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Il boccon divino: Un vietnamita del 68 en París

I.

Cuarenta años después, todavía parece temprano para hablar con alguna objetividad, una objetividad que, por supuesto, nosotros los que estuvimos allí, y éramos lo suficientemente jóvenes para vivirlo, nunca tendremos ni queremos tener, que es la única manera que nosotros, “soixanthuitards”, tenemos para tratar de entender lo que nos pasó y, sobre todo, lo que no nos pasó, que íbamos a instaurar una república “comunarde”, nueva, libre y libertaria; que la Sorbona la íbamos a cambiar; que los obreros de la Renault y nosotros, etc. Apenas si llegamos a inventar la juventud, aquel maravilloso, inimaginado e inimaginable sentimiento perdido de irresponsabilidad, el cual, mucho me temo, las nuevas generaciones, tal vez con razón, repudian, amparados en frases como aquellas de, “nosotros después de tres o cuatro salidas nos vamos juntos a la cama y eso es todo”, o “el año que viene me voy por una temporada a Madrid porque esto me cansa”.  En nuestro tiempo, y hablo del siglo pasado, uno se iba a la cama en la primera salida, pero eso no era todo. Había una ideología del eros que, Jean Paul aparte, consideraba poco menos que obsceno meterse debajo de las sábanas con alguien con el cual apenas si la amistad nos unía. La amistad era la amistad y el sexo era el sexo. Para bien de la sociedad capitalista todo ha cambiado. Dos tangos, una botella de malbec y una puesta de sol en la montaña son suficientes para crear esperanzas en una huída hacia adelante, poco importa lo que quede atrás. Ande yo caliente y ríase la gente. Al fin y al cabo, atrás solo pueden quedar los sueños rotos de una generación menos ávida y más ilusa. Sobre las cenizas de nuestro monumento a Dioniso se ha levantado el menos improbable monumento a Narciso. La clase se tiene o no se tiene.

Se me ocurre todo esto después de una botella del celebrado GEVREY CHAMBERTON LA COMBE AUX MOINES 1990 de Philip Leclerc, apurado en la mesa de fondo de TAN DINH, el mejor restaurant vietnamita fuera de Saigón.

II.

Robert Vifian, con Fredy, su hermano y père Vifian, el padre, es un soixanthuitard salido de una novela que Margarite Yourcenar, habitué de TAN DINH, dejó inédita, o no alcanzó a terminar. Adicto al arte contemporáneo (la suya es una de las mejores colecciones de arte contemporáneo de la ciudad) llegó a esta capital justo en 1968, cuando todos teníamos veinte años. Cuando pensábamos que Saint-Germain era el centro mismo del universo y la agresión policial era un crimen de lesa humanidad solo comparable al genocidio armenio. Tal vez de allí le viene a Robert esa actitud de comprensión inagotable, de budista militante, propia de aquellos que han conocido el espantoso Hades, nada menos que Vietnam durante la ofensiva Tet. De lo que hablo es de esa rara calma que se siente apenas entramos a su restaurant en rue de Verneil. Un templo a una de las culturas más sofisticadas de Asia (la vietnamita). Una sensación que se reafirma al abrirnos paso en el menú de las más variadas materias primas. Esa convicción nada terca, por lo demás, en las virtudes de una cocina de “terroir”, en que todas las cocinas son buenas solo cuando son buenas. TAN DINH es una pieza de uso público salida del Museo Gamet, una experiencia en el milenario Saigón antes de que Saigón fuera francés o norteamericano. La filosofía gastronómica de los Vifian es la más irrefutable: la cocina vietnamita es vietnamita y la francesa es francesa. Nada de “crème frais” aquí o, por lo mismo, apurado foie-gras. Se comienza el convite con las mini lumpias envueltas en hojas de lechuga y yerbabuena, para seguir con los langostinos tempurizados con una salsa casi invisible, casi inexistente y casi inolvidable, y continuar con el “bar de ligne” a la plancha, en su piel, apenas cocinado, familiar en su turgencia y bañado en una sombra de jugos levitatoria. Para terminar, agradecidos, con el lomito salteado con sus olores a templos perdidos en medio de la selva indochina. Así, puede seguir la experiencia que es una invitación a reflexionar sobre la vida, a creer, por un par de horas, que la existencia es algo más que el reflejo de uno mismo, que el sesenta y ocho se perdió, pero quedan pensamientos como el de Robert, seguros de que la armonía es un don precioso sino el más precioso y que no siempre los días están cargados de traición, como diría Jean-Paul. El budismo de Robert, cuarenta años después, es el más bienvenido. Si alguna duda cabe, se recomienda alguna selección de la cava, con más de once mil etiquetas, que este personaje de Margarite Yourcenar, con Fredy, e Isabel, esposa y musa de todas sus empresas, ofrece a los indecisos. Tan Dinh, de la manera más apropiada, quiere decir, en vietnamita, “nueva vida”.