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Ray Bradbury, más allá de la ciencia ficción; por Armando Coll

Que Jorge Luis Borges invoque a Giordano Bruno a la hora de comentar a Ray Bradbury no es capricho culterano. El autor de Crónicas marcianas –aquel gringo sonriente de Illinois– confronta al lector con el vértigo del universo, la infinitud de un Dios capaz de repetir un mundo exacto al que vivimos, con displicencia exacta a la del relato bíblico: seis  días de la semana para poner tierra aquí y mar allá –y un séptimo de solaz–, en este mismo instante e innúmeras  veces.

Elucubraciones como estas, hacia finales del siglo XVI, tarde o temprano, eran refrendadas por el aullido terminal del hombre que ardía en la hoguera de la intransigencia, del dogma eclesial, como ocurrió con Bruno, con Servet, demasiado amantes del conocimiento para el gusto de las autoridades.

Ray Bradbury, quien murió apaciblemente a los 91 años, se atrevió a tanto, pero en el siglo XX, con el único riesgo de no tener los devotos lectores que ha cosechado hasta hoy, 62 años después de publicar las crónicas nombradas.

La primera vez que me asomé a las páginas de Crónicas marcianas, me dejé llevar por una injusta decepción, impaciente y con poco discernimiento para lo que sus tramas insinuaban. Venía yo de leer a Isaac Asimov, tan empeñado en aplicar su no poco conocimiento científico a la tarea de dar verosimilitud a sus relatos de anticipación, a crear la necesaria “suspensión de la incredulidad” sobre la que meditaba alguna vez J.R.R. Tolkien.

Bradbury de entrada y seguido en su relatos entregaba imágenes que prescindían de la convenida verosimilitud para crear una cosmogonía astral que, no obstante, en el nudo narrativo apuntaba directo al corazón de la terrestre condición humana. Las Crónicas marcianas, trascienden el género conocido como ciencia ficción, para confrontar lo humano con la alteridad que alberga el cosmos, la ignota esfera celeste irisada de estrellas inalcanzables:

“El señor K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales (…) En otro tiempo habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en los canales, cuando corría por ellos el licor verde de las viñas y habían hablado hasta el amanecer, bajo los azules retratos fosforescentes, en la sala de las conversaciones (…) Ahora no eran felices”.

Este fragmento tomado de “Ylla”, uno de los relatos de Crónicas marcianas, acaso hable del devenir amoroso de esa convención tan humana como lo es vivir en pareja. Metáforas del amor: pintar cuadros con fuego químico, el licor verde de las viñas.

La tercera expedición

¿A quién se le ocurriría que el hombre llegaría a la Luna en un cohete? Quizá, a Julio Verne. En mi caso, es la referencia más antigua que tengo, digo si me atengo además a la recreación que de Viaje a la luna hizo el gran George Méliès; inolvidable la imagen: la cara que adivinamos en la Luna con un cohete clavado justo en su ojo derecho.

Pues bien, al menos ocho años antes de que se creara la Nasa y muchos más antes de que Elton John y Bernie Taupin compusieran la inolvidable canción “Rocket Man”, Bradbury ya había mandado hombres a Marte: “En la pista de Ohio la muchedumbre había gritado agitando las manos a la luz del sol, y el cohete había florecido en ardientes capullos de color y había escapado alejándose en el espacio ¡en el tercer viaje a Marte!”

De este relato de las Crónicas… titulado “La tercera expedición” dice Borges en el prólogo que escribió para una edición en castellano: “…es la historia más alarmante de este volumen. Su horror (sospecho) es metafísico (…) insinúa incómodamente que tampoco sabemos quiénes somos ni cómo es, para Dios, nuestra cara”.

Quien quiera averiguar de qué va tan enigmática apreciación del prologuista, anímese a emprender la aventura cósmica que nos propone Ray Bradbury.