Correspondance de Voltaire guardo en mi biblioteca cuatro dilatados tomos en la colección Pléiade, y no llegó ni siquiera a la mitad de la edición completa. La sola vista de los incontables de la de Rousseau me frustró en mi encomiable propósito de poseer todas las cartas del culpable de todos los males contemporáneos, con aquella peregrina idea de que el hombre era bueno. En Inglaterra ocurría lo mismo. Igual en Italia, Alemania y Rusia. En España, no sé. El siglo XVIII fue el Siglo de las Luces y de las cartas.

En cambio, el XIX fue el de los diarios íntimos. El romanticismo es la poética de la burguesía triunfante. Y un buen romántico se ocupa menos de los demás que de su propio, inflado y atormentado ego. El cual, además de esas claras virtudes, tiene la responsabilidad de ser su único interlocutor, el único que vale la pena. Así que deja de escribir cartas (hay excepciones, y muchas, lo sabemos) y se escribe a sí mismo en sus diarios. Cuando dice, “Querido diario…”, quiere decir, “Querido yo…” Y se contaba las desdichas provocadas por la indiferencia de una sociedad que insistía en que había asuntos más interesantes que él. La profesora Simonet-Tenant (Université Paris XIII) propone una explicación:

La conjunción de varios factores permite explicar el desarrollo de la prác-
tica del diario íntimo durante el siglo XIX. El desmoronamiento de la no-
bleza teócrática trastornó el orden social. Y el cuestionamiento de un consenso
político y religioso, hasta ese momento claramente definido, dejó un vacío
que propiciaría un sentimiento de inseguridad en el individuo. Atrás quedaron
los tiempos en los que una persona se definía en relación a una ley que estaba por
encima de ella. El ascenso de la burguesía y la aceleración de la movilidad
social estimularon la duda del individuo sobre su lugar en el mundo. En un
período de fracturas donde la sociedad feudal y monárquica se desintegraba
ante el empuje del individualismo liberal, la relación del yo se vivía de
manera problemática. No fueron pocos los que experimentaron una sensación
de divorcio entre las aspiraciones de la persona y la llegada del industrialismo
burgués. El repliegue sobre sí mismo se impuso como último recurso.


(Le journal intime, 2001)