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Vermeer en mi casa; por Arturo Almandoz Marte

“Si Dios preocupa a Vermeer es de otra manera;
en la realidad que pinta, en la luz que se filtra al filo de la cortina,
en el destello de un collar de perlas, en una madeja de seda, un cofrecillo de correspondencia,
una guitarra, la leche que se derrama del pichel, los brillos de la corteza de pan”.
Pierre Descargues, Vermeer de Delft
La encajera, de Jan Vermeer

La encajera, de Jan Vermeer

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Por las incontables horas que de niño pasaba yo en la cocina de nuestra casa en San Bernardino, uno de los recuerdos más tempranos que conservo es de una anticuada estampa enmarcada que presidía la mesa del pantry. Era una mujer con tocado blanco y delantal azul manipulando vasijas y cántaros sobre una pequeña mesa de mantel verde oliva que hacía juego con su corpiño. Su gesto reverencial hacia los panes y la leche que servía, aunado a la luz tenue que se colaba por la ventana de su despensa, hicieron que, como si se tratara de otra de las imágenes religiosas que presidían dependencias de nuestra casa, el oficio culinario que diariamente practicaban mamá y Margarita, su hija de crianza, adquiriera para mí valor litúrgico. Acaso por contrastar con el callado recogimiento de aquella doncella y su bodegón, emulado en la faena cotidiana de nuestra casa, me resulta extraño, dicho sea de paso, cierta publicidad y esnobismo que la cocina ha llegado a adquirir hoy en día, entre escuelas gastronómicas, restaurantes de moda y programas de televisión.

Al lado del pantry, pero presidiendo la máquina Singer de pedal de hierro y armazón de caoba, donde mamá cosía para nosotros, había otra imagen de una mujer peinada con bucles que caían sobre su tez inclinada y su blanco cuello almidonado, mientras parecía estar laborando bordados o encajes. No obstante los iluminados colores de tejidos y brocados encabezados por el traje ocre de la costurera, la estampa transmitía mucho de la austeridad y laboriosidad reposadas observables asimismo en la colocada sobre nuestra mesa de diario. Y al igual que me ocurría con la lechera y la cocina, esta otra imagen ennoblecía ante mis ojos el oficio silente de la costura, que mamá solía practicar por las tardes, después de despachar nuestro almuerzo y cabecear un rato en su mecedora.

Habiéndole preguntado alguna vez, todavía yo niño, sobre la procedencia de aquellas estampas, mamá me respondió que se las habían traído de regalo mis tías Almandoz Ramos de su primera gira por Europa, a comienzos de la década de 1950. Si bien ella nunca estuvo familiarizada con las ciudades del Viejo Mundo y sus museos, me advirtió que creía que la de la cocina la habían comprado en Ámsterdam, quizás porque recordaba una foto que mis tías se habían tomado allí con trajes holandeses, la cual enviaron a la familia como postal. También me comentó que “la del costurero”, como mamá la llamaba, era del Louvre en París, ciudad que ya sabía yo que era capital de Francia y tenía por ende significados precedentes. Mientras que Ámsterdam quedó para mí desde entonces asociada a aquella mujer que servía la leche con donosura.

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La lechera, de

La lechera (1660), de Jan Vermeer

Al terminar la primaria a comienzos de los años setenta, entendí que esa ciudad no era Ámsterdam sino Delft. Antes de estudiar historia del arte en bachillerato y maravillarme con los textos de Cándido Millán, en alguna de las enciclopedias Salvat que comencé a coleccionar bajo los auspicios de papá, apareció el artículo dedicado a Jan Vermeer. Fue entonces cuando pude identificar como La lechera el facsímil de nuestra cocina, así como datarlo en 1660 y ubicarlo en el Rijksmuseum de Ámsterdam, según la leyenda de la ilustración que acompañaba la entrada enciclopédica. Fue una revelación que acentuó mi curiosidad por el maestro holandés, al punto que me llevó a adquirir un pequeño volumen que en 1967 le dedicó la editorial Hermes con el patrocinio de Unesco, uno de mis primeros libros comprados en la librería Suma de Sabana Grande, de cuyos dueños era amigo.

