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Venezuela: la literatura y el registro del autoritarismo; por Ricardo Ramírez

Por Ricardo Ramírez Requena | 12 de agosto, 2017
Fotografía de Maura Morandi

Fotografía de Maura Morandi

Por lo menos desde los años setenta, la literatura ha llevado el registro de la violencia en Venezuela. Hablamos de un registro contenido en poemas, cuentos, novelas, piezas dramáticas y, más recientemente, desde la crónica.

Si nos remontamos al siglo XIX, por ejemplo, los ejemplos pueden ser incontables, en especial desde los testimonios en la prensa nacional, clandestina o no. Con la llegada de la paz gomecista, las cosas cambiaron: el auge y conciencia de lo social, vinculado en muchos casos a las teorías políticas de izquierda, orientaron su atención hacia los avatares del ciudadano común y sus vínculos con elementos esenciales: el hambre, la explotación del capital, las enfermedades. Todo esto como reflejo del abandono (esa forma de violencia) de las masas por parte de los responsables de las políticas de Estado.

La temática es variada y desde los setenta hace énfasis en el crecimiento desbordado de los barrios, en la vida en las abarrotadas cárceles, en la violencia desatada por la guerra de las drogas y el protagonismo del delincuente, quien luego mutará hacia nuevas denominaciones: capo, pran, etc.

El registro avanza con cada década posterior: los ochenta, los noventa. Israel Centeno y José Roberto Duque son dos nombres esenciales, en especial en las primeras etapas de sus obras (la de Centeno se crece con los años). Hay entonces, sí, un registro de la violencia pero, ¿lo hay del autoritarismo? ¿De la dictadura o lo dictatorial?

Desde Pérez Jiménez no recogimos nada, a razón de los años de la democracia. Pero es quizás en los últimos años que podemos empezar a contar un testimonio de lo autoritario y, particularmente, de lo dictatorial.

Los escritores dan las palabras necesarias para expresar lo que sentimos y que no sabemos cómo expresar del todo. Y el autoritarismo, eso que habíamos dejado atrás desde hacía décadas y que volvió, parece, para instalarse nuevamente entre nosotros. Y todo autoritarismo es un gargajo consecuente en la cara. Le hace el camino a lo dictatorial y a lo tiránico. Mancha, además, el idioma, la palabra, pervirtiéndola.

¿Cómo registramos lo autoritario, desde el campo literario? La respuesta de los escritores ha sido contundente y marcada a través de los años por una visión profunda de los acontecimientos que vivimos. La poesía lo sabe. Los poetas lo saben. Más de un libro de Yolanda Pantin lo atestigua (País es solo el más emblemático); Demolición de los días, de Alexis Romero también. La continuidad de las publicaciones de Igor Barreto, además de la larga obra de Jacqueline Goldberg o Harry Almela.

Hay un registro de lo autoritario desde la palabra, casi desde el comienzo de este siglo. Recordemos que el orden de escritura no es siempre el de la publicación: estos registros se han desarrollado a la largo del tiempo y muestran carne dolida por estos tiempos nefastos. La poesía, más que la narrativa ficcional, ha vinculado el proceso político que ha significado el chavismo con aquello presente en nuestro imaginario más profundo y en nuestro inconsciente. Ha hecho su labor. La narrativa lo ha hecho con nuestra historia (Suniaga, Vegas, etc).

Debemos esperar a esta década que ya avanza hacia su final para encontrar textos en donde la crítica del autoritarismo esté presente de manera enfática: autores como Gisela Kozak, por ejemplo, o Alberto Barrera Tyzska. ¿No es demasiado tarde? ¿O simplemente olvidamos que la literatura y su proceso creativo llevan sus tiempos, su orden, su proceso particular, muy diferente del que puede observarse en otros registros de la memoria?

