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Virtud y democracia; por Héctor Silva Michelena

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Debates recientes sobre la ciudadanía, que tratan de la noción de “moral cívica”, han repuesto en el centro de la reflexión sobre la democracia una problemática que siempre le ha estado asociada. El término virtud ha estado completamente ausente, un efecto conjunto de cambios ocurridos en la lengua y en las categorías del pensamiento desde hace más de un siglo. Sin embargo, no es cierto que su evanescencia, al menos en el contexto de este término, haya significado una ganancia de claridad conceptual.

La noción de virtud tenía la particularidad de ser portadora de la idea de potencia y de poder, y no de término para evocar unilateralmente la moral individual, sino también el ejercicio de una tarea común, de una relación de comunidad. Hay un concepto político de la virtud.

En Aristóteles, es excelencia: consiste, para el ser humano, en realizar plenamente lo que es por su naturaleza. La virtud política es, por lo tanto, requerida para la plena serrealización del hombre como ser viviente de la cité, es la virtud del ciudadano. El libro III de La Política (ver texto nº 38) tiene por objeto el explicar lo que es el ciudadano, y cuál es la virtud que le conviene. La respuesta se atiene a tres enunciados esenciales: el ciudadano en sentido pleno es aquel que participa en el ejercicio del poder común; es la democracia la que mejor realiza esta ciudadanía; la doble capacidad de comandar y de obedecer es la virtud que exige la ciudadanía. Aristóteles pone así en evidencia que la virtud que necesita la democracia es una virtud política, es la que exige el ejercicio del poder ciudadano. La cité no puede pedírsela al ciudadano más que en proporción exacta al poder que la cité le reconoce.

Montesquieu, en vista de las reacciones suscitadas por las primeras ediciones de El espíritu de las leyes, tuvo que agregar una advertencia: “Lo que yo llamo virtud en la república es el amor a la patria, es decir amor a la igualdad. Esta no es una virtud moral, ni una virtud cristiana, es la virtud política”. En efecto, se le reprochaba al haber sugerido que la virtud es el principio de la república; mientras que el honor sería el principio de la monarquía, que entonces no habría hombres sino en una república. La lectura del capítulo III, aclara lo que realmente entiende Montesquieu.  La virtud necesaria en una república (sobre todo en democracia porque la otra forma republicana, la aristocracia no practica la moderación) concierne a los que están a cargo del Estado, para que no practiquen el pillaje, así como a los ciudadanos, para que no le den preferencia a sus comodidades personales, sobre el sacrificio del rigor, indispensable al bien común. Si no es así: “la república es un despojo; y su fuerza no es más el poder de algunos ciudadanos y lo licencioso es de todos”. Para Montesquieu, la virtud política se necesita menos para el ejercicio del poder que para hacer necesaria la oposición entre interés público e interés privado.

Es a partir de esta oposición, y de las dificultades que levanta, que partirá Rousseau para plantear la cuestión de la virtud. Pero él también manifiesta, en el marco de su teoría de la soberanía, una voluntad de retomar el modelo aristotélico. De aquí se desprende el doble estatuto de la virtud en el discurso de Rousseau. Puesto que la soberanía del pueblo es el principio, no de una forma política particular, sino de todo lazo social legítimo, Rousseau afirma, contra Montesquieu, que la virtud es necesaria a toda sociedad política: “He aquí por qué un autor célebre ha considerado  a la virtud como un principio de la  República; porque todas estas condiciones no podrían subsistir sin la virtud: pero a falta de hacer la distinción necesaria,  a este bello genio le ha faltado con frecuencia la justicia, algunas veces claridad, y no ha visto que, siendo la autoridad soberana en todas partes la misma, el mismo principio debe tener lugar en todo Estado bien constituido, más o menos, es verdad, según la forma de gobierno”. Mas, retomando las mismas fórmulas de Montesquieu, sobre la oposición entre el amor a la patria e interés particular, Rousseau orienta, como una de sus líneas de fuerza, el Contrato social hacia el examen de las condiciones que pueden forzar al ciudadano a ser virtuoso” (texto nº 29).

Podemos verlo claramente: en Montesquieu y después en Rousseau, la problemática de la virtud se encuentra con un problema completamente nuevo para la democracia: ¿cómo podemos fundar, en una sociedad que siempre se estructura según una valorización de lo privado, en la posesión de la riqueza una democracia en la cual su concepto encierre la valorización de lo público, del poder ejercido, de la igualdad? Suele decirse que desde la Revolución francesa (1789), a la que Marx designó como “la escoba gigantesca [que] barrió todas las reliquias de tiempos pasados […], y con Robespierre a la cabeza del Terror, el pensamiento político moderno no ha cesado de ocuparse de esta dificultad. Pero ya mucho antes, la Glorious Revolution inglesa (1688-1689) había puesto el asunto sobre el tapete. Así, la idea que proponen muchas investigaciones, es que los revolucionarios ingleses crearon, por medio de una revolución, la primera y auténtica revolución moderna por encima de la francesa, mucho más sangrienta de lo que se creía hasta ahora, un nuevo tipo de Estado moderno, que habría supuesto un auténtico antes y después en la historia de Europa y en la conformación del mundo moderno tal como lo conocemos hoy. Guillermo de Orange, y su esposa María se nombraron reyes luego de firmar la Declaración de Derechos (Bill of Rights), que ponía fuertes limitaciones al monarca y creaba un Poder Judicial autónomo. También se ratificó una ley del Parlamento (Triennial Act, de 1664) que obligaba a convocarlo periódicamente. Estas disposiciones dieron origen a la monarquía constitucional inglesa, y desde entonces hubo una división del poder, y por lo tanto, las fuentes de autoridades eran independientes entre sí; el Ejecutivo quedó en manos del Rey y el Legislativo en manos del Parlamento, que sería la única autoridad capaz de crear impuestos y aprobar leyes, que eran puestas en práctica por un tercer poder, el Poder Judicial.

