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Sobre la terrible expansión de la malaria en Venezuela; por Julio Castro Méndez

Asentamiento minero junto al estanque de una mina, caldo de cultivo ideal para los mosquitos. / Fotografía de BBC

Asentamiento junto al estanque de una mina, caldo de cultivo ideal para los mosquitos. / Fotografía de BBC

La etimología de la palabra malaria proviene del italiano medieval: mal aria o “mal aire”, bajo la suposición de que el aire era el causante de la enfermedad. Otro nombre para esta enfermedad es paludismo, que proviene del latín palus udis y que significa “pantano” o “laguna”. Ambas acepciones hacen referencia a conceptos similares: un mal aire que lo envuelve todo o un pantano fétido como el ecosistema asociado con la enfermedad.

La malaria ha sido reseñada en literatura china desde 2700 a.C. También Homero la nombra en la Ilíada y Shakespeare la ha incorporado en sus obras. Carlos Finlay, un médico hispano-cubano que trabajaba en Cuba con pacientes de fiebre amarilla, propuso que el transmisor era el mosquito. Posteriormente, el británico Ronald Ross logró evidenciar en la India la trasmisión del parásito mediante el mosquito Anopheles. Algunos años antes que Finlay, Luis Daniel Beauperthuy, un médico nacido en la isla caribeña Basse Terre (parte archipiélago francés Guadalupe) y radicado en Venezuela, con una larga trayectoria de descendientes médicos en el país, ya había sugerido que la transmisión de fiebre amarilla y malaria se daba por mosquitos. Por distintas razones sus méritos no fueron reconocidos hasta publicaciones francesas recientes.

De acuerdo con datos oficiales, se estima que en 2015 hubo 127.000 casos de malaria en Venezuela, cifra que ha venido aumentando durante el último año de manera sostenida y alarmante. En un reporte reciente de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre el combate de la malaria, Venezuela tiene el dudoso honor de ser el único país de toda América que ha retrocedido en la lucha contra esta enfermedad.

La paradoja es que Venezuela fue uno de los ejemplos de la lucha antimalárica por los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. No es exagerado decir que una razón determinante para pasar de la Venezuela rural a la Venezuela productiva fue la casi desaparición de enfermedades prevenibles como malaria, dengue, enfermedades diarreicas, entre otras, mediante medidas de salubridad y políticas públicas.

Para el año 2015, el 85% de los casos de malaria provienen del municipio Sifontes del estado Bolívar. Y, a pesar de que en este municipio viven unos pocos miles de habitantes, en los datos censales los casos de malaria están en el orden de 80.000. La pregunta que surge es obvia: ¿cómo puede haber más casos que habitantes en ese municipio? Pues proque en el municipio Sifontes está la mayor cantidad de minas de oro del país. La mayor parte de la población que llega a esa zona es población flotante, pues sólo va hasta allá para labores de extracción y, en su mayoría, regresan a sus regiones… buena parte de ellos enfermos con el parásito en su sangre.

“La semilla malárica”

Arnoldo Gabaldón acuñó este término que hacía referencia a la diáspora de pacientes infectados que permitían la expansión de la enfermedad en términos territoriales, al ir desde zonas con alta concentración de malaria a zonas menos problemáticas. Venezuela tiene un 80% del territorio nacional con condiciones apropiadas para el desarrollo y mantenimiento de la familia del vector (el mosquito Anopheles) por sus condiciones atmosféricas, geográficas y de altura. La lucha contra estas condiciones y el control importante de vectores entre 1950 y  1980 llevó a la casi desaparición de los casos. Sin embargo, en estos momentos se juntan dos condiciones de alta peligrosidad: la expansión territorial de gran cantidad de personas provenientes de las minas con parásitos en su sangre y la existencia de vectores capaces de transmitir la enfermedad de un humano a otro en zonas donde antes se habían erradicado los focos maláricos.

Un ejemplo de esto es la reactivación de focos en los estados Miranda, Vargas y Guárico, algo que hace que la preocupación no esté relacionada solamente con la gran cantidad de casos provenientes del municipio Sifontes, sino con la capacidad de reactivación de focos ya controlados hace bastante tiempo.

Se calcula que pueden transcurrir entre 3 y 5 años para “apagar” un foco que se ha reactivado, suponiendo que se hace todo lo necesario para sofocar el brote.

¿Que tanto hemos retrocedido? 

Según datos de la OMS, la incidencia de malaria en el período 2000-2015 se ha reducido en un 37% en los países con transmisión. Sin embargo, Venezuela pasó de 11 casos por cada cien mil habitantes durante el año 2000 a 40 casos por cada cien mil habitantes en 2015: un aumento del 263%. Otra forma de proyectar el impacto es comparar el número de casos o las tasas históricas en Venezuela. En el siguiente gráfico, la línea azul representa el número total de casos por año y eso demuestra números alarmantes.