¿Nos prepara el registro de lo autoritario para el registro de lo dictatorial? Las dudas, los aciertos de las obras escritas y publicadas durante los últimos años nos dan un muestrario bastante claro de lo que somos: nostalgia de tiempos mejores, de un país desaparecido, de ese crepúsculo sensual y triste que antecedió la llegada de la noche, crítica despiadada del ser nacional, la vuelta perenne al campo para reconocernos nuevamente, el fracaso de la modernidad en nosotros, el Centauro permanente avanzando entre haciendas calcinadas, el barrio y su exaltación o desprecio, la derrota de la clase media. La lista es larga y sin final y de cada fragmento de esta lista hay un poema, un cuento, una novela, una obra de teatro.

El proceso escritural en Venezuela no ha tenido decaída hasta ahora. El de la publicación sí: ese movimiento editorial que pudimos evidenciar en numerosos libros en la década pasada, encontró un freno. Gracias a la apuesta de casas editoriales en Venezuela, empezando por los grandes grupos editoriales como Santillana, Random House Mondadori, Planeta, Norma, entre otros, por solo mencionar las casas extranjeras, pero también resaltando el papel de editorial Alfa, cabeza de punta en cuanto a la publicación de lo más granado en el país, pudimos conocer obras que tenían tiempo engavetadas, nuevas firmas, autores muy jóvenes: desde Manuel Caballero, hasta Lucas García París.

Hablamos de un espacio para publicar como no se veía en mucho tiempo. Qué ha quedado como trascendental de esa década, en términos de calidad, es algo que todavía estamos evaluando. Lo cierto es que nuestra década, esta que comenzamos hace siete años, se vuelve más pobre en cuanto a la cantidad de títulos en el mercado. Es compresible: la situación económica, la falta de papel y de tinta, cartulinas y planchas, así como la monstruosa devaluación y la galopante inflación, que han mermado significativamente la oferta, invita a los editores a cuidar lo que publican.

Hay algo en lo que la mayoría de los mismos están de acuerdo: apostar por firmas consolidadas, reconocidas; preparar ediciones conmemorativas de grandes autores fallecidos, lo que significa rescatar un legado literario significativo. Otras buscan publicar en el país a firmas extranjeras reconocidas, para ayudar a paliar la exigua de importación de libros.

La apuesta por nuevos autores se ha reducido hasta casi la desaparición; fuera de editoriales como Todtmann editores, y unas pocas más, no son muchas las editoriales que arriesgan por lo nuevo. Ese papel lo vemos en portales en la red, como, digopalabra, por ejemplo, que lleva Oriette DÁngelo desde Chicago.

La gran labor editorial, en especial en cuanto a revistas, parece tocarle ahora a los venezolanos en el extranjero. Son los que pueden conseguir un financiamiento, o manejar números potables de inflación en los países donde viven. Es posible que estemos en un momento importante: el de una revista con fuerza, que permita la circulación de numerosos textos de autores venezolanos en el extranjero. Es una labor pendiente, por venir.

El registro de este tiempo que estamos viviendo se está haciendo ahora y podemos leerlo en twitter, Instagram, Facebook. Podemos, también, testimoniar el trabajo en silencio de otros autores; y también podemos registrar el triunfo mudo del terror: son muchos escritores quienes se quedaron sin palabras para testimoniar este tiempo infeliz. Un silencio llena su boca y sus manos. Pero en algún momento, escribirá. En dos, cinco, diez años. Y vendrán sus palabras para recordarnos lo acontecido. Por ahora, podemos ver mucho de ese registro en autores como Miguel Ángel Campos, Miguel Gomes, Manuel Silva Ferrer, Antonio López Ortega, Roldán Esteva-Grillet, desde el campo del ensayo en particular. También un acercamiento a la realidad venezolana, subterránea, desde la ciencia ficción, la influencia del video juego, el cómic, la novela gráfica.

El registro de estos tiempos recientes nos recuerda la subversión que significa también toda palabra. Nada más conservador que el idioma, y nada más rebelde. Las palabras son peligrosas. Peligrosísimas. Y dan el golpe de campana de una época.

Ricardo Ramírez Requena 

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