A través del pequeño cuaderno no sólo pude poner nombre a La encajera de mamá, sino también supe que varias escenas domésticas de los menos de 40 lienzos atribuidos a Vermeer –producción relativamente pequeña para sus dos décadas de vida activa– habían sido interpretadas por críticos como alegorías. Además de las dedicadas a la Fe y la Música, con su chaquetón encapuchado ribeteado en piel, parada frente a la ventana por donde se cuela la escasa luz que semeja invernal, La pesadora de perlas sería Vanitas; mientras que nuestra lechera, uno de los primeros lienzos donde Vermeer incorpora su puntillismo característico, encarnaría la Templanza en su gesto de verter. Junto a esa sirvienta rolliza que fue temprana obra maestra, me fascinaron las más de las jóvenes burguesas en las láminas del cuaderno, retratadas entre damascos y gobelinos, muebles pulidos con marquetería y pisos encerados de baldosas blanquinegras, reproducidos todos con una perspectiva minuciosa que confirma, según el texto introductorio de De Vries, la utilización de la técnica de cámara oscura por parte del artista.

Sin salir de sus casas, esas damas y sirvientas pueblan el tapiz de una burguesía tan urbana como los escasos exteriores del maestro, a saber: La calle, catalogada por Vitale Bloch como “un interior vuelto hacia afuera”; y la nublada Vista de Delft, “el más bello retrato de ciudad de todos los tiempos” para Proust, según cuenta Descargues. Sus reproducciones en el libro fueron, por cierto, las primeras imágenes de paisajes holandeses que pude contemplar.

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Cuando tía Maruja falleció a finales de los años noventa, tía Virginia me obsequió una serie de tablillas que aquélla conservaba en su habitación, para que las colocara en mi estudio si me gustaban. Ante mi sorpresa por no haberlas yo visto antes, me dijo que las habían traído “de aquella travesía por Europa después de la guerra”, y que Maruja las había retirado del recibo desde que se mudaran de la quinta de San Bernardino a la de la Alta Florida a comienzos de los setenta. No obstante el más de medio siglo transcurrido, las tablillas mantenían no sólo la calidad de la reproducción facsimilar, sino también intactas en el reverso las leyendas, indicando sus pertenencias a museos holandeses.

Mi interés por Vermeer había permanecido latente desde la adolescencia, alimentado ocasionalmente por visitas a museos donde me detenía a contemplar sus obras escasas, como compensando la insalvable ausencia de los de Holanda, donde nunca he estado. No obstante los tumultos de turistas y las inexorables prisas de los viajes, traté de hacerlo en el Louvre, por supuesto, con La encajera de mamá, así como en los Museos Estatales de Berlín con El vaso de vino y El collar de perlas, cuya dama con chaquetón orlado en armiño alegoriza la Lujuria según los críticos. También con La pesadora de perlas y la Mujer del sombrero rojo, casi fovista, en la National Gallery de Washington; y mientras vivía en Londres, con las dos versiones de Mujer ante su espineta, exhibidas en su contraparte de Trafalgar Square.

Con esos recuerdos museísticos atesorados, al recibir la serie de reproducciones se reavivó el interés infantil con nuevas lecturas de mis viejos libros, que hice en parte como homenaje póstumo a tía Maruja, quien había sido profesora de arte en liceos caraqueños. Entonces entendí mejor aquella afirmación del cuaderno de Hermes, al cual volví, de que las madonas burguesas de Vermeer, algunas de ellas en estado de buena esperanza, conforman una pintura de género que sólo fue posible con la tercera generación del Siglo de Oro holandés. Ya para entonces se había superado la religiosidad medieval de los miniaturistas flamencos e iluminadores de libros de horas que importaran el gótico francés a través de la corte borgoñona; el esplendor de esas primeras generaciones de los antiguos Países Bajos sería alcanzado, de Gante a Brujas, por Jan van Eyck y Roger van der Weyden, seguidos por El Bosco y los Bruegel, antes incluso de entrar en contacto con los renacentistas italianos.

El alegre bebedor, de

El alegre bebedor (1627-1628), de Frans Hals

También entendí la importancia que tuvo que Batavia se separara de Flandes y del Imperio español en 1581, liderada por la liga de Utrecht, mientras los intercambios artísticos con Italia se acrecentaban. Con su independencia política desde 1609 y su expansión naviera y colonial, la bonanza económica de la Holanda protestante y su culto por la materialidad burguesa se plasmaron en varios de los “retratos colectivos” de Frans Hals y Rembrandt van Rijn. Dada la magnitud de grandes lienzos como los Regentes del hospicio de ancianos del primero y La ronda nocturna del segundo, no están estos doelen stukken reproducidos en las tablillas que recibiera de mis tías. Pero sí se cuenta en la pinacoteca El alegre bebedor de Hals, con toda su vitalidad y pinceladas espontáneas, casi impresionistas, del artista de Haarlem. También está el Retrato de María Trip ejecutado por Rembrandt, cuya opulencia burguesa se proclama en las blondas del traje aterciopelado y los aderezos de perlas y gemas, contrastantes con la espiritualidad bíblica de otros personajes del maestro de Leiden.

