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Que no se acabe este chacha… (A un año de la muerte de Cheo Feliciano); por Víctor Suárez

Que no se acabe este chacha...  (A un año de la muerte de Cheo Feliciano); por Víctor Suárez 640

Ese tumulto luctuoso estaba convencido de que una ilusión que se va/ nunca se debe llorar. Más aún: un amor de verdad/ nunca se debe olvidar. En el coliseo “Roberto Clemente”, en San Juan de Puerto Rico, se escucha a Luis “Perico” Ortiz con su trompeta magistral. Repite casi al calco el solo que 38 años antes había grabado para el sello Vaya, una filial de Fania All Stars. Las gradas a medio llenar, una docena de soneros al frente, cinco trombones y cinco trompetas apiñados, un único saxo basculante, pailas y cueros entretenidos en su ritual rutinario, un violín enmascarado y dos pianos sin cola permanecen impávidos, a merced del encanto que esparce Perico. El sobrevenido director musical de ese ventetú de excepción, Luis García (treinta años al lado de una sonriente sombra inmanente), se advierte que los caballos nuevamente han escapado, sin bridas y sin bozales.

Velorio en Sábado Santo 19 de abril que se hizo más santo aún en la cuenca del Caribe y también en la Gran Manzana que en estos momentos recorre la China Luna entre MoMa y moña.

Varios escalones más arriba en el estadio, yace Cheo Feliciano, a urna descubierta, entre palmeras y retratos, en un escenario ante el que circulan miles de personas que no le tocan, pero sí se persignan ante sí y sí se llevan una última imagen en sus teléfonos móviles. Una bandera patria gigante sirve de backstop colgante. Viuda, hijos y nietos no lloran, agradecen con alegría. El hijo mayor, también recuperado de la droga, entona letanías redentoras en ya habitual penitencia pública. Su Cocó del alma palmea y hace ademanes propios de quien conoce y reproduce al pelo los movimientos de lo que se está interpretando en ese momento único en la post vida de su jíbaro redimido. Canta y olvida tu dolor.

Sería una lotería para el bailador lo que traería Cheo a partir de su reaparición en 1971, cuando logró rescatarse de la heroína, tras su andar triunfante pero suicida con el sexteto de Joe Cuba. Para ese hito providencial Tite Curet Alonso le había escrito seis de las diez canciones del álbum redentor y otras dos Feliciano las había garabateado para sí mismo. No soplaba viento metálico sino puro afinque, tambor y flores. Todas las piezas pegaron. La que más, Anacaona (India de raza cautiva). Y la más sentida, Mi triste problema (…andar por el mundo/ con el pensamiento fuera de lugar…).

A partir de entonces, el bailador debía adquirir su cada nuevo long play, bien para gozar de todas las interpretaciones incluidas (caso del álbum “Cheo“), bien para timbrarse de emoción con tan sólo una fortuita. Por eso era quien era y seguirá siéndolo a partir del momento en que exhaló su último soneo al estrellar su auto contra un poste a los 78 años de edad el Jueves Santo más reciente.

Cinco producciones más adelante, en el LP The Singer, lanzado en 1976, en cuya portada sepia se mostraba al sonero a pecho abierto delante de un espejo de marco repujado, el único surco perdurable es Canta, Canta, un bolero de los años 40/50 escrito por el portorro invencible Rafael Hernández, que había cobrado rating en rockola y cabaret en las voces de Toña La Negra y María Luisa Landín.

 

Entre las canciones que se le tributaron en su despedida en San Juan, además de ese monumento sonoro, sonaron Cuando un amigo se va, del argentino Alberto Cortez, en la voz estropeada de Andy Montañez, y Amada mía, una balada de José Nogueras grabada en 1980. Nogueras también está allí, y se la susurra a sus oídos ignotos 34 años después de habérsela entregado como pasaporte para la seducción de multitudes más amplias.