En América, después de la guerra revolucionaria (1775-1783) James Madison declaró: “Al crear un sistema que deseamos logre perdurar por mucho tiempo, no debemos perder de vista los cambios de las distintas épocas. La Constitución, aprobada en Filadelfia en 1787, fue planeada para servir a los intereses del pueblo: ricos, pobres, los del norte y los del sur, granjeros, trabajadores y gente de empresa”. A lo largo de los años, la Constitución ha sido interpretada de acuerdo a las cambiantes necesidades de los Estados Unidos.

Los delegados de la Convención Constitucional creían firmemente en el gobierno de la mayoría, pero deseaban proteger a las minorías contra cualquier injusticia de la mayoría. Para lograr esta meta establecieron una separación y equilibrio entre los poderes del gobierno nacional. Otros objetivos constitucionales básicos eran el respeto a los derechos de los individuos y de los estados, el gobierno por el pueblo, la separación de la Iglesia y el Estado, y la supremacía del gobierno nacional. De modo pues, que esta dificultad fue enfrentada en otras partes, aunque es, hoy en día, en los tiempos que corren, cando esa dificultad ha alcanzado su cima: se llama globalización del capitalismo.

La democracia requiere el recate de la virtud como concepto activo, y la virtud que requiere la democracia es inseparable de la idea de ciudadanía como poder y de la exigencia de hacer compatibles la igualdad y la libertad. Después de la Gran Guerra (1914-1918) vinieron los “años dorados”, y la humanidad, o una parte no tan pequeña de ella, creyó alcanzar un cierto ideal posible de felicidad. Pero la Gran Depresión (1929- 1939) y la Segunda Guerra mundial, mostró que las palabras de T.S. Eliot eran ciertas “Human being cannot bear too much reality” (El ser humano no puede soportar tanta realidad). La Revolución bolchevique de octubre de 1917, abrió los ojos al sueño de una nueva sociedad donde, al fin, los hombres podrían convivir como humanos, despojados de la codicia del lucro y de la locura del mercado que enriquece y empobrece de la noche a la mañana. La ilusión se vino al suelo, vuelta añicos por los mismos que trataron de erigir ese mundo mejor. Stalin hizo la increíble hazaña de destruir lo que Rousseau juzgaba indestructible: la voluntad general.

En conclusión, si queremos avanzar con firmeza en el concepto y acción de la democracia, hoy en día, es necesario investigar y pensar cuidadosamente, con hondura, las relaciones sinérgicas entre cuatro pares de “elementos”, que se han venido discutiendo, pensando y poniendo en obra, con errores y rectificaciones, desde hace 2.700 años en Occidente. Estos “elementos son:1) Las relaciones, los problemas (¿hay fines comunes?) y la unidad de República y Democracia; 2) las relaciones y problemas entre Soberanía popular y Estado de Derecho; 3) Las relaciones y tensiones entre igualdad y libertad: y, 4) las relaciones y la ponderación entre comunidad e individuo.

La prevalencia o imposición del trío soberanía popular-igualdad-comunidad, nos lleva al comunismo o al socialismo autoritario. Se afirma que la soberanía popular es un poder constituyente, que es supra-constitucional. Pero, ¿se puede vivir sin instituciones, públicas y privadas bien establecidas, que den seguridad al individuo? Pero sabemos que sin instituciones firmes y de pautas y objetivos claros, la sociedad organizada no puede existir. Sería un retorno al hombre de las cavernas. El poder constituyente tiene límites, no sólo en los derechos humanos, sino también en su duración, pues termina con la aprobación, en referéndum, de la nueva constitución, que sólo ahora entra en vigencia, cuando remplaza a la anterior. Negri no estaría de acuerdo con estas reflexiones, mas nos preguntamos: ¿a dónde conduce el ejercicio de un poder constituyente permanente, concebido como primum ontológico? ¿No es esto otra forma de revertir a las utopías totalitarias del siglo XX?

Por otra parte, Rawls ha demostrado terminantemente, que la igualdad debe de ser equitativa, noigualitaria, una tabla rasa que elimine la irrevocable heterogeneidad y diversidad del mundo real, entre los hombres y a Naturaleza. El Estado de Derecho es irremplazable, aunque las constituciones puedan ser reformadas o cambiadas. Finalmente, entre individuo y comunidad no tiene por qué existir una tensión permanente. Todo lo que se necesita es reconocer que el individuo debe gozar de la máxima autonomía, lo que le permite actuar en su familia y unirse libremente, o no, a una comunidad, de la cual puede salirse si así lo desea.

Sólo nos quedan, pues, las memorias del desolvido y la voluntad de establecer la sinergia entre democracia y república: pensar la unidad de la soberanía y del estado de derecho, la del individuo y la comunidad, de la libertad y la igualdad. Puede que así escapemos a las tenazas que forman el totalitarismo por una parte, y la sociedad corporativa, por la otra.