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Recuerdos de 1999. A propósito de Pin Pan Pun y Alejandro Rebolledo; por Rodrigo Blanco Calderón

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Caracas sangrante (1993), de Nelson Garrido. Esta imagen fue utilizada para la portada de la edición que hizo en 2010 la Editorial Punto Cero de Pin pan pun (1998), de Alejandro Rebolledo

Quisiera comenzar este texto subrayando la palabra recuerdos, en vista de que al momento de escribirlo me encuentro, como diría Domingo Faustino Sarmiento, “lejos del teatro de los acontecimientos”. En otras palabras, lejos de Caracas, mi ciudad, y lejos de mi biblioteca. Por otra parte, no busco sino dejar un brevísimo testimonio personal de una época (da vértigo decirlo) que ya comienza a alejarse en el tiempo.

Tres cosas me sorprendieron una vez que se hizo pública la noticia del lamentable fallecimiento de Alejandro Rebolledo en Barcelona, España.

La primera, fue la propia noticia, pues Alejandro Rebolledo sólo tenía cuarenta y seis años. Yo no lo conocí. Sólo había leído Pin Pan Pun (1998) (o Pim Pam Pum (2010), de acuerdo a la edición que se quiera citar), una novela que tuvo buena repercusión en  1998 y 1999, pero que a mí me pareció, debo confesarlo, bastante defectuosa.

No la he vuelto a leer. Tuve el impulso de hacerlo en 2010, cuando la editorial Punto Cero la volvió a publicar. Esa hermosa reedición, con la Caracas Sangrante de Nelson Garrido en su portada, pasó sin pena ni gloria entre los nuevos lectores. Se fue agotando calladamente, a lo largo de estos últimos años, como los ruidos finales de una fiesta que termina a las cinco de la mañana. Mi deseo de releerla quedó y quedará, me parece, incumplido.

Después de difundida la noticia, vino la segunda sorpresa. En medio de los comprensibles lamentos de sus amigos y allegados, mezclados con las naturales demostraciones de afecto, había otros comentarios que desde ya comenzaban a falsear algunos aspectos de la historia literaria venezolana de finales de los noventa. Rebolledo se había convertido en cuestión de segundos, por milagro de la transubstanciación de las redes sociales, en un genio, en un beat, en el único narrador que había sabido representar la Caracas finisecular, en el Hunter S. Thompson venezolano, en el ojo crítico que anticipó la vorágine que se comería al país poco tiempo después.

La tercera sorpresa es que esos comentarios provenían no sólo de la gente que lo conoció y valoró su trabajo, sino de gente que no lo había conocido y que además ni siquiera había vivido esa época. Es decir, de jovencísimos lectores que compraron, junto con el libro, una leyenda que, todo hay que decirlo, fue fabricada por los propios editores originales de la novela.

El problema no es el juicio que se pueda tener sobre una obra determinada. El hecho de que a mí Pin Pan Pun me parezca una novela mala, no implica que la discusión al respecto esté cerrada. La mía es simplemente una opinión, tan sustentable y debatible como cualquier otra. El problema surge cuando, por la conmoción de una muerte dolorosa, se quieren erigir héroes y gestas que no lo fueron.

Para sustentar algunas de las cosas que acabo de decir, recurramos de nuevo a la memoria. La única vez que vi a Rebolledo fue en la Escuela de Letras de la UCV, en el año 1999, cuando asistió a una clase de Teoría Literaria, invitado por el profesor Vicente Lecuna, defensor fervoroso del libro.

Rebolledo me pareció una persona fatua y desenvuelta. Hablo, insisto, de la impresión fugaz que tuve ese día y nada más. Allí, frente a un aula de jóvenes estudiantes del segundo o tercer semestre, contó que Pin Pan Pun había sido una novela por encargo, con un tipo de trama y un lenguaje pensados deliberadamente para disgustar a los lectores académicos.

Ignoro si esto haya sido así, o si fue sólo una boutade de Rebolledo. Lo cierto es que en uno u otro caso, el resultado era lamentable. Por una parte, si aquello era verdad, su novela era entonces sólo un producto comercial, fríamente calculado para alcanzar el target juvenil, utilizando el viejo truco de la pose contracultural (que, además, con aquella invitación de Vicente Lecuna, se demostraba fallida). Por otra parte, si la novela era auténtica, era su autor quien se escudaba detrás de una actitud adolescente frente a un sistema al que, no sólo no se oponía, sino del cual formaba parte, privilegiada y festivamente.

Algunos argumentos apoyarían la veracidad de su afirmación. ¿Por qué Rebolledo no volvió a publicar ninguna otra novela? Ni siquiera un libro de cuentos. Lo único suyo que conseguí fue Romances del distroy, una recopilación de poemas, de irregular factura bukowskiana, que el mismo autor colgó en la web en 2009. Pareciera que, una vez desaparecida la maquinaria de promoción del semanario y la editorial Urbe, los incentivos para publicar (no digamos escribir) se le hubieran extraviado.

También se puede ver que en el mismo post de su blog, cuando decide colgar sus poemas en la red, Rebolledo lanza una botella al mar, para ver si alguien accedía a hacerle una oferta lo suficientemente atractiva para reeditar el libro. Cosa que no sucedió, como ya dijimos, sino más de diez años después de la edición original.

