Cultura Crítica

Roberto Obregón y el fuero de la rosa, por Jesús Torrivilla

La memoria de Roberto Obregón quedó disecada en su obra: en las rosas que fueron objeto de su admiración y sujetos de su lenguaje. Sus disecciones artísticas hablan del tiempo, su aliado implacable.

Por Jesús Torrivilla | 5 de septiembre, 2013

“Quizás la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas”.
Jorge Luis Borges.

Obregon640

Una numeración no basta: son saltos, omisiones, vuelcos y erratas. Es la tipografía gótica de su sentencia, de sus signos. Para contar una rosa hay que enfrentar con delicadeza el peso de su historia. Las manos, cuidadosas, conservan el pétalo. Separados, en retícula marcial; juntos, en franco abrigo. Con sus bordes imperfectos o carcomidos por la plaga minúscula del tiempo. Las rosas de Roberto Obregón se pudren en los sobres que las guardan y exhiben impúdicas sus heridas. Son esas las que corroen el metal de la geometría venezolana y la presenta tal cual es, con su quebrado presente.

La vida de Roberto Obregón es un misterio voluble. A partir de su muerte en el 2003 su obra ocupa cada vez más espacios y se multiplican las preguntas. Sus amigos, custodios y galeristas no hablan demasiado de su historia. Se reservan al Obregón que vivieron, el que les tocó. Pero una búsqueda en los archivos de prensa y catálogos del artista permiten hacerse una idea no solo de cómo fue la vida, sino el lenguaje de este artista que disecó a la rosa para reapropiarse de su poder simbólico.

En la última Bienal de Sao Paulo, curada por el venezolano Luis Pérez Oramas se exhibió una muestra antológica de Roberto Obregón que aterrizó en Caracas con el nombre de “El elocuente silencio de las formas”. Es la exposición más completa de esa índole que se organiza. Su intención es clara: proponer una primera línea de interpretación sobre la obra del artista cuyo poder metafórico, exploración estética y obsesión lúcida, encuentran su lugar en la lista de los nombres canónicos del arte venezolano como Gego, Soto, Reverón, Cruz-Diez.

Ariel Jiménez, encargado de la exposición, presentará próximamente un libro que contiene una serie de diálogos con el artista. Son estos textos, junto con sus catálogos, reseñas, los que permiten elaborar un retrato, apenas un esbozo, del “señor de la rosa”.

Un aspecto adolescente

—¿Qué espera de la vida?

—De la vida nadie espera nada. La felicidad no existe. Es solo un término creado por el hombre. Lo que más me desagrada de la vida es la vida misma.

Así respondía un Roberto Obregón de “veintiún años y aspecto adolescente” a su primera entrevista, en 1967. Había ganado dos premios en el Salón Oficial de Arte Venezolano. Era pintor en esa época. El texto, sin firmar, se permite unas licencias: “aprendió a sonreír hace apenas unos meses”, “a veces hasta resulta ingenuo en sus actitudes de hombre viejo. Y de pronto asoma la inseguridad…”, “[es un] muchacho excesivamente joven para tanta amargura”.

Estas palabras describen a un artista con una carrera que recién comienza: estudió dos años en la Escuela de Artes Plásticas de Maracaibo, de la que se retira para pintar con dedicación y currículo propio. Inspirado en El Jardín de las Delicias de El Bosco, empieza a construir un universo hermético y lleno de símbolos, cuyo misma indagación cuestiona. Expone su primera individual en el Centro de Bellas Artes en Maracaibo en 1964 y posteriormente en Caracas, en la Galería 22, en 1967.

En sus pinturas de esa etapa se repite la figura del huevo: del que salen pies, figuras andróginas en un nacimiento edénico; bocas; connotaciones sexuales explícitas. La cosmogonía de Obregón desde ese momento se instaura como misterio y él pica adelante, como lo afirma en el catálogo de la muestra del 67: “Estoy tratando de abrirme un camino, de crearme un lenguaje (no un estilo). Los elementos en mi pintura no están por querer significar nada con ello, sino simplemente como un ejercicio y por deseo de ser congruente”.

