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Ramón J., el dialogante; por Francisco Suniaga

Ramón J. Velasquez, y Raúl Leoni, en las inmediaciones del Congreso Nacional,

Ramón J. Velásquez y Raúl Leoni. Imagen del Archivo Fotografía Urbana

La gráfica fue tomada un día cualquiera en 1962. El lugar podría ser, como sostienen los amigos del Archivo Fotografía Urbana, el Palacio Federal Legislativo, pero esos vasos, con güisqui presumiblemente, que tanto Raúl Leoni como Ramón J. Velásquez sostienen en las manos evocan a Miraflores. Dato incierto que para nada afecta su contenido. En uno u otro espacio, la ocasión pudo ser alguna de aquellas fechas patrias cuyas celebraciones convocaban a tirios y troyanos. Eran los viejos buenos tiempos en que Venezuela festejaba su democracia y constituía un ejemplo pedagógico de tolerancia política en América Latina.

Eran también tiempos de violencia guerrillera, originada en la decisión de la izquierda venezolana, agrupada en el PCV y el MIR, de iniciar una lucha armada contra el sistema político que los venezolanos apoyaban en forma masiva. Grave error histórico de la izquierda criolla porque no había razón objetiva alguna para intentar subvertir violentamente la democracia por la que los ciudadanos habían optado de manera categórica. La derrota estaba cantada. En su descargo, tal vez pueda considerarse un atenuante la circunstancia de que se vivía en el contexto de la Guerra Fría. Los logros del comunismo soviético para entonces aún encandilaban a los comunistas del mundo y los de aquí, con Cuba tan cerca y la cabeza caliente, sintieron particular prisa por “liberarnos”.

En ese turbulento 1962, la carrera política de Ramón J. Velásquez era tan nueva como la democracia. Ocupaba un cargo de gran importancia, Secretario de la Presidencia, para el que fue escogido por el presidente Rómulo Betancourt porque podía hablar y relacionarse con el país con el que él no podía. Betancourt tenía un largo pasado de lucha política y, como solía decir, había pisado muchos callos. Presidía una democracia incipiente, con grandes demandas socio-económicas que atender y, por si eso no bastara, amenazada por la violencia extremista. Además, por su forma directa y abierta de dirimir sus diferencias políticas, Betancourt tenía adversarios enconados incluso dentro de su propio partido. Necesitaba aliados en todos los sectores y no podía permitirse por tanto renunciar al diálogo.

Ramón J., dialogante como era, desde el propio palacio de Miraflores, fue el encargado de construir los puentes necesarios para que la comunicación fluyera, para que el Presidente pudiera acceder, y ser accesible, a quienes había adversado de manera rotunda. Por la labor desplegada desde su oficina, no solo Betancourt, los venezolanos todos estamos en deuda con él.

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Fue parlamentario en varias legislaturas, Ministro de Comunicaciones de Rafael Caldera y Presidente de la República (cargo que asumió en medio de una gran crisis política). Su jovialidad, bonhomía y tolerancia fueron las llaves que abrían las puertas más cerradas, cualidad que puso al servicio del país en todas esas posiciones.

El Ramón J. de la foto tendría unos cuarenta y seis años. Estaba en plenitud de condiciones y con las fuerzas que demanda el ejercicio de la política. Tras mirar la gráfica por un rato, pensé lo obvio: que sería fantástico si los venezolanos pudiéramos tenerlo de nuevo así, aquí y ahora. Que pudiera entonces sentarse en la mesa donde esta Venezuela, maltratada y al borde de la destrucción, intenta dialogar con un gobierno cada vez más distante y más sordo a sus clamores.

Hoy celebramos que, de estar aún con nosotros, Ramón J. estaría cumpliendo cien años.