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Diario de Alejandro Oliveros: 13 de febrero

Caracas, viernes 13 de febrero de 2009

Amanece nublado, con las últimas gotas de una lluvia que ocupó parte de la noche. Todavía oscuro, pero los pájaros han comenzado temprano su trabajo. Cantan y cantan lo que suena como una misteriosa sarabanda. De los amaneceres en esta ciudad añoro el canto de los gallos. Vivo en Valencia al lado de una señora andina, que todavía cría sus arrogantes aves en el centro mismo de la ciudad. Y pienso en el compañero del alma tan temprano, Aly Pérez, de Villa de Cura, quien, en el momento de su muerte, preparaba una selección de la poesía venezolana del gallo. No dormí mal. Muchos sueños y muy cortos. Algo así como fotogramas de películas por presentarse en “su sala más cercana”, que es mi propia cabeza. Algunos de ellos violentos, pero que, en su mayoría, no me involucraban de manera directa. El suicidio a pistola de un oficial nazi; el bombardeo desde unos barcos de guerra; el extravío de la dirección para volver a mi hotel en una ciudad, que si mal no recuerdo, era Buenos Aires; una piscina vacía; una mujer con las piernas abiertas y una linterna. Cosas así, “golosinas”, como diría un amigo, pero no pesadillas, “cauchemars”, en la adecuada expresión francesa. No me puedo quejar. No me siento cansado ni tomado por ese peso adicional, no computable, que Jean Paul llamaba “peso existencial”. Que no es peso del cuerpo, que pesa o no pesa, depende. El peso existencial siempre pesa, helas! No es que me sienta en el mejor de los mundos posibles, pero a esta hora, 7.45 am, mi alma comienza a sentir una leve y necesaria armonía.

Valencia

4.50pm

Nadie escoge lo que vive ni lo que ama. En esto, los griegos, y en casi todo, tenían razón. Edipo escogió vivir todo lo contrario de lo que la vida habría de depararle. Se decidió por la virtud y terminó en protagonista de las más inimaginadas transgresiones. Mutatis mutandi, algo parecido me ha ocurrido. Quise, y lo fui durante buena parte de mi existencia, ser un hombre sedentario. Me bastaban, mis libros, mis discos, mi bar y mis amigos. Pero los dioses habían pensado en otra cosa para mí. En primer lugar, me llevaron a trabajar a otra ciudad, con lo cual el proyecto sedentario se vio seriamente afectado. Aun sí, me limitaba a desplazarme a lo largo del eje Valencia-Caracas-Valencia, con algunos breves traslados al exterior. Pero esto dejó de ser así hace unos quince años. Y, en este momento, no es frecuente que pase treinta días seguidos en Venezuela. Decidí, como Edipo, una cosa y los dioses me escogieron otra. De sedentario de vocación a nómada por compromiso. No es un destino que me haya buscado. Pero, como todo destino que se respete, me fue impuesto desde arriba. No tengo nada contra los viajes, a los cuales debo no pocas de mis experiencias más gratas. Pero no me hubiese resultado “cuesta arriba” vivir toda la vida en el mismo lugar. Como Cavafy, en Alejandría. O Wallace Stevens en Hartford, Connecticut. Acabo de llegar a esta ciudad y no me atrevo todavía a sacar mis libros y libretas. No sé cuánto tiempo vaya a permanecer aquí. El traslado se ha convertido en mi existencia. Y, a estas alturas, no podría vivir sin él. A dónde sea, a Caracas, a Ferrara, Cartagena, Pereira, Bari, Roma, Nueva York, Venecia, Tournon. Este texto de Cavafy podría tomarse como un consejo, y no sólo para mí:

Aunque no puedas hacer tu vida como quieras,
inténtalo al menos
cuanto puedas: no la envilezcas
en el trato desmedido con la gente,
en el tráfago exagerado y los discursos.

No la envilezcas a fuerza de trasegarla
errando de continuo y exponiéndola
a la estupidez cotidiana
de las relaciones y el comercio
hasta convertirse
en una inoportuna extraña.