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La cantidad de casos por año ha superado por mucho a los registros históricos. Desde el año 2004 se ha superado la barrera de los 40.000 casos, fenómeno que aumenta durante los años siguientes. Son cifras nunca antes vistas. Por otro lado, cuando se observa la tasa de casos (que se calcula al dividir el número de casos entre la población total) observamos que en 2015 alcanzamos una tasa similar a la observada en el año 1945, año en que se comenzó a usar el insecticida DDT de forma masiva como estrategia de combate contra el vector. De alguna manera, esto supone un retroceso de 40 años en la lucha contra este flagelo. Y aunque aún no llegamos a tasa de los países africanos, tenemos la dudosa reputación tener más alta de América: nuestra cifra es 1,5 veces mayor que la de Colombia (203) y el doble que la de Brasil (156).

¿Como podemos controlar esto? 

Es imprescindible entender las causas que han permitido que esta enfermedad en Venezuela se encuentre descontrolada. El propio gráfico arroja algunas pistas de las causas y sus posibles soluciones. Lamentablemente, el uso de medicamentos anti-maláricos o de insecticidas no pareciera poder causar el impacto que anteriormente causó. Ahora el vector es más resistente a los insecticidas y el parásito ha encontrado maneras de hacerse resistente a los tratamientos.

Ya este gobierno intentó una medida para controlar la epidemia: usaron tratamientos masivos, tanto para las personas enfermas como las sanas. Y los resultados son bastante obvios: no se evidenció ningún impacto. La incorporación de equipos multidisciplinarios (CVG-MSAS) en un trabajo mancomunado generó la única muesca en la curva para 1991. Y aquella estrategia implicó uso de tecnología de punta para la época y el compromiso de los grupos de trabajo, tanto locales como de la gestión central.

Es notorio el aumento desproporcionado desde 2003, que fue cuando se produjo la “apertura minera”. Desde aquel momento comenzaron a interactuar esos otros factores que han influenciado de manera negativa. La minería descontrolada o sin supervisión efectiva genera un impacto ambiental profundo. Y este tipo de minería propicia las condiciones para el crecimiento y replicación del vector de manera extensiva, además del impacto en las cuencas de los ríos y contaminación propias de esta forma de extracción por mercuriales. Y estas competencias de organismos ambientales (hoy desaparecidos) juegan factor primordial. La migración ilegal y anárquica genera un grupo de personas susceptibles sobre los cuales es difícil tener monitoreo de la enfermedad y su diseminación a otras latitudes. Este elemento, que de ninguna manera es nuevo, sumado a las pugnas entre mafias y grupos de poder, cuya expresión violenta ha ocupado mucho centimetraje en la prensa, también contribuyen a la expansión de la enfermedad.

La incapacidad de las Fuerzas Armadas para vigilar, controlar, auditar y hacer respetar las normas es un hecho notorio. Si viajas desde el Kilómetro 88 hasta El Callao hay que pasar unas siete alcabalas de la Guardia Nacional, el Ejército y la Policía Nacional que, lejos de generar un ambiente de orden, parecen más bien todo lo contrario. Y no es poco frecuente escuchar que hay miembros de las Fuerzas Armadas incursos en delitos graves en esa zona.

Si bien el Ministerio de Salud es el responsable por el control de la enfermedad, sin el auspicio de Ministerio de Interior, Justicia Y Paz, el Ministerio de Ecosocialismo y Agua, las Fuerzas Armadas y organismos locales descentralizados, esto no va a ser posible. Se necesita un compromiso de alto nivel del Ejecutivo y voluntad política de sus actores para poder iniciar una lucha efectiva. Y hasta ahora eso no ha sido posible.

Expertos en el área han levantado sus alertas a organismos regionales como las direcciones de Malariología y Saneamiento Ambiental, a los nacionales (Ministerio de Salud o el despacho del Ministro), internacionales (OMS, Organización Panamericana de la Salud), sin que hasta el momento se hayan tomado los correctivos. La diseminación de la enfermedad no sólo representa un riesgo para aquellos que visitan la zona, sino también para aquellos que viven en zonas con potencial de contagio.

La situación de malaria nos lleva al concepto mismo de la forma de transmisión sugerida en el siglo XIX: un “mal aire” que consume, que lo abraza todo, que ahoga la realidad, la violencia y la corrupción son la versión moderna del “mal que existe en el aire”, del pal udis o pantano donde el Estado fallido se ahoga irremediablemente.