Sobre el erotismo en su trabajo responde con hastío: “También me propongo con ello: molestar, conmover, impresionar, o [lo hago] porque ya estoy cansado de que nadie diga nada y se conforme con llevar su mordaza de falsa moralidad”. Un año después logra su cometido, en 1968 expone en el Salón La Rinconada y sus obras marcadamente sexuales ocasionan que sea excluido. Hablamos de un artista que llegó a hacer en 1975 una crónica fotográfica de su propia erección,  titulada You can look (but you better not touch).

La rosa enferma

—Pobre. Las plantas sufren, dicen…

—No es mi intención. Solo quiero conocerla, deshojar su secreto. Quiero hacer un retrato de la rosa, aproximarme a ella.

Luis Salmerón trabajaba en un museo y apenas lo conocía cuando, en medio de un grupo de mujeres, llegó a regalarle una rosa. Era fotógrafo, amigo de Isaac Chocrón. A pesar de la vergüenza, Obregón aceptó “porque era una rosa muy bonita”. Ese mismo día se decidió a disecarla. Como cualquier botanista, pétalo a pétalo la fue deshojando. Luego las puso entre las hojas de un libro hasta que estuvo lista. Las guardó en un sobre de filatelia, libres de ácido, para conservarla.

En 1982, unos años después, descubrió la falla: había olvidado usar alcohol para protegerla. Fue evidente cuando decidió destaparla para una exposición de acuarelas. Los pétalos estaban comidos por los insectos. Pero igual decide pegarla sobre el cartón, “intervenida”, enferma. No podía despreciarla, maquillarla, esa no es la intención del retratista, de quien decide aproximarse a su secreto, como le responde ese mismo año al periodista del diario El Universal que lo interpela por el sufrimiento de la planta.

Deja de verse con Salmerón, pero la rosa era una bomba de tiempo alegórica. Guardaba la traición de Bataille, que en su ensayo, “El lenguaje de las flores”, asegura: “La flor es traicionada por la fragilidad de sus pétalos, de modo tal que lejos de responder a las exigencias de las ideas humanas se convierte en símbolo de su fracaso”. Son las heridas del cuerpo perentorio, atravesado por el sacrilegio del deseo. Años después, Luis Salmerón contrae SIDA. Ese día la rosa se vuelve un sino, que siempre es aciago. Con el tiempo, el fotógrafo desaparece víctima de la enfermedad. Por otros excesos fallece Obregón. Pero la rosa se mantiene perfectamente conservada en su nobleza oscura. Y ya no es alegoría sino una metáfora entonada con estertor, con la hidalguía del sufrimiento.

Heridas descifradas

Los quejidos de la rosa llevan un mensaje claro para Ariel Jiménez: “El tiempo en Obregón es diferente a la concepción de la modernidad, no es un factor físico que condiciona el universo, un torrente que va hacia delante, hacia el progreso, como en la obra de Jesús Soto. Obregón lo concibe como circular, afín a la degradación, a la podredumbre. Es un tiempo agónico que habla con mucha más claridad sobre nuestro presente”.

Jiménez, curador de la muestra antológica, entrevistó a Obregón pocos años antes de su muerte. El resultado de esas conversaciones se publicará en un libro del que se extrae la anécdota que se cuenta en estas páginas sobre la rosa enferma. La principal intención de Jiménez fue ahondar en la vida del artista para descubrir las claves de su obra, cuyo trasfondo autobiográfico deseaba descifrar.

Su pregunta iba por encontrar las razones de una obsesión que duró treinta años. Obregón, después de su etapa figurativa, en constante conflicto con el medio del arte, emprende la búsqueda de un lenguaje orientador. Y en la rosa encuentra su alfabeto, que multiplicará a través de la fotografía, el collage y la pintura.

Ese es el salto desde 1967 hasta su segunda individual en 1978, “El agua como ciclo”, en el que muestra archivos botánicos junto con fotografías, disecciones pintadas con acuarelas de diferentes fuentes de agua: de río, de lluvia y de mar.

Después de allí la rosa también se haría pop, muerte, historia personal. En la serie Niagaras —sin acento, como la película protagonizada por Marilyn Monroe—  alcanza quizás uno de sus puntos más crípticos pues hace cuadrículas en las que enfrenta figuras como la de Marcel Duchamp con la de la diva estadounidense, y las plaga de símbolos relativos al tarot, al zodíaco.

Esa intención de Obregón es la que Ariel Jiménez intenta relacionar con hitos de su vida, con anécdotas de su infancia, con la visión de sus primeros rosales, su relación con su familia o la enfermedad que lo marcara para toda su vida: el desorden bipolar.

