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Caracas. 7.10 am.
Después de una noche irregular (soñé que estaba en un almuerzo campestre en una isla del Mediterráneo donde no conocía a nadie) y una mañana sobrecargada de negativas energías, no está mal acogerse a las bondades de un cuarteto de Haydn. En este caso, el Op.1 No.3, que comienza con un adagio, dulce como una mañana de diciembre. Un triunfo de esa racionalidad a la cual he aspirado siempre y conocido poco. La demencia, en todas sus formas, desde la locura profunda, que conocí de la mano de mi pobre tía Yolanda, cuando tenía yo seis años (es probable que la haya conocido antes, pero no recuerdo) hasta las manifestaciones más variadas de histeria y neurosis.
Algo tengo que parece atraer a estos trastornados que andan por el mundo acosados por sus fantasmas. Algo que tiene que haber estado en el origen de mis inclinaciones hacia la psiquiatría cundo estudiaba cuarto año de medicina. Conocer a fondo algo que sentía que me acechaba, desde fuera y desde adentro. Recuerdo esto al escuchar el cuarteto de Haydn. Así, me doy cuenta de que, durante todo el tiempo pasado desde la última vez, me ha hecho tanta falta como el analista a su paciente. Es como si Haydn (mi querido analista) hubiese estado de viaje y regresado apenas hoy. Ojalá se quede para siempre. Lo necesito, y no creo ser el único en estos momentos de flujos eléctricos descontrolados. Una vez leí que James Hillman había reconocido el fracaso de toda psicoterapia y llegado a la conclusión de que “Sólo la belleza cura”. Ahora escucho el tercer movimiento de la pieza de Haydn, “Adagio ma non tanto”, un fragmento traído de una visita al paraíso, cuando el paraíso era algo tangible, real, y la armonía una vivencia menos escurridiza. Una experiencia ciertamente nostalgiosa. Cuatro instrumentos cantando algo que, es muy probable, hemos conocido pero no sabemos, con seguridad, como volver a vivir.
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