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Tres encuentros con Sunset Boulevard; por Arturo Almandoz Marte

Por Arturo Almandoz Marte | 11 de noviembre, 2014

Tres encuentros con Sunset Boulevard; por Arturo Almandoz Marte 640

1.

En uno de los cines de Callao, donde la Gran Vía madrileña se torna más farandulera, vi en 1988 un filme denominado El crepúsculo de los dioses; el equívoco título wagneriano en la marquesina de falso art déco, remanente de los doblajes franquistas en la España cosmopolita, era reemplazado por el original al comenzar la proyección. Tan pronto apareció Sunset Boulevard en el bordillo de la famosa avenida de Los Ángeles, advertí que se trataba de un clásico que tenía pendiente, a diferencia de El ángel azul que había visto la noche anterior en la misma sala y con la misma devoción que en Caracas a comienzos de los ochenta, cuando leyera Profesor basura de Heinrich Mann.

Desde las matinés a las que mamá me llevara de niño, conocía sobre Marlene Dietrich y Greta Garbo, quienes encabezaban por supuesto aquel ciclo madrileño dedicado a las divas del blanco y negro; sin embargo, nunca había visto yo actuar a Gloria Swanson, lo que acrecentó seguramente mi fascinación. Al aparecer con turbante y gafas oscuras, algo avanzado ya el filme de comienzo entre noir y detectivesco, me impresionó su estampa sofisticada de actriz en declive recluida en la mansión del bulevar; mientras espera por los sepultureros del simio que tenía como mascota y reposa sobre un catafalco, es sorprendida en cambio por la azarosa llegada de Joe Gillis, un guionista de poca monta que escapa de sus acreedores. La juventud y apostura de William Holden en el papel –originalmente pensado para Montgomery Cliff– completan los ingredientes para una de las escenas clásicas de Hollywood: al reconocerla él como Norma Desmond, “una de las grandes” de las películas mudas, ella le responde con lo que devino un apotegma del divismo: “Soy grande. Son las películas las que se han hecho pequeñas”.

El comentario en el programa madrileño decía que Billy Wilder, director de la cinta estrenada en 1950, había contactado inicialmente a Pola Negri para ofrecerle el papel de actriz desplazada por los parlamentos; pero se percató de que su acento era demasiado polaco, mientras que Mary Pickford y Mae Murray rechazaban el rol por considerarlo sombrío. Fue entonces cuando George Cukor le sugirió a la Swanson. Al dudar ésta sobre aceptar aquel papel otoñal, refugiada como estaba ya en espacios menores de radio y televisión, se le recomendó con tino tomarlo, porque “por él sería recordada”, Cukor dixit.

Quizás no tan venerada como la Negri o la Pickford, pero catapultada por un romance con el padre de los Kennedy, Swanson había alcanzado gran esplendor en el cine mudo, lo que hizo más verosímil su autorretrato en Sunset Boulevard. Con ojos ribeteados y boca redondeada, según el estilo impuesto por Max Factor en el Hollywood temprano; rodeada de candilejas que daban un fulgor sagrado a su rostro, algunas escenas suyas en La reina Kelly son vistas en proyecciones privadas que la diva disfruta en su salón. Aparece entonces acompañada del guionista que ha contratado para su próximo proyecto sobre la Salomé bíblica, lo que le sirve de pretexto para recluirlo en su mansión y seducirlo, con artilugios y ademanes que me recordaron a las vampiresas de Friedrich Murnau. Después leí en la ficha que este homenaje cinematográfico de aires expresionistas había sido sugerido a los productores de Paramount por Erich Von Stroheim, quien dirigiera a Swanson en aquella cinta de 1929, autorretratado también en la del 50 como Max von Mayerling, el primer esposo de la actriz trocado en mayordomo y chofer.