Todos los Obregón

Nadie tiene una sola versión de Obregón. Se habla de un tipo espléndido, irónico, pero muy tímido. De un fanático del cotilleo y las revistas de chismes. La vida, la taxonomía de sus hechos sin distinción, forman un preciso punto de encuentro en la obra. En “Retrato de un artista”, perfil de Thelma Carvallo publicado en El Nacional en el año 1999, la curadora afirma: “La trama será algo fundamental, tanto en su expresión formal de cuadrículas para Niagara, como en sus propios devaneos íntimos”.

Por eso la pregunta por su historia personal y el germen de su obra desvela a investigadores como Ariel Jiménez. Esto unido a las pistas falsas que el mismo Obregón se encargó de sembrar. Por ejemplo: del mensaje evidentemente fúnebre de la rosa enferma, Obregón de pronto reivindicó el carácter decorativo de su trabajo. Quiso desligarse de esas connotaciones iniciales y la búsqueda de significado.

También optó por alejarse de la ciudad, después de vivir en Caracas, se retiró al pueblo de Tarma en el estado Vargas, asentamiento tan pequeño que aún hoy escapa al escrutinio de Google. Luis Romero, artista amigo de Obregón desde 1999 lo define así: “Siempre tuvo un aura de artista maldito y consentido. Era cortés con el público pero prefería estar rodeado de sus amigos. En el fondo era reservado”. Y remata con una broma: “Él decía que era un hillbilly”.

No ha sido fácil lidiar con su producción, ni para el público ni para la crítica. Romero la caracteriza como difícil, poco comprendida, a la vez que a él lo califica de “artista fuera de serie, subestimado”. “A pesar de que su obra es evidentemente autobiográfica, tiene una contundencia que trasciende los cuestionamientos sobre su vida. Algo estaba preservando el hermetismo. Fue la manera de hacer su estética”.

Regreso a la metáfora

—Petronila Soto de Ruda, mi bisabuela materna, algunas noches tendía una sábana en el patio y nos acostaba boca arriba, mirando al cielo. Ella le daba nombres a las constelaciones y nos decía que cada una de las estrellas que estábamos viendo pertenecía a una persona. Y que si uno encontraba la estrella que le correspondía, moría en ese instante. Sin duda tranquilizaba sentir el peso del cielo sobre ti, y ver todo lo que tenías arriba, que era deslumbrante.

Esa historia se la cuenta Roberto Obregón a Ariel Jiménez. Probablemente no es sea la llave para entender toda su obra, pero es un pasaje que ubica al personaje ante el peso del mundo, ante la belleza, que en ese caso, como en el de la rosa, no escapa a la impronta de la muerte.

Contra todas las interpretaciones, Obregón afirma en el texto de “Coincidentes”, exposición de 1984: “El arte es solo una actividad más, ligada a la vida, a lo cotidiano; intenta dirigirse a los sentidos… y la ceguera, sordera, o insensibilidad son atrofias que la literatura no puede remediar”. Rechaza los argumentos filosóficos, sociológicos, semióticos y psicoanalíticos por una oportunidad de sintonizar los sentidos con el fuero de la imagen.

La rosa desnuda, descompuesta y vuelta a armar, se desgaja de su historia. Es la obra de arte que traspasa esas dimensiones. Así lo afirma Hanni Ossott en su ensayo Memoria en ausencia de imagen / Memoria del cuerpo: “El arte que se levanta desde la herida esencial es la posibilidad de una transgresión: la de sí mismo, la del artista, la de la relación con el mundo”.

Roberto Obregón un día estaría de acuerdo con Ossott, pero quizás le llevaría la contraria al otro. En sus palabras, más allá de hablarnos del presente, solo le bastaría una cosa: “Aunque nada trascienda, tómense mis disecciones como documentos”.

***

Este texto formó parte de la edición de la Revista OJO Nº21

Jesús Torrivilla 

Envíenos su comentario

Política de comentarios

Usted es el único responsable del comentario que realice en esta página. No se permitirán comentarios que contengan ofensas, insultos, ataques a terceros, lenguaje inapropiado o con contenido discriminatorio. Tampoco se permitirán comentarios que no estén relacionados con el tema del artículo. La intención de Prodavinci es promover el diálogo constructivo.