Perspectivas

Rusia: Despenalización de la violencia familiar y criminalización de la política; por Fernando Mires

Por Fernando Mires | 11 de febrero, 2017
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Fotografía de Getty Images

Las dos noticias llegaron el mismo día. La primera fue la despenalización de la violencia familiar en Rusia. La segunda, la inhabilitación del popular candidato opositor Alexei Navalny. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? Aparentemente nada. Sin embargo, Putin nos ha enseñado a ser suspicaces.

Si miramos atentamente la despenalización de la violencia familiar y la violencia ejercida en contra de un opositor, acusado de una muy dudosa corrupción, veremos que ambos hechos comparten una misma lógica de poder.

Veamos la primera noticia. La disposición legal aunque grotesca es interesante. Las palizas dentro del ámbito familiar solo serán materia penal en caso de lesiones visibles, por ejemplo quebraduras. Moretones no bastan; dolores, tampoco. Más aún: para ser culpado, un agresor tiene que haber cometido delito de agresión dos veces al año. De modo que a cada ciudadano le está permitido destrozar cualquier miembro físico de su cónyuge una vez al año.

La nueva ley fue iniciativa de Putin. En una conferencia de prensa del año 2016, el mandatario se quejó de la descarada injerencia de la Justicia en las familias. Ahí comenzamos a entender. La despenalización de la violencia familiar tiene que ver con la reducción de las atribuciones del poder judicial. Uno de sus objetivos es traspasar más competencias al ejecutivo. Pero hay más. Veamos:

¿Quiénes son los favorecidos con la nueva ley? Por supuesto, los “jefes” de familia. Los casos de agresión física ejercida por mujeres en contra de hombres son en Rusia, como en todas partes, minoría. Rusia ocupa en materia de violencia familiar uno de los primeros lugares en el mundo. Todos los años son asesinadas entre 12.000 y 14.000 mujeres dentro de sus casas. El 40% de los crímenes violentos son cometidos en el dulce hogar. Lo que necesitaba Rusia, a toda vista, era un aumento de la competencia judicial sobre las familias. En cambio, Putin dictaminó en dirección contraria: a favor de la despenalización de la violencia familiar.

¿Quiénes, aparte de la mayoría de los maridos rusos, aplaudieron la despenalización? La respuesta es obvia: las autoridades de la iglesia ortodoxa rusa: una de las más conservadoras del mundo. La despenalización de la violencia se suma así a la penalización del aborto y a la discriminación de los homosexuales en todos los ámbitos de la vida.

Las convicciones de la iglesia ortodoxa en materia de sexualidad no se diferencian de las de otras religiones del mundo, todas más preocupadas de los genitales que de las almas. La particularidad rusa es que el cristianismo ortodoxo es el brazo ideológico de la dominación putinista del mismo modo como la doctrina marxista leninista lo fue de la dominación comunista. El de Rusia ya no es un estado secular. Desde los zares la iglesia ortodoxa no había gozado de tanto poder como bajo Putin.

Ateo convencido ayer, Putin es hoy un fervoroso creyente. El mismo Benedicto XVl —cuenta en su última entrevista— quedó impresionado de la devoción con la cual el autócrata besaba la cruz. Putin, evidentemente, quiere hacer creer que su llegada al poder es un mandato divino. Lo cierto es que entre la dominación putinista y la iglesia ortodoxa rige una comunidad de destino.

Tanto Putin como la ortodoxia están interesados en la reinstauación del orden patriarcal cuestionado por ideas foráneas provenientes de una “Europa enferma y decadente” y, sobre todo, liberal. A través de los patriarcas familiares, Putin y la Iglesia buscan ejercer dominación sobre toda la sociedad. Así como el ideal eclesiástico es convertir a cada padre de familia en un sacerdote dentro del hogar, el de Putin es hacer de cada marido un agente del Estado. Tanto en uno como en otro caso desaparecen las fronteras que separan al mundo público del privado.

La violación de las fronteras entre lo privado y lo público es la principal característica de todo sistema totalitario.

El Estado, de acuerdo a la lógica de Putin, no puede reposar sobre familias infectadas por el virus del feminismo occidental. Entre Estado y familia no debe haber contradicciones. El patriarcado político de Putin debe ser complementado con el micropatriacado ejercido al interior de cada hogar. Así se cumple una de las premisas de Foucault. El macropoder para que exista debe estar sustentado en el micropoder. Y en la familia, sin duda, es ejercido el micropoder por excelencia.

Así como Putin es dueño del cuerpo de los ciudadanos, el esposo, convertido en un microPutin, debe ser el dueño de los cuerpos de su esposa y de sus hijos. De este modo Putin no solo se apodera de los tres poderes del Estado. A través de sus instrumentos de represión se hace, además, dueño del poder físico, junto a la Iglesia del poder metafísico y gracias a los “jefes de hogar”, del poder microfísico.

¿Y que tiene que ver todo esto con la inhabilitación política de Alexei Navalny?

Mucho; o todo. Navalny es un político prooccidental en el exacto sentido del término. Egresado de Yale, es admirador de la sociedad liberal y de sus tradiciones. Como muchos intelectuales y algunos políticos, Navalny está convencido de que el futuro de Rusia solo está garantizado dentro y no fuera de Europa. Ese “dentro” supone la introducción de los usos democráticos que provienen de la Ilustración y de la consecuente secularización. Si a ello agregamos su innegable carisma personal, su simpatía y la recepción positiva que venía obteniendo entre los sectores más cultos del país, sobre todo entre mujeres y homosexuales, cabe imaginar que, para Putin, Navalny era un enemigo mortal.

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La acusación de corrupción y los cinco años de prisión que le esperan, bastan para borrar a Navalny del escenario político. Pero en su tragedia tuvo quizás suerte. Todavía no ha aparecido muerto cerca del Kremlin, como ocurrió en 2015 al líder democrático antiPutin, Boris Nemtsov.

La violencia familiar ha sido despenalizada y la política ha sido criminalizada en Rusia. Los dos acontecimientos tuvieron lugar el mismo día 8 de febrero de 2017. Aparentemente no tienen nada que ver uno con otro, aunque todos sepamos que solo son las dos caras de una misma moneda.

Esa moneda es el precio del asalto a los valores de la Europa moderna. Los mismos valores que combaten los caballos de Troya del putinismo en los países de Europa Occidental. Marine Le Pen a la cabeza.

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Fernando Mires 

Comentarios (2)

enrique tineo suquet
13 de febrero, 2017

Con el debido respeto difiero de la presente conclusión: “La violación de las fronteras entre lo privado y lo público es la principal característica de todo sistema totalitario”.Eso sólo se ve en el mundo de Orwell. Creo que en Rusia el sistema financiero iusprivatista está intacto, en manos privadas. En verdad no veo la conexión entre un caso de enjuiciamiento o condena a un político y un caso (donde se violan derechos humanos) de tipicidad penal o mejor dicho, de requerimiento de ciertas condiciones objetivas para el reconocimiento de un delito, para ello existe el control constitucional a menos que, su Tribunal Supremo se caracterice por ser restriccionista judicial, esto es, que no se dedica a anular las leyes del parlamento que considere inconstitucionales. Por supuesto, se trata de una consideración subjetiva como la del respetable autor del artículo.

Chacao Bizarro
13 de febrero, 2017

Saludos Don Fernando. Encontré el digital Vox de USA, un artículo que podría ser de su interés. Richard Rorty’s prescient warnings for the American left. This liberal philosopher predicted Trump’s rise in 1988 – and he has another warning for the left.

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