Entre muchas otras referencias del filme, el tributo al cine mudo es completado en otra escena en donde aparece Desmond jugando cartas con amigos; el guionista ya devenido gigoló sólo vacía ceniceros y contempla impotente cómo los acreedores retiran del garaje su Plymouth convertible, último vínculo con su mundo propio del que es secuestrado por la femme fatale. Uno de los jugadores en cameo es Buster Keaton, lo cual no noté yo en aquel primer encuentro con Sunset Boulevard, absorbido como estaba por el divismo de la Swanson.

2.

De regreso en Caracas a comienzos de los años noventa, un amigo me invitó una noche a ver en su casa “un clásico en blanco y negro”, sin darme otros detalles, el cual iban a transmitir por un canal internacional. No estaba por entonces difundida la televisión por cable o satélite, de manera que ha debido ser por la parabólica de su quinta en La Florida; era un armatoste de esos que erizaban las azoteas de la metrópoli ya devaluada por el Viernes Negro y sacudida por el Caracazo, pero que ostentaba todavía algo de la bonanza por agotarse con el fin de siglo.

Si bien pensaba yo que habríamos de ver uno de los filmes mudos que mi amigo veneraba de sus cursos de comunicación social, resultó que el clásico blanquinegro era Sunset Boulevard, que inicialmente pensó él que yo no conocía. Me explicó entonces que el asesinato de Gillis con el que el filme se inicia, para luego ir en flashback a la historia original de seis meses atrás, eran característicos del cine negro. Sin dejar de atender a sus comentarios, y emocionándome de nuevo con la Swanson, esta vez presté más atención a la interpretación de Holden, a quien había visto poco antes en la Sabrina del mismo Wilder.

Elegante y seductora, sin dejar de ser dramática y decadente, la metamorfosis del guionista devenido amante de la diva confirma asimismo las características del cine negro, con toques expresionistas que mi amigo remontó incluso al Nosferatu de Murnau. Arrellanados en el auto vetusto de Norma, con tapicería de leopardo y telefonillo para comunicarse con Max, quien también funge de chofer, el viaje de la pareja a las tiendas de Los Ángeles para sofisticar –más que renovar– el vestuario de Joe, antecede lo que otros gigolos harían en el cine. Pero esa excursión es también, señalé yo, un compendio de los cambios estilísticos entre la galantería de los roaring twenties que Norma trata de preservar, y el desenfado informal de la segunda posguerra al que pertenece Bill. Además de hacerle escupir a éste la goma de mascar en el trayecto, las preferencias de Norma se imponen en el ajuar masculino que ella paga, incluyendo las camisas de franela, los trajes de lino, el chaqué y el abrigo de vicuña con los que la flapper de otrora da forma a su Valentino.

Una celebración algo lúgubre de aquellos años locos hollywoodenses es arreglada por Norma para la Nochevieja en la mansión californiana, de altos techos artesonados y pisos encerados para bailar tangos y valses, tocados por una orquesta de cámara para la pareja solitaria. Con traje palabra de honor que realza su gargantilla y el tocado de tul, del que se desprende ella después para reposar mejor su cabeza sobre las hombreras del chaqué, Norma y Joe inician la velada decisiva danzando La cumparsita en el salón; la concluirán horas más tarde en la recámara de ella, a la que llega el galán después de haber escapado de la mansión para compartir con amigos, intentando zafarse de los embates de la mujer fatal. Con las muñecas vendadas después de intentar suicidarse por el rechazo inicial de Joe, el acercamiento de Norma hacia la yugular de él, quien permanece de espaldas a la cámara que se aleja, emparentan la toma con el cine vampírico, me hizo notar mi amigo en aquel segundo encuentro con Sunset Boulevard.

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3.

En octubre de 2013 recibí en mi apartamento de Las Palmas una llamada del operador de televisión satelital, para ofrecerme una promoción de canales de películas, la cual supuestamente había ganado por mi fidelidad y solvencia como cliente. Si bien mi primera reacción fue de rechazo, en vista de los consabidos costos y la inflación, la insistencia y amabilidad del oferente me hicieron considerarlo, sobre todo al mencionar él que la parrilla incluía una emisora de películas clásicas. Pensé además al aceptar que en estos tiempos de inseguridad y anarquía que llegaron para quedarse, cuando ya casi nunca voy al cine, ampliar la opción filmográfica en televisión compensa la falta de vida pública a la que Caracas te condena.