Me da la impresión, aunque no estaría seguro, de que algo de aquella fiebre se quiso revivir tiempo después con la publicación de Peor que tú (2008), una novela de Gabriel Torrelles, para entonces director de Urbe, después de una de sus tantas renovaciones.

Luego está el asunto del Premio Rómulo Gallegos del año 1999, una de las ediciones más importantes y controvertidas. La polémica había empezado, en realidad, en la edición anterior, en 1997, cuando se le otorgó el premio a una de las peores novelas en la historia del que alguna vez fuera el más prestigioso galardón de la novela hispanoamericana. Me refiero a la justamente olvidada Mal de amores, de Ángeles Mastretta.

Hay una ley inflexible de la literatura: los malos escritores son malos lectores. En el caso de Mastretta, el axioma se cumplió a cabalidad. Mastretta luchó, como miembro del jurado de la siguiente edición del Rómulo Gallegos, para que la novela de Rebolledo entrara en la shortlist del premio. Un despropósito que fue rematado con otro mayor: votar en contra del libro que sería premiado ese año, Los detectives salvajes, de un tal Roberto Bolaño.

Pin Pan Pun, obviamente, tuvo un segundo aliento. La maquinaría publicitaria de Urbe aprovechó la ocasión para transformarlo en un acontecimiento. Creo que fue en la entrega de los Premio Urbe de ese año, cuando lanzaron aquel eslogan infantil, que en el fondo nos decía tanto: “Alejandro Rebolledo, el único finalista del Premio Rómulo Gallegos que no ha leído Doña Bárbara”.

Con aquella reivindicación de la ignorancia se cerraba un ciclo de esa novela que hizo de Los Palos Grandes un mundo alucinado y autosuficiente. El fallecimiento de su autor, casi veinte años después, ha llevado a algunos de sus defensores a pronunciar ciertos dislates. El cineasta Jonathan Jakubowicz, por ejemplo, siempre dado a declaraciones tan tajantes como superficiales sobre la literatura venezolana, afirma que Rebolledo fue “el único escritor que captó la Caracas de los 90”. Evidentemente, Jakubowicz piensa que Caracas se limita al municipio Chacao. En todo caso, es obvio que no ha leído obras como Calletania (1992) de Israel Centeno, o Salsa y control (1996) de José Roberto Duque, Caracas, Valle de balas (1998) de Earle Herrera, o Sólo quiero que amanezca (1998) de Oscar Marcano, que muestran, por decirlo así, la otra cara del problema.

Las notas de prensa no han hecho sino repetir una cantidad espantosa de lugares comunes sobre el autor, sobre la novela y sobre “la época”, de los que obviamente Rebolledo no puede ser responsable, pero que a su vez dicen algo del modo en que decidimos leer ciertas obras en relación con nuestro pasado y nuestro presente.

Pin Pan Pun capta, es cierto, la decadencia de unos personajes de la Caracas de finales del siglo XX. Lo que nunca alcancé a ver en mi lectura (no descarto que otros sí puedan) es un mínimo distanciamiento del narrador que denote la conciencia de la decadencia. Digámoslo de otra forma: una cosa es una novela sobre la decadencia y otra muy distinta es una novela decadente. Por su falso manejo de la oralidad, por la imberbe intrascendencia de sus personajes, por el modo en que fue concebida, escrita y promocionada, Pin Pan Pun me parece una novela decadente. Un fetiche pop, un avatar entre muchos de ese cíclico momento en la historia de las sociedades en que la cultura quiere destruir la cultura.

¿Cómo no ver en la idiotez de aquel eslogan contra Gallegos un anticipo de las profanaciones posteriores?

La escueta obra de Alejandro Rebolledo forma parte de ese impulso tanático que en Venezuela ha sido la frivolidad. Una frivolidad que alcanzó su apogeo durante la democracia y que paradójicamente se fue haciendo más aguda, “como un grito final de quien no aguarda otro verano”, diría Eugenio Montejo, a medida que ese sistema de libertades y de justicia desfallecía. Y la lasitud, el aburrimiento o la indiferencia, ya se sabe, no son buenos estímulos para la literatura.

El caso de Pedro Lemebel, en este sentido, es ejemplar. A su manera, Lemebel es un producto de la dictadura pinochetista. Su literatura de altísimo nivel y toda su valentía de “loca” antimilitarista, expresadas en sus libros y en los performances de Las yeguas del Apocalipsis, son orquídeas que sólo pudieron florecer en el pantano de aquel tiempo oscuro.

Nosotros, en cambio, en ese período blando, ¿qué produjimos? ¿Qué podíamos producir? ¿Un Boris Izaguirre? Una sola página de la poesía de Alejandro Castro vale más que todas las novelas juntas de Izaguirre. Pero para que esa página pesara más, fue necesario primero el don divino de la poesía y veinte años de lágrimas y sangre.

De esta tragedia que han sido nuestros últimos años, han salido no pocas páginas que estoy seguro se sostendrán con mayor vigor en el tiempo. Páginas que congenian el doble aliento de la verdadera literatura: la celebración de la vida, cómo no, pero también el diálogo con nuestros muertos.