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The Knick: La génesis de la innovación; por Jorge Carrión

Por Jorge Carrión | 24 de enero, 2015

The Knick La génesis de la innovación; por Jorge Carrión 640

Los primeros minutos de The Knick son los más asombrosos que ha producido un capítulo piloto en toda la historia de la televisión –si mi entusiasmo no traiciona a mi memoria. Estamos en Nueva York, 1900. En el tránsito de la carnicería y las sangrías de los barberos a la ciencia médica de los médicos y doctores (en medicina). El cirujano jefe del hospital The Knickerbocker de Nueva York lucha con las manos y con el cerebro por salvarle la vida a una paciente, mediante un procedimiento atrevido, innovador, equivocado. Fracasa. Se suicida en un sofá, con un disparo. De ese modo su discípulo, el doctor Thackery, adicto a la cocaína inyectada, asciende a la dirección del departamento médico. Y la serie comienza a triangular entre el hospital, las casas de las familias adineradas (como la propietaria del hospital) y el prostíbulo y fumadero chino. Es decir, entre el ámbito profesional, el privado y el íntimo. O entre la medicina; la familia y la política; y, finalmente, la marginalidad, lo ilegal, el crimen.

La división social está muy marcada en la serie. The Knick es un hospital de ricos ubicado en un barrio de pobres. Por tanto, sufre graves problemas financieros. Esa situación crítica permite introducir en la trama prácticas habituales en la época, como la compraventa de cadáveres para la investigación médica. Pero el problema principal que se retrata es el del racismo. Podemos ver la diferencia de posibles según la raza gracias a la presencia de Algernon Edwards, un joven doctor afroamericano, formado en París gracias a la generosidad de la familia dueña del hospital, que quiere verlo triunfar a la derecha de Thackery en el quirófano. Vive en una pensión de mala muerte, mientras que sus compañeros disfrutan de grandes viviendas con servicio. Los insultos y las trabas que encuentra entre los colegas no impiden, más bien alientan, que Edwards idee formas de reivindicarse y de sobrevivir. Llega a crear en los sótanos una clínica para gente humilde de color. Un hospital secreto y nocturno, el reverso del antro en que Thackery consume sus noches alucinadas.

Como en True Detective y en Fargo, las otras dos extraordinarias primeras temporadas de 2014, la excelencia de The Knick se debe a la conjunción de guiones, direcciones, interpretaciones y bandas sonoras de altísimo nivel. Particularmente remarcable es el diálogo que el director de todos los capítulos, el cineasta Steven Soderbergh, entabla con el rostro atormentado, lleno de fisuras y de abismos, del actor protagonista, Clive Owen. Un diálogo que saca el máximo provecho de la iluminación: de los claroscuros del antro chino donde acude a drogarse a la luz imposible del anfiteatro anatómico, ese quirófano rodeado de gradas con público, donde en la época era habitual que el cirujano contara en directo la operación en marcha, pasando por los espejos y los quinqués del dormitorio personal. La música de Cliff Martinez es radicalmente contemporánea (como la de Hannibal) y acompaña con su martilleo obsesivo y circular los movimientos físicos y mentales de los personajes. Llega a su máxima expresión en el brillante séptimo capítulo, el mejor de la temporada, cuando un hombre negro apuñala a un policía blanco y corrupto, y se desata el odio racial: la tensión dramática tiene su frenético compás en esa banda sonora que se te graba en los oídos y en los nervios.

The Knick se inscribe en una serie entre las series: las que han hecho en los dos últimos años de la innovación técnica su eje de rotación. Como en Halt and Catch Fire, que dibuja la competencia empresarial que está en los orígenes del ordenador portátil; como en Manhattan, que reconstruye la carrera científica y militar por alcanzar la bomba atómica; como en Masters of Sex, que dibuja la prehistoria de la sexología, en The Knick las tramas afectivas, generacionales, políticas, raciales o criminales son secundarias: lo que realmente importa son los avances en la historia de la medicina. Avances vinculados con artefactos nuevos, con sutiliezas mecánicas, con congresos en que se comparte nueva tecnología. En todas ellas –y ordenadas cronológicamente abarcan el conjunto del siglo XX– encontramos la problemática de la propiedad intelectual, el conflicto entre universidad y empresa, la necesidad del trabajo en equipo (aunque haya un líder, necesariamente conflictivo). La ciencia y la tecnología no se muestran inmutables (como en House o CSI) ni fantásticas (como en Lost o Fringe), sino como una perpetua metamorfosis, casi cotidiana, absolutamente documentada y realista. Creo que es más que una tendencia, que es un nuevo tema. Y que responde a una necesidad colectiva: la de entender la historia de toda esa tecnología que nos rodea y, parcialmente, nos constituye.

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Este texto fue publicado originalmente en Cultura/s de La Vanguardia

Jorge Carrión 

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