Representando generaciones intermedias de ese arte neerlandés, casi superpuestas por su cercanía y profusión, también hay en la colección una tablilla que reproduce un patio pintado por Pieter de Hooch, como para recordar que el paisaje fue otro gran motivo de ese Siglo de Oro. Junto a Gerard ter Borch y Karel Fabritius, se asume que también de Hooch haya influido en Vermeer, aunque éste no parece haber tenido verdaderos maestros, más allá de su membresía en la guilda de San Lucas. Pero queda claro que la iluminación, las composiciones y el colorido de sus obras llevan a plenitud, en su laboratorio casero, ingredientes clásicos y barrocos italianos, después de la influencia que el claroscuro de Caravaggio y los tenebristas ejercieran sobre los pintores de Utrecht. Y como muestra de esa síntesis está entre las tablillas, cual joya de la corona, la Mujer de la perla que mis tías algún día contemplaron en el Mauritshuis de La Haya; aunque cuestione su denominación como “Gioconda del Norte”, porque su expresión no es enigmática aunque sí algo fría, de Vries reconoce el clasicismo logrado con ella por Vermeer, no sólo por el acorde azul y amarillo de turbante y traje, sino también por “la pureza de la forma, la disposición del espacio y la calidad monumental”.

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Muchos de esos recuerdos y lecturas volvieron en septiembre de 2014 al ver en la cadena BBC World una serie documental de tres partes, denominada The High Art of the Low Countries, presentada por Andrew Graham-Dixon. Interesante ha sido recapitular las filiaciones entre las tradiciones flamenca y holandesa desde sus orígenes en el siglo XIV hasta su ramificación temática y estilística en el XVII, promovida por la separación política y religiosa, tal como fue epitomado por las figuras colosales de Rubens y Rembrandt. También la utilización que de esta genealogía hace el documental para poner en perspectiva, no obstante el salto temporal que resulta demasiado brusco en la tercera parte, de artistas y movimientos más modernos, de Van Gogh, Mondrian y Der Stijl hasta René Magritte y Paul Delvaux.

Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa (1434), de Jan van Eyck

Retrato de Giovanni Arnolfini y su esposa (1434), de Jan van Eyck

De lo más interesante me ha resultado entroncar el aburguesamiento temático en la iconografía religiosa de los maestros flamencos, tal como lo probara van Eyck en Los desposorios de los Arnolfini, el cual me sedujo en más de una visita a la National Gallery londinense. También la paradoja que resalta el guion entre esa pintura de opulencia y materialidad, y la pobreza en la que terminaron algunos de sus artífices: desde el Hals que viviera como anciano de la caridad municipal de Haarlem; pasando por el Rembrandt que hubo de mudarse varias veces en Ámsterdam a causa de altibajos financieros; hasta el Vermeer de numerosa prole que falleciera joven y arruinado en Delft. Y aunque no del todo insospechada, ha sido ha sido aleccionadora la asociación que hace Graham-Dixon entre la prolija domesticidad de Vermeer –casi sagrada, en el sentido advertido por Descargues en el epígrafe– y el afán de limpieza y decoro en la vida pública, normado tempranamente en las ordenanzas de ciudades holandesas.

Después de ver el documental y repasar mis viejos libros, he decidido colocar en la sala y el comedor las tablillas que antes reunía en mi estudio, además de La lechera que se ha quedado sola en la cocina, porque La encajera se extravió al mudarme a Las Palmas. Tal como me ocurría con aquellas imágenes de Vermeer en la casa de San Bernardino, siento que la pinacoteca facsimilar ennoblece la domesticidad en mi apartamento modesto; lo cual es, por lo demás, gran consuelo en medio de la vulgaridad del habitar caraqueño, que nunca siguió el ejemplo de las ciudades holandesas. Y al mismo tiempo, esas estampas y tablillas de las tías son recordatorios de que Ámsterdam y sus vecinas se cuentan entre mis destinos irredentos, a pesar de haberme acompañado desde niño.