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¿Ser institucional?; por Juan Cristóbal Castro

El principio de la realidad se materializa en un sistema de instituciones.
Y el individuo, creciendo dentro de tal sistema, aprende los requerimientos del principio de la realidad,
como los de la ley y el orden, y los transmite a la siguiente generación.

Herbert Marcuse

Ser institucional; por Juan Cristóbal Castro 640

Se ha vuelto en un slogan. Lo usamos para todo. Que hay que rescatar la institucionalidad, que perdimos nuestras instituciones, que somos anti-institucionales y demás. Es cierto, no lo dudo. Sólo me preocupa la fuerza de su acento que es inversamente proporcional a la carencia de su contenido, pues la mayoría de los que dicen eso no sólo son los que despotrican por ejemplo de la MUD, que desde luego no es perfecta, o del “puntofijismo”, sino los que son incapaces de organizar al menos un pequeño sancocho entre vecinos.

“Las instituciones humanas deben volverse tan perfectas que podamos pensar sin que nos disturbe cuán imperfectas son las divinas”, decía Karl Krauss. Esa es la secreta aspiración prometeica de nuestros institucionalistas, obviando un simple hecho: que es más bien en la frágil conciencia de su mortalidad donde ésta sobrevive. Igual lo olvidamos y por eso para Zygmunt Bauman la “ritualización del recuerdo” propia de sus actos sólo sirve para el “consuelo espiritual de los vivos”, pues la “institucionalización de la memoria colectiva de los muertos parece responder al deseo de los vivos de anclar su inmortalidad”, tal como hemos visto con el culto al líder del chavismo.

En la Venezuela actual su crisis ha impulsado una nostalgia muy válida, pero revela dos peligrosas limitaciones: una, su vaciamiento en simples criterios de rendimiento, y dos, su pulsión ordenadora que evidencia un imaginario autoritario en el que se quiere meter en el carril a la gente, tal como lo pensaban los viejos letrados del siglo XIX a la hora de erigir constituciones.

¿Pero a qué nos referimos entonces con institucionalidad cuando increpamos a este gobierno? Como no está Gloria Álvarez para que nos ilumine, ya que nuestros académicos son por lo visto siempre aburridos y ganan mal, habrá que proponer algunas líneas de reflexión de forma especulativa.

Empecemos por dilucidar un primer problema. Si quiero defender la institucionalidad, un chavista me puede decir perfectamente que él lo está haciendo también, pues está en efecto defendiendo la del partido único y el culto del líder, que responden de forma más directa al pueblo. Después de todo, es un tipo de institución como cualquier otra.

Entonces el problema es qué tipo de institución se defiende. Yo creo que se defiende varias instituciones y no una sola, que es precisamente el problema del modelo de institucionalidad de los socialismos reales donde el partido coopta todos los espacios. También creo que se defiende un modelo de Estado que conjugue principios democráticos, liberales y republicanos, pues es hasta ahora el que ha permitido no violentar y dominar todas las otras instituciones.

De modo que para desfetichizar la palabra y darle contenido, podemos empezar con esos dos elementos. No se trata de defender la institucionalidad, sino de defender la pluralidad institucional y su autonomía. Tampoco se trata de seguir un modelo de Estado institucional cerrado, improductivo, sectario, sino un modelo que convoque principios liberales, democráticos y republicanos bajo múltiples esquemas que puede valerse de componentes populistas, tecnocráticos o aristocráticos.

Pero falta más. Alguien medio cínico podría decirte no sin razón, ¿pero qué se come con ello?, y para que no parezca las abstractas consignas que algunos líderes políticos, habría que explorar bien cuáles son sus dimensiones. Una bella definición la encontré en unas notas del filósofo Merleau-Ponty bajo para un curso que impartiera en el Collège de France. Dice: “esos acontecimientos de una experiencia que la dotan de dimensiones duraderas, con relación a los cuales toda una serie de vivencias diferentes tendrán sentido, formarán una sucesión pensable o una historia”.

La institución moldea así nuestra experiencia del mundo. Lo logra gracias a rituales donde se reviven tradiciones del pasado en el presente y donde hay figuras de autoridad. Además se rige bajo sus propias reglas y lógicas. Es, en ese sentido, una “comunidad interpretativa”: grupos, asociaciones, que se organizan, siguiendo criterios de inclusión, con diferentes tendencias y conflictos, que marcan una manera de interpretar la realidad.

Ahora bien, la institucionalidad está amenazada por tres lógicas. Una populista y mediática, que la cifra como una entidad elitesca y anti democrática siempre al margen de supuestas realidades más reales, otra militante o revolucionaria que la ve en función de un telos liberacionista que busca la emancipación, y otra neoliberal que valora su efectividad desde el número y la productividad, pasando por encima sobre otros regímenes de autoridad, como el de la tradición y la excelencia en términos cualitativos y no cuantitativos.

Las tres la desprestigian tanto desde adentro como desde afuera. Además, terminan siendo cómplices al fomentar una suerte de igualitarismo desde el número estandarizado que sólo le interesa la inclusión homogénea y simétrica, sin mediaciones, pluralidades, discusiones, y temporalidades .

Otro frente dilemático en la modernidad es el que se cifra en la tensión de dos líneas. La occidentalista que pretende que debe seguir fielmente los modelos que vemos en Harvard o Chicago, y excluye prácticas e instituciones de otras comunidades y tradiciones, y la etnocéntrica que más bien reniega de antemano de los modelos foráneos, desconociendo sus aportes e historias. Si vemos bien, en realidad se debe trabajar entre ambas bajo un ejercicio minucioso y constante de adaptabilidad y traducción cultural, pues al final son “cajas de herramientas” que uno usa para resolver los problemas de su propio contexto.

Por otro lado, y a decir de Myriam Revault d’Allones, la institucionalidad “no puede ser reducida a un contrato”, pues su autoridad “excede necesariamente lo procedimental”, además de que constantemente debe revivir el movimiento y “la potencia de actuar que le dio origen”. Sin ello, se fosifica y muere. Ni contractual, ni empresarial. Para evitar eso, necesita de política: convivencia con sus tendencias heterogéneas, adaptabilidad ante las nuevas circunstancias y actualización constante del pasado en consonancia con un ejercicio de proyección al futuro.

Ahora, cuando hablamos del Estado en Venezuela hay que reconocer la doble cara de su crisis. Tenemos en efecto una especie de tiranía plebiscitaria y personalista que, por un lado, es represiva y gritona y, por otro lado, es inoperante y se permea de poderes mafiosos y parapoliciales. De modo que para restituir su institucionalidad se debe trabajar en dos terrenos en apariencia contradictorios. Uno de ellos es recobrando la autoridad del Estado, su pertenencia, prestigio y legitimidad, y el otro es hacerlo más efectivo, participativo, menos burocrático. Dos saberes opuestos requieren vinculares: el de la tradición con el de la técnica.

La tarea no es fácil, así que si alguien vuelve otra vez a la letanía de la necesidad de instituciones, pregúntele de qué instituciones se trata, a menos que sea Gloria Álvarez la que tenga la respuesta.