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Retrato de Gustavo Valle, por Antonio López Ortega

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Recuerdo el momento preciso en que Gustavo me dijo que se iba de Venezuela. En ese momento trabajábamos juntos; así que no sólo perdía a un buen colaborador, sino también a un magnífico escritor (por no decir a un contertulio) y también a un gran amigo. Decir que se iba puede sonar dramático, porque todos nos vamos pero nunca abandonamos. Pero en el caso de Gustavo, me costaba admitir que esa decisión era la correcta. Como yo sentía un comienzo de pérdida, intentaba retenerlo. Del otro lado (del horizonte que le esperaba), había un nombre: Pía Bouzas, y también otro nombre en ciernes, porque pertenecía a un nonato.

Siempre sentí que Gustavo, si bien pertenecía a este paisaje, también pertenecía a otros, también merecía otros. Sus amigos cercanos saben que su familia tiene ascendencia boliviana, a pesar de que Gustavo es un caraqueño cabal, que no sólo vino al mundo en 1967, sino que también hizo todos sus estudios en Venezuela. Pero a pesar de cosechar amigos, confidentes, colegas, profesores y seguramente novias, tiendo a pensar que Venezuela fue un tránsito en un su vida, un pasaje. Nunca prescindible, por supuesto, pero sí una sustancia lo suficientemente viscosa como para separarse un poco, como para tomar la suficiente distancia que todo referente necesita para convertirse en material novelable.

Y vaya si será cierto que tanto su novela Bajo tierra como la más reciente de título Happening se alimentan de la escena venezolana: al principio, un compendio de aventuras, de viajes, de tránsitos (precisamente), de recuerdos, pero a medio camino comienzan a brotar los signos trágicos, incomprensibles, de una sociedad que nos negamos a reconocer como alterada, como enferma. Años después de haber abandonado a Uruguay, contestándole a un periodista que lo hostigaba, Juan Carlos Onetti llegó a decir que la Montevideo que le interesaba era la que llevaba en su cabeza. Pues yo pensaría que la Caracas que le interesa a Gustavo es la que lleva en su cabeza, por no decir en su corazón.

En muy corto tiempo, ya instalado en Buenos Aires, Gustavo comenzó a hacer realidad su sueño: se mostraba, producía y colaboraba como un escritor profesional. Escribía crónicas extraordinarias, seguía editando poesía, publicaba artículos en revistas o portales iberoamericanos, recibía encargos de guiones cinematográficos. Yo comenzaba a leerlo de otra manera, con auténtica admiración. Y era también como si la lejanía me hubiera hecho falta para apreciar con mayor tino su obra. Confieso que entre escritores venezolanos, siempre he sentido que nos leemos muy mal. Nos saludamos, nos abrazamos, nos damos palmadas en la espalda, y sin embargo comenzamos a admirar la obra de nuestros pares una vez que los enterramos. Gustavo quizás haya entendido (es un aprendizaje doloroso, me temo) que es bueno alejarse de los afectos para que lo otro, que a falta de mejor nombre llamaremos literatura, irrumpa con la contundencia que debe hacerlo.

Celebremos, al menos, o más bien admiremos, el rescate que Gustavo hace en sus novelas del paisaje de la venezolanía, que es un término que le he leído recientemente a María Fernanda Palacios. Se trata de un paisaje que mezcla, sí, naturaleza, pero también sociología. No hay cielo en Venezuela del que no esté cerca un infiernillo. En Happening, por ejemplo, casi que no se hace contrastante la admiración que produce en un tramo de carretera una montaña o un atardecer con la súbita aparición de un guardia nacional que, sabemos, viene a extorsionar o a amenazarte.

Pero con las recreaciones gustavianas de la interioridad venezolana, de tan maduras y acabadas, de tan propias y personales, he comenzado a sentir lo que alguna vez sentí en la novela Edén de Alejandro Rossi, cuyas descripciones de la Caracas de los años 40, por ejemplo, me han parecido insuperables. Gustavo comienza a describirnos un paisaje venezolano, natural y humano, con sello personalísimo. Y me parece que esto no se debe a técnicas, ni a planos narrativos, ni a embrujos. Esto se debe, sobre todo, a una mirada, su mirada, que comienza a ver nuestra realidad circundante con una penetración que nosotros, residentes habituales, no tenemos. ¿Significará esto que para hablar mejor de Ítaca hay que postergar el retorno a Ítaca? Quizás Gustavo lo intuyó, aunque fuese inconscientemente, y aquí lo tenemos produciendo novelas que se llevan todos los premios de la plaza.

Cuando me puse a compilar, junto a mis colegas Carlos Pacheco y Miguel Gomes, el libro La vasta brevedad, una antología del relato venezolano del siglo XX, una segunda lectura, digamos subtextual, me permitió recorrer las biografías de estos grandes autores. En esta legión secreta había suicidas, insomnes, presidarios, enfermos terminales, infelices crónicos, dementes y, por supuesto, desterrados. No quisiera incluir a Gustavo, de entrada, en este grupo de atormentados, pero digamos que va por buen camino. El destierro, el exilio o, menos dramáticamente, la simple lejanía parece ser buena consejera. Si su circunstancia sureña, al lado de sus seres queridos, es garantía suficiente para que sus novelas sean cada vez mejores, conformémonos con verlo, al menos, una vez al año. Si esa esperada visita, además, se puede acompañar con una caja de alfajoles, estoy seguro de que lo seguiremos abrazando como si no fuera un extraño.