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Yo no estoy hablando de futuro: hablo del presente; por Xiomara Jiménez

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Cada vez que escucho el argumento incuestionable de los jóvenes que claman por un futuro libre, con oportunidades de crecimiento,  con posibilidades para desarrollarse en lo que hayan gustado elegir, con vías abiertas para una vida solvente y con las merecidas recompensas por sus esfuerzos; cuando escucho que los profesionales más jóvenes están aterrados y deseosos de encontrar en otro país lo que aquí se les ha arrebatado, francamente no puedo sino sentir un inmenso dolor por la realidad que no hace otra cosa que golpear la ambición y el deseo de ser.

El panorama resulta más crispante si a eso le sumamos las incontables vidas que, por nada, yacen en promontorios en las morgues de Venezuela.

El futuro se dirige a un precipicio en donde la única certidumbre será un descalabro de proporciones inconmensurables.

¿Quién puede dejar de conmoverse frente a esta realidad? ¿A quién le cabe duda de que éstas son las más tristes estampas de país alguno? Sin embargo, la barbarie de este cruel período no se limita a la oscuridad que nos figuramos para el futuro, junto a las voces juveniles de las últimas protestas. Otros reproches quizás se han ido apagando.

No quisiera hablar sólo de lo que a todas luces se insinúa como porvenir. Es por eso que quiero hablar del presente.

A mí, como a muchos maestros, médicos, abogados, ingenieros o artistas, me arrebataron el presente. Se me suspendió el presente. Y el futuro no será sino la sumatoria de unas cuantas cosas inconclusas.

Un cambio (negativo) de rumbo en la vida profesional, una experiencia que no pudo encontrar un cauce en lo que habían sido mis actividades más frecuentes, una imposibilidad para desarrollar proyectos e ideas. Todo eso con lo único que había acumulado como ganancia: mi experiencia y mi sensatez.

Ser sujeto de la nefasta lista que llevó a tantos al territorio de la exclusión, al despojo de sus haberes, a tener que echar mano de la imaginación y de la capacidad para improvisar maneras de sobrevivir, no ha sido una tarea fácil. Pasar al rincón de los “no-aptos” porque el mercado está copado, porque “es muy interesante lo que tú haces pero, lamentablemente, en este momento no es políticamente correcto”, por “sobrecalificación” dicen algunos.

En el momento en que podíamos dar más, con un poco más de  certezas, con más capacidad, con más conciencia, con más madurez, por tantas razones no pronunciadas se nos suspendió el presente, sí.

He aceptado estos días con humildad. Trabajo en una clínica de los ojos, tratando de prestar un servicio. No es lo que solía hacer, pero así sobrevivo y puedo decir por primera vez en mucho tiempo que al menos soy útil.

Hablar de futuro no sólo es necesario: es imprescindible. ¿Pero qué hacemos con el presente que nos divide, nos mata, nos aísla, nos despide o nos mantiene aterrados? ¿Qué hacemos con las circunstancias de este presente que ha cambiado hasta nuestra manera de obtener alimentos, que es lo más elemental en el desenvolvimiento de la vida corriente? Comprar comida, tener servicio eléctrico, transitar libremente o poder expresar nuestros desacuerdos sin temor a la reprobación y, mucho más grave aún, a la censura y sus probadas consecuencias.

Conozco personas forzosamente desplazadas de sus espacios naturales, personas que anhelaban anticipar su ancianidad para obtener el menguado estipendio de una cesantía laboral y, finalmente, quedar librados de obligaciones indeseables; y a otras que, intimidadas por circunstancias apremiantes, simplemente han resistido a todo tipo de imposiciones.

Gracias a las órdenes dictaminadas por un régimen, toda una generación ha sido dada de baja. Y eso es también un modo de exterminio, uno con repercusiones muchas veces irreparables. Son los casos representativos de esta “cancelación del presente”,. Muchos serán borrados de la historia, de las antologías, de la memoria del país, porque sus actividades fueron ferozmente postergadas. Pensemos en los poetas chilenos de la década del sesenta durante los nefastos días de septiembre de 1973, cuando se inició la atroz dictadura de Augusto Pinochet. Creadores que pasaron de ser “la generación emergente”, como fue denominada por la crítica literaria de entonces, a ser una generación diezmada, una generación de la diáspora. Estoy hablando del modus operandi de una dictadura de manu militari. Ésta es la suspensión y la exclusión a la que me refiero. Yo no estoy hablando de futuro: hablo del presente.