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Sobre los desatinos del llamado “espíritu nacional”; por Ricardo Ramírez

Manifestación nazi en Nuremberg / Fotografía de AP

Manifestación nazi en Nuremberg / Fotografía de AP

Palabras como colectivo o masa, recorren el siglo XX. En términos políticos, pueden tener derivaciones complicadas. O terribles. Desde principios del siglo XX, intelectuales como Julian Benda se dedicaron a denunciar el desprecio por los valores universales y la exaltación de elementos locales o particulares de las naciones.

Es decir: hablamos de un debate importante sobre el legado y los valores de la Ilustración en contraste con las exaltaciones nacionalistas que el siglo XIX, luego de beber someramente en el Romanticismo, abrazó. El surgimiento del nacionalismo vinculado con el Volksgeist, el espíritu nacional (planteado por Herder), dio un vuelto a los conflictos políticos en Europa.

El surgimiento de naciones como Italia, pero en particular de Alemania (una nación que no conoce fronteras, como dijo alguna vez Thomas Mann), aceleró el proceso que condujo a la I Guerra Mundial. La confrontación entre los estados atlánticos y aquellos vinculados con Europa Central, generó una de las carnicerías más desastrosas de la historia. Es difícil confrontar, aun hoy, en tiempos de globalización (o precisamente a razón de ello), al genio nacional o espíritu del pueblo.

En Hispanoamérica, ese espíritu nacional está demasiado presente y nuestro país no es la excepción. Los vínculos con las tradiciones de la tierra, hábitos, costumbres que permanecen en el tiempo de manera constante se perciben como vitales para la mayoría de los hombres. Son espacios cotidianos de la existencia. Aquello que podemos llamar los valores de la Ilustración, los derechos del hombre y del ciudadano, todavía son percibidos como demasiado recientes por millones de personas. Primero está lo que vivimos día a día desde hace decenas o cientos de años y será más adelante cuando podremos pensar en esos valores universales que pueden entenderse como un vestuario nuevo que aprieta, incomoda.

Nuestro mundo sigue moviéndose en esos trazos. Más allá del mundo bipolar entre los Estados Unidos y la Unión Soviética en el siglo pasado, el debate entre nacionalismo y cosmopolitismo sigue vigente. Ha logrado además extensiones y variaciones: el regreso de tendencias abiertamente xenofóbicas en Europa y Estados Unidos lo evidencia.

En La derrota del pensamiento, de Alain Finkielkraut (Anagrama, 1987), podemos encontrarnos con una exploración profunda y sentida del desprecio por los valores universales en Europa. Valores como el bien, la verdad, la belleza. Finkielkraut lamenta el predominio de relativismos posmodernos. Desprecia profundamente el concepto de Herder, que pone zancadillas al pensamiento ilustrado.

Desde siempre, o para ser más exacto desde Platón hasta Voltaire, la diversidad humana había comparecido ante el tribunal de los valores; apareció Herder e hizo condenar por el tribunal de la diversidad todos los valores universales.

Finkielkraut lamenta que un concepto como el Volksgeist, aunado al auge del romanticismo y su derivación nacionalista, condenara a Europa. No es el único que lo piensa. Auden, Eliot, Valéry, entre otros, también lo hacen. Citamos nuevamente a Finkielkraut para mostrar por qué pensaban así:

Con el romanticismo alemán, todo se invierte: como depositarios privilegiados del Volksgeist, juristas y escritores combaten en primer lugar las ideas de razón universal o de ley ideal. Para ellos, el término cultura ya no se remite al intento de hacer retroceder el prejuicio y la ignorancia, sino a la expresión, en su singularidad irreductible, del alma única del pueblo del que son guardianes.

Hablamos entonces de una mutación del término cultura, de su significado último. Hablamos de un cambio, ese que significó el siglo XVIII; un siglo al que debemos leer más detenidamente en estos tiempos: salimos de ahí. Reaccionarios, revolucionarios, ilustrados: todos. Y todos enarbolando la bandera de los antiguos valores universales o, por el otro lado, de los antiguos valores de la tierra.

¿A quién creer? ¿Por cuáles caminos andar?

