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Venezuela por cárcel; por Luis Pérez Oramas

Fotografía de AFP

Fotografía de AFP

Desde el 8 de julio de 2017, Leopoldo López Mendoza tiene a Venezuela por cárcel. Como prácticamente la totalidad de los 30 millones de venezolanos, como los que siguen en las mazmorras, o como aquellos que no pueden viajar, forzados por prohibiciones espurias, ultrajados en su condición ciudadana al haber sido despojados de su documentación, o como los que no pueden volver sino a riesgo de su seguridad, o como aquellos que mueren lentamente de hambre y falta de medicina.

El líder de Voluntad Popular tiene ahora una cárcel más amplia pero, esperamos, una mejor base para seguir trabajando, junto a todos, por el retorno del imperio de la ley y de la República.

Que no cambie el tercio, sin embargo, como el toro bravo que vuelve a nacer en el caballo donde lo espera el castigo. Todo lo que pueda acontecer en estos días no debería distraernos de la necesidad de exigir justicia ante lo que ha sido, ya sin sombra de duda, el más bochornoso evento de la historia política de la nación y el mayor ultraje a la República de que se tenga memoria –mucho peor que el de aquellas montoneras de 1848: el ataque brutal, cobardemente planificado contra el Palacio Legislativo, contra la representación legítima de las mayorías nacionales, contra el pueblo, la ley, el mismo día en que celebraba su independencia.

No es de extrañar que semejante barbaridad haya tenido que ver con esta nueva cárcel para López: los “mediadores zapateros” saben que la línea cruzada ese día es irreversible en el daño mundialmente causado a su imagen: basta ver la portada de los periódicos más importantes del planeta. Los “mediadores zapateros” deben haberle impuesto al gobierno una onza de razón, que se traduce en un gesto para intentar enmendar una situación sin enmienda, para tratar vanamente de controlar o retener las ondas del daño que su propia estulticia les ha causado.

Que no cambie el tercio: toro al caballo.

Que no se hable de otra cosa que del ultraje a la República en la Asamblea. Que no haya otro objetivo que el llamado a manifestarse por medio del voto, a la vez real y simbólico, el 16 de julio, bajo observancia académica, técnica y necesariamente internacional.

Que nadie reconozca las instituciones que se han prostituido, los jueces que redactan sentencias en la madrugada obedeciendo a sus dueños, los defensores de su sola causa, los poetastros vendidos para seguir desayunando en París, los abyectos funcionarios que elogiaban el “chasquido de las balas en la cabeza de los escuálidos”, los que abusan de las armas de la nación para defender su pellejo, sus humillantes privilegios: ese fragmento de Venezuela que se ha convertido en circo y cloaca y que no es nuestro, porque la nación no se reconoce en él, porque no es nuestro país.

Los días que corren son álgidos y requieren de un constante ejercicio de razón y de mesura. Si todos estamos en una cárcel de un millón de kilómetros cuadrados, si tenemos todos a Venezuela por cárcel, también tenemos a Venezuela por campo minado.

El régimen de la secta –porque como bien se ha dicho, a Venezuela no la gobierna un partido ni una ideología: a Venezuela la gobierna una secta– es, técnicamente, un gobierno fallido. Sus miembros sufren, a un nivel nunca visto en nuestra historia, de un mal llamado ‘‘disociación’’: no son capaces de verse en el espejo que ellos mismos han empañado; y cuando se ven allí no se reconocen; no son capaces de ver lo que han perdido y que es ya irrecuperable: a la vez el pueblo que los apoyaba, engañado, y la dignidad que apenas tuvieron. En su enfermedad disociativa creen que gobiernan cuando en verdad constituyen un cuerpo cerebralmente muerto, que se mantiene en vida gracias al apoyo de una máquina externa: un respirador de fuego y órganos letales.

Lamentablemente para todos los venezolanos ese respirador que mantiene artificialmente vivo al gobierno en su terapia intensiva es la Fuerza Armada. Ya va siendo hora de que algún signo creíble proceda de sus adentros. De lo contrario, la cantaleta de los líderes democráticos que se encargan de decirnos que no es toda ella apoya a la secta, sino una minoría –que ya ha asesinado a 100 venezolanos en 90 días de protestas– se irá desmoronando, como tantas otras credibilidades inestables.

Por ahora debemos reconocer lo inevitable: por primera vez en la historia de Venezuela la nación no se reconoce en su fuerza armada. Esto también lo han logrado. Era casi imposible en un país erigido sobre la mitología militar de la emancipación: la nación venezolana se ha divorciado, me temo que para siempre, de su ejército. Y esto, que la nación no se reconozca en lo que debería ser el espejo de su pueblo delegado para ejercer la fuerza bajo el imperio de la ley, es lo peor que le puede ocurrir a un ejército. Es –literalmente– su liquidación simbólica, una derrota mucho peor que cualquier fracaso militar.

Allí estamos. Pero que no cambie el tercio. Toro al caballo: hay que seguir empujando, riñón adentro, contra el peto de la represión.

Porque también estamos en este abismo: la única institución con legitimidad política, la Asamblea Nacional, procederá a organizar un plebiscito, sancionado fuera de la institucionalidad prostituida; procederá a renovar autoridades judiciales y electorales, etc. Habiendo el pueblo desconocido la infamia, Venezuela camina hacia la existencia de dos institucionalidades paralelas: una republicana, cuya sanción procede de la legitimidad, frente a otra dictatorial cuya sanción procede de la ley ultrajada por ella misma, que sobrevive desde su lecho de muerte.

Que sólo cambie, pues, el tercio para evitarlo, si aún es posible. Que sólo triunfe el bravo pueblo con la fuerza de la ley. De lo contrario, la noche de todos será más oscura, el dolor más álgido, la cárcel más profunda, la libertad un espejismo inalcanzable.