En el velorio de El Ratón (¿Me oyes en Montreal, hija mía?: Cierra la puerta Claudina, que se te escapa un ratón…) no repite casi ningún instrumentista de aquel Canta majestuoso, ni tampoco los tres soneros que le hicieron coro en el acetato original: Rubén Blades, Tito Allen y Adalberto Santiago.

En aquella oportunidad, para presentar a las estrellas que le acompañaban, Feliciano dijo: “Louie Ramírez, Papo Lucca, Pacheco y Perico/ que se destaquen de codey!”. En tanto tiempo nadie me ha podido explicar qué significa “de codey“, y supongo que no existe tal expresión porque en la letra oficial de la improvisación esta fue eliminada y suplantada por “Que se destaque el mejor, ¡hey!”

Cada mencionado, entre coro y soneo, hace su propio solo, menos Ramírez, el vibrafonista que enarbolaba en ese momento rol de arreglista del surco y director musical del LP. Entran en sucesión el piano, la flauta y una trompeta incandescente, los mismos que animaban las comparsas de aquellos mis particulares preciosos momentos en El Corso o en el Village Gate en Nueva York, bien con el saxofonista de Casalta, Boris Serrano, bien con el artista plástico/diseñador gráfico Víctor Hugo Irazábal, en tiempos distintos.

Y Cheo se aventura:

Si yo llego a saber que Perico era sordo/ yo le quito la trompeta

Ha golpeado un par de líneas procedentes de Cortijo y su Combo, en la voz de ese otro puertorriqueño estelar llamado Ismael Rivera, el no va más en la administración del tempo vocal:

Si yo llego a saber que Perico era sordo… yo paro el tren, el Nazareno me dijo.

Y lo vuelve a hacer con ese himno de Rafael Hernández, Lamento borincano:

Borinquen, la tierra del edén,
la que al cantar el gran Gautier
llamó la perla de los mares…

Feliciano trunca el verso para que le cuadre en el secundero disponible:

¡Oh! Borinquen, la tierra del edén…
y te canto con amor…

En la fila de los cantantes cada quien ahora espera turno para improvisar un renglón de apenas cinco o siete segundos. Muchos de ellos habían concertado una cita con él en Acapulco, en una presentación ese mismo fin de semana de Salsa Giants, la formación de Sergio George que trata de mantener la solera. Ante el féretro destacan Oscar D´León, Andy Montañez, Tito Nieves, José Alberto “El Canario”, Ismael Miranda… Gilberto Santa Rosa no canta sino que cierra con palabras de melodía bonita la sesión orquestal de más de veinte minutos, el triple de lo que duró la parranda original.

Se han reunido allí porque ha muerto el mejor de todos ellos. El coro, compuesto por veteranos de curada prosapia, es aceptable, pero las intervenciones particulares de la primera tanda pasan del trompicón a la vergüenza, de la sandez al desconcierto. Fuimos a un velorio, no a cantar sin ensayo y sin sonido adecuado, dirán. D´León apena: ¿Quién va a regar el jardín de Cocó, de Cocó…?

Pero en la segunda tanda de los soneros, cuando el verso duplica su extensión, la mayoría mejora.

Y entonces vemos y oímos el tributo verdadero de Sábado Santo, el de los músicos en semi-círculo que con sus pulmones colman el empíreo del caribe mar. Nada de eso funcionó en el original, donde actuaron sólo dos trombones (Barry Rogers y Tom Malone) y la encendida trompeta de Ortiz. Es la descarga final de los metales, con los trombones en paso trepidante como elefantes en estampida, y la adhesión de las trompetas silbantes que culmina el propio aliento de Perico, el sobreviviente de aquella célebre jornada de 1976.

¡Epa, rezongará Papo Lucca, que yo también estoy estando en las dos! La flauta estaba viva, pero no asistió.

— Que no se acabe este chacha, que no se acabe el danzón

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