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Diario: Necrofilia y modernidad

Valencia, 17 de abril de 2009

No es de los más sanos el aire que se respira en Venezuela, “something is rotten”, como diría el príncipe de Dinamarca. La incertidumbre se ha impuesto como el sentimiento dominante y lo invade todo. Ser inseguro se ha convertido en una forma de vida. Vivimos la inseguridad como algo normal, como si todo el mundo en todas partes viviera así. Nos parece natural no poder quedarnos hasta tarde fuera de casa; hacer el testamento antes de salir al teatro; ver como por última vez a los seres queridos si se nos ocurre ir al cine en la funciones más nocturnas; convertirnos en suicidas si se nos ocurre dar la vuelta a la manzana después de la cena para pasear, simplemente, o encender un puro.

Por supuesto que lo hacemos, la mayoría lo hace, pero no son todos los que regresan para contar cómo les fue. Regresar vivos ya es lo anormal. Si la administración actual fuera más sofisticada diríamos que se trata de una política de estado. Una variación de la consigna tradicional que se traduce en algo como, “Fragmenta y vencerás”. La fragmentación no se ha limitado a la insensata política de los que hacemos oposición al régimen. Va mucho más allá y más adentro. Hablemos en términos existenciales. En su aspecto emocional, la existencia del venezolano nunca se ha visto más fragmentada. Se encuentra en un espacio donde no se siente cómodo (Venezuela) y suspira por otro (el exterior) donde cree que será feliz. Pero aquí es oportuno recordar la vieja fábula del zorro en su versión íntegra y verídica: después de consolarse afirmando que las uvas estaban verdes, el zorro regresa con una escalera y agarra el racimo. Para su sorpresa y desencanto, las uvas, de verdad, estaban verdes. Así, la seguridad emocional y existencial, individual y colectiva, ya no parece ser una aspiración unánime. Lo que corresponde es seguir avanzando por la cuerda floja que pareciera no tener fin. Pero no se trata sino de una confusa apariencia. Hay que seguir caminando, con atención nunca exagerada, porque más allá nos espera la tarima de la historia, esperando que volvamos a escribirla, esta vez con mayor lucidez.

NECROFILIA Y MODERNIDAD

El inquietante sentimiento de atracción por la muerte y todas las imágenes que la rodean es una de las herencias del romanticismo que apenas si comenzamos a superar. Goethe, en su Segundo Fausto , se lo critica a los jóvenes poetas. Pero lo hacía desde la posición del renegado. Su primer gran héroe, y acaso el más difundido, Werther, no resistió los llamados de la pálida y se entregó a sus brazos con pasión de enamorado. Detrás de su decisión ficcional estuvo el suicidio, bien real, de cientos de jóvenes por toda Europa que imitaron al melancólico personaje. Fueron muchas las actitudes del romántico que el hombre moderno logró superar. Pero la necrofilia resistió los intentos de la modernidad temprana para desprenderse de la subjetividad recibida. Una de las razones es que los jóvenes artistas y poetas entraron en la muerte una manera de perturbar la conciencia burguesa, tan contenta ella después de haber tomado el poder en 1789 y haberlo consolidado en las revoluciones de 1830 y 1848. Lo único que molestaba a esa burguesía todavía inmadura era la idea de la muerte. Había superado la angustia religiosa, si alguna vez la tuvo, y las otras angustias, creativas, expresivas, existenciales, metafísicas, nunca fueron motivo de sus insomnios. Ser necrófilo se convirtió en la forma más sofisticada de “épater le bourgeois”. Los poetas lo sabían y convirtieron la necrofilia en una poética y una crítica al bienestar de la más burguesa de las burguesías, la misma que había prendido los mechurrios a los asaltantes a la Bastilla. El gran Baudelaire, el primero entre los modernos, fue pródigo, como su maestro Poe, en la imaginería mortuoria. Como en este texto, y es sólo uno de ellos, de Las flores del mal:

“Remordimiento póstumo”

Cuando duermas, mi bella tenebrosa,
en el fondo de un monumento de mármol negro,
y cuando tengas por alcoba y mansión
una cueva lluviosa y un hondo foso,

cuando la piedra, oprimiendo tu pecho tenebroso
y tus costados, blandos de suave molicie,
impida querer y latir a tu corazón,
y a tus pies detenga en su vida de aventuras,

la tumba, confidente de mi sueño infinito
-porque la tumba siempre entenderá a los poetas-,
durante esas largas noches sin sueño,

te dirá : “¿De qué te sirve, cortesana imperfecta,
no haber conocido lo que lloran los muertos?
mientras el gusano te roe como un remordimiento.

La necrofilia moderna fue legitimizada por el genio de Baudelaire. De este modo, la enfermiza inclinación se convirtió en atributo de la estética moderna. Morir de amor era la aspiración suprema. Isolda como la amante perfecta. No obstante, fueron males más prosaicos los que diezmaron a los jóvenes del siglo XIX. Los más cayeron víctimas del ajenjo criminalmente destilado, la sífilis con su locura y las andanzas del bacilo de Koch. La muerte siguió siendo uno de los temas favoritos de músicos y poetas. Traviata, como Isolda, a duras penas llega al tercer acto. Y Mahler reserva su sensibilidad para cantar la muerte de los niños. En un principio confundida, la burguesía, más madura a finales de siglo, superó su desazón y le dio la bienvenida a la necrofilia como asunto del arte y la poesía. Al fin y al cabo no fueron pocas las muertes provocadas en su vertiginoso ascenso al poder.