A pocos días de la contratación, apareció en la etiqueta del canal clásico el título “El ocaso de una vida”, con escenas de una película en blanco y negro que al principio no reconocí, pero que después me di cuenta se trataba de Sunset Boulevard, pero según el título que se le diera en Argentina y México. Me emocionó ver de nuevo archiconocidas escenas del filme, sobre todo la susodicha seducción que hace Norma de Joe en la íntima soirée de la Nochevieja. Me sorprendió ahora una en la que Swanson, de pamela y lentes oscuros combinados con pareo de leopardo, seca la espalda de William Holden en bañador, recién salido de la restaurada piscina de la mansión. Pensé que, vista en perspectiva, ha debido de ser una de las escenas más atrevidas que el Hollywood de finales de los cuarenta podía ofrecer, exhibiendo casi al desnudo uno de los símbolos sexuales del momento.

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Pero lo que más me atrajo en este tercer encuentro con Sunset Boulevard fue su autocrítica y reflexión sobre el cine mismo, las cuales sabía yo que estaban desde la primera vez que vi el filme, pero que ahora pude apreciar mejor en soledad. Trajeada con sombrero y estolas de piel, Norma regresa a Paramount para reunirse con Cecil B. DeMille, creyendo ella que la ha hecho llamar para su proyecto sobre Salomé, cuando lo que en realidad quiere el estudio es alquilar su carro Isotta-Fraschini para otra película. Entre olvidada y reconocida por el personal, los actores y míster DeMille –quien se interpreta a sí mismo– el encuentro del rostro sagrado de las películas mudas con la maquinaria sonora en el plató de Sansón y Dalila, así como la compasiva reacción del productor y director al darse cuenta del malentendido de Desmond, son lecciones vivas sobre las fatuidades y miserias del star system. También lo son las muchas reflexiones de Joe Gillis y Betty Schapper al escribir el guion para otro proyecto que demuestra que no todo en el cine son actores, productores y directores célebres; los visos románticos de esa sub-trama que Holden protagoniza con Nancy Olson reivindican asimismo la creatividad y honestidad del antihéroe que es más que chulo, aunque las intrigas de Norma terminan por frustrar sus intentos de independencia y regeneración.

Pero el que acaso más me sorprendió esta vez entre los autorretratos cinematográficos de Sunset Boulevard es el de Max en tanto director de marras, quien recobra su maestría y protagonismo al final del filme. Habiendo Norma asesinado a Joe por temor a que la abandonara, es Max quien entiende que aquélla, estupefacta después del crimen, sólo se entregará a la policía que inunda la mansión si se le hace creer que está filmando de nuevo. Al igual que con las miles de fotos que por años continuó enviándole para autografiar, para ufanarse la diva de que sus admiradores no la habían olvidado, el mayordomo pasa al plano protagónico de primer esposo y director, haciéndola ahora salir de la recámara para iniciar el rodaje que tanto ha anhelado. Vestida como Salomé y tomando a Max por DeMille, sólo así Norma desciende la escalinata de la mansión, flanqueada por reporteros y policías, iluminada por flashes y reflectores hasta acercarse a la cámara para el primer plano con que cierra el filme. Y así la figura del director tanto como la de la diva, junto a la del guionista ahogado en la piscina, destacan por igual en la galería de Sunset Boulevard, noté en este tercer encuentro con la película.

Arturo Almandoz Marte 

Comentarios (2)

Antolin
11 de noviembre, 2014

Excelente película, como todas las de Billy Wilder. Y sí, Swanson es más recordada por este filme que por otros.

Margarita Oviedo U.
16 de mayo, 2015

Excelente película y, la crítica igualmente acertada!

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