La Segunda Guerra Mundial sigue siendo un antes y un después del mundo moderno, mucho más que la Primera. Hablamos de la fusión de lo ideológico con lo nacionalista, en cualquiera de sus vertientes. Los enemigos o amigos, eran naciones, identificados a partir de una lengua en específico, en la mayoría de los casos. Eso sucede con Alemania, Japón, Italia, pero también con Inglaterra, Estados Unidos, Francia o Rusia. Hablamos del mediodía de este planteamiento que señalamos desde el principio de este artículo: ilustrados o nacionalistas.

Para ello, nos atrevemos a recurrir al poeta, escritor, periodista e intelectual alemán, Hans Magnus Enzensberger. En un ensayo escrito ya hace unos veinte años, a finales de los noventa, nos dice en su estilo directo y sin contemplaciones cómo el siglo XX, en pocas décadas, ha cambiado tanto y cómo lo que hoy nos parece normal hace menos de cincuenta años no lo fue. Como ejemplo, cita reportajes de conflictos en Colombia o Luanda, donde lo que se indica puede sorprender enormemente, por las escenas descritas y las situaciones terribles que se detallan.

Pero entonces Enzensberger recuerda que los testimonios de Europa al finalizar la Segunda Guerra, eran bastantes similares. Pocos recuerdan que hace sesenta años nadie daba un céntimo por el futuro de un continente destruido de cabo a rabo. Europa estaba en el piso. Nadie pensaba que podría levantarse en menos de veinte años y recobrar su poderío veinte años después. Enzensberger busca dar en la llaga: el afán de superioridad europeo frente a los conflictos del mundo allende las fronteras de la Unión Europea. Sus mezquindades. Sus desgracias. Hay, en Enzensberger, la intención de mostrar lo bárbaro contenido en lo europeo, solo que ahora se encuentra barnizado.

Durante los primeros años de la posguerra por doquier salieron a relucir las consecuencias tardías de la dictadura fascista. Y aunque esto es básicamente aplicable a Alemania, también se daba en otras partes. (En todos los países ocupados hubo colaboracionistas). He aquí por qué los afectados resultan ser los peores testigos. Se refugian tras una amnesia colectiva y no solo ignoran la realidad, sino que incluso la niegan.

Lo terrible de la guerra, son los detalles que nadie quiere recordar. Lo más miserable de nosotros mismos. Enzensberger refiere a la periodista norteamericana Martha Gellhorn, quien llega a Renania en abril de 1945 y se muestra irritada y consternada por las declaraciones de los entrevistados:

Nadie es nazi. Nadie lo ha sido jamás. Quizás hubo alguno en el pueblo vecino, y sí, en efecto, aquella ciudad a veinte kilómetros había sido un auténtico semillero del nacionalsocialismo. De hecho, y en confianza, aquí hubo muchísimos comunistas. Siempre nos habían tenido por rojos. ¿Los judíos, dice? Pues, a decir verdad, por aquí nunca hubo muchos. Quizás dos, ¿o fueron seis? Se los llevaron. Durante ocho semanas incluso tuve escondido a un judío en mi casa.

Este testimonio recogido por Gellhorn nos muestra que el espíritu del pueblo, el genio de los pueblos, puede ser también cínico y mendaz. No es puro, ni exacto, y es culpable de grandes catástrofes a lo largo de toda la modernidad. Pero también nos debe hacer recordar que aquello que la Ilustración recogió como herencia de los Antiguos, esa valoración casi científica de la verdad y de la belleza, también está contaminada siempre por lo ideológico. Nos movemos entre ambas tendencias, sin saber realmente si nos definen. Lo cierto es que recorren la historia y nosotros somos sus protagonistas.

En estos tiempos en que el Volksgeist puede ser una bufonada esgrimida una vez más por un Estado que quiere dominarlo todo a partir de la manipulación nacionalista, de la tierra, de la tradición (nunca hay una sola tradición; hay, sí, una tradición que, desde lo político, muchas veces pretendemos imponer a otras. La militar, por ejemplo) y en que la sociedad venezolana parece todavía extraviada y huérfana precisamente de esos altos valores universales de los Antiguos, es bueno recordar la experiencia de otras naciones y de otros tiempos.