Blog de Eduardo Sánchez Rugeles

Saber citar a Goethe, por Eduardo Sánchez Rugeles

Por Eduardo Sánchez Rugeles | 17 de mayo, 2012

En memoria de la profesora Ernestina Salcedo Pizani

La profesora tenía una costumbre rara: antes de comenzar la lectura del Quijote, pedía por favor que, al terminar la clase, alguien le diera la cola para su casa. Todos aquellos que, entonces, teníamos carro alguna vez la llevamos a su calle de Montalbán.

Mi promoción fue su última promoción. Las tardes de los miércoles, en las últimas horas, Ernestina Salcedo Pizani dictaba el curso Literatura Española II. La rampa y el pasillo eran un trámite difícil. Le costaba mucho caminar. El ritmo lento de los ascensores de la UCAB la obligaba a esperar con paciencia en el escándalo del tercer piso. La clase solía comenzar tarde, muy tarde. La deserción era habitual. Freddy Goncalves, nuestro delegado, era el encargado de ir a la dirección de la Escuela de Letras para buscarle una silla cómoda y acolchada. La utilería cotidiana de las aulas destrozaba su espalda. Ese año, el primer trimestre de Literatura Española lo dictó una profesora suplente. Ernestina se recuperaba de alguna enfermedad o intervención delicada. Se incorporó tarde, en el mes de enero. Desde la ventana, la vimos atravesar la carrera de obstáculos de la rampa. Entró al salón con paciencia. Pidió por favor, con voz pausada y respetuosa, que al terminar la clase alguien la llevara a su casa ya que no tenía medios para regresar. Luego, confrontando visibles dificultades motoras, logró sentarse. Recitó de memoria un poema de San Juan de la Cruz. Un vasto silencio se apoderó de la sala. El efecto místico fue genuino. Sus palabras activaron una honesta modalidad de conmoción y respeto.

Años más tarde supe que asimiló a disgusto su salida de la cátedra. Aunque las rodillas le impedían desplazarse con comodidad y las manías de siglos de enseñanza habían aletargado su discurso, ella tenía la convicción de su talento, de su compromiso con la educación y las letras. La juventud, en ocasiones, forma cataratas que impiden valorar ese tipo de esfuerzo. En los últimos años, era habitual escuchar en los pasillos el rumor sobre el visible deterioro de la profesora Ernestina; se decía que sus clases no eran las mismas, que ignoraba los contenidos del programa, que limitaba el plan escolar a monólogos redundantes sobre San Juan de la Cruz en detrimento de un pensum tan extenso como imposible, que su sistema de evaluación era impresionista y que, en lugar del saber, pretendía explotar en sus estudiantes inútiles aspiraciones líricas. Más allá de esos rumores, el desgaste real, el discurso de los ciclos y el incómodo sentido de lo inevitable hicieron que la profesora Ernestina Salcedo abandonara la universidad.

Ernestina Salcedo fue una de las mejores profesoras que tuve en mi largo periplo como estudiante, tanto en Venezuela como en el extranjero. Su pedagogía se fundaba en lo esencial, en una visión de la vida que, a pesar del envilecimiento del entorno y la creciente degradación de las acciones humanas, brindaba un nuevo sentido al significado del mundo. Siempre fue más allá de los programas, de los contenidos temáticos, los índices y las burocracias. Antes que instrumentalizar el concepto de enseñanza prefirió transmitir una pedagogía personal que sacudió a sucesivas generaciones de egresados en Letras y docentes del viejo Instituto Pedagógico. Se propuso enseñar a través de las letras una extinta, humilde y compleja noción de la naturaleza humana.

Siempre tuvo un claro sentido de la elegancia. Nunca se le vio despeinada o raída. Sus vestidos oscuros no mostraban arrugas ni manchas de tiempo. Todas las clases tenían dignidad de ceremonia… Alguna vez, ante la inminencia del calendario de evaluaciones, un compañero aburrido le preguntó por los contenidos del examen de Española. Ernestina, distraída en las angustias de Fray Luis de León, le respondió con una cita de Goethe. La cita, per se, puede parecer insignificante y retórica. El contenido trágico reposaba en la manera de decirla, en la pausa, en los acentos, en el cállate imbécil que nunca pronunció ni pensó pero que, sin duda, invitó a reflexionar a los necios: “Gris es toda teoría y solo es verde el árbol dorado de la vida”. Educar para ella, simplemente, era saber decir.

Comparto con sus familiares, amigos y estudiantes este legítimo sentimiento de gratitud y tristeza.

Eduardo Sánchez Rugeles 

Comentarios (1)

juan
18 de mayo, 2012

Ese es un homenaje. La degradación, el envilecimiento casi catastrófico del ambiente, hacen parecer del siglo XIX cosas como un alumno que reconoce a su maestra, un ciudadano que lamenta el arraso de una catedral, el incendio de una biblioteca. Y, por lo que se ve, esa era una maestra. Con lo cual la devastación es semejante, o mayor.

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