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Nuestra cultura y el desarrollo económico; por Juan Nagel

Nuestra cultura y el desarrollo económico; por Juan Nagel 640

“Eso no funciona aquí. Nuestros países tienen costumbres muy diferentes”.

¿Cuántas veces, al discutir políticas para el desarrollo económico un tanto diferentes, hemos escuchado esta frase?

La creencia de que la “cultura” o los “hábitos” son determinantes en las posibilidades de desarrollo de las naciones es más común de lo que pensamos. Incluso, nosotros los economistas, pecamos de ese pesimismo cuando, al ver los enormes retos que enfrentan algunos países africanos o incluso nuestro propio país, concluimos que hay algunos factores culturales que van a impedir que esos países alcancen el desarrollo.

Esto no es nada nuevo en la historia de la humanidad, como bien nos recuerda el profesor de Cambridge Ha-Joon Chang en su libro Bad Samaritans: The Myth of Free Trade and the Secret History of Capitalism. En ese libro, el autor utiliza una prosa dinámica y vivaz para atacar, y en ciertos casos derrumbar, algunos mitos acerca del desarrollo económico.

Como bien nos recuerda Chang, la creencia de que la cultura impide el desarrollo no es nueva en la humanidad.

Ya en 1915, un consultor gerencial australiano visitó un país y concluyó que los ciudadanos del país en cuestión eran “una raza satisfecha, que le gusta pasarlo bien, y que no piensan que el tiempo es algo que hay que cuidar”. Los gerentes locales estuvieron de acuerdo con él, diciendo que los “hábitos de herencia cultural” de esa nación no podían ser cambiados, y que por eso las personas tendían a la holgazanería.”

La nación de la que hablaban era Japón.

Chang cita a otros autores que, alrededor de la misma época, estudiaron la cultura nipona. Adjetivos como “perezosos”, “sucios”, “salvajes”, y frases como “indiferentes al paso del tiempo”, “excesivamente emocionales”, “gente que no piensa en el futuro y que vive el día a día”, y “no deseosos en enseñarle a la gente a pensar” son utilizados.

Chang también narra cómo diversos autores describían al pueblo alemán a principios del siglo XIX. El autor cita, entre otros, a Mary Shelley, autora de la novela Frankenstein, y a autores como John Russell y Brooke Faulkner, quienes describen al pueblo alemán como “flojo”, “poco trabajador”, “incapaces de cooperar entre sí”, “deshonestos”, y “excesivamente emotivos”.

Lo que estas anécdotas sugieren es que si bien la cultura afecta las posibilidades de desarrollo, ésta no es estática. Las culturas cambian junto con los hábitos, e incluso dentro de un mismo país es difícil generalizar acerca de la cultura, olvidándonos de factores regionales.

En el fondo, es innegable que la cultura es importante para el desarrollo económico. Las actitudes hacia el trabajo, hacia la educación, y hacia el ahorro; los vínculos familiares; la asignación de roles entre los géneros, y otros aspectos indudablemente afectan la propensión a la productividad y la forma cómo las personas responden a los incentivos. El error está en pensar que estos aspectos sin rígidos e incapaces de cambiar.

Las explicaciones culturales hacia el desarrollo pasaron de moda, pero están en boga de nuevo, particularmente a la hora de analizar el Confucianismo y el Islamismo. Muchas personas alegan que Asia se está desarrollando porque los asiáticos comparten ciertos valores fundamentados en el Confucianismo —la actitud de obediencia, cooperación, frugalidad, educación, y trabajo arduo, por ejemplo— que tienden hacia el desarrollo. Ocurre algo similar con el Islam— algunas personas piensan que esa religión impide el desarrollo político “a la Occidental” de los países en los que se profesa.

Sin embargo, de acuerdo con Chang hay aspectos del Confucianismo que desincentivan al desarrollo económico. El confucianismo en su forma clásica veía con malos ojos las profesiones de negocios o ingeniería –lo más prestigioso era ser un burócrata o un soldado, mientras que las demás profesiones eran miradas con malos ojos. Por otra parte, la rígida jerarquía social confucianista impide al ascenso de las clases sociales menores como los artesanos, por lo que la innovación, la creatividad y la actividad empresarial eran miradas en menos.

Es indudable que hay una correlación entre ciertos aspectos culturales y el desarrollo económico. Por ejemplo, todos los países desarrollados valoran el trabajo duro y tienen una actitud cautelosa con respecto al ahorro.

Sin embargo, es errado inferir causalidad de una mera correlación. Es perfectamente posible que el desarrollo haya influido sobre la cultura, o que ambas vayan modificándose de la mano a medida que ciertos aspectos —¿demográficos? ¿tecnológicos?– van cambiando.

Los venezolanos estamos viviendo una debacle social y cultural sin precedentes. Al observar los malos hábitos que se ha inculcado a nuestra población, es fácil caer en la desesperanza. A pesar de ello, es bueno recordar las lecciones del pasado –los malos hábitos pueden ser remendados, las culturas se adaptan, y las sociedades mutan. ¿Hacia dónde? Es cuestión de conseguir los incentivos adecuados.

En el fondo, alegar razones culturales para decir que tal o cual política no va a funcionar en un país es pecar de pereza intelectual. Como economistas, nos formamos creyendo que la gente responde a los incentivos que enfrentan. Si bien es cierto que no cualquier incentivo funciona en cualquier contexto, prescindir de antemano de una experiencia que ha funcionado en otros contextos por meras diferencias culturales es, en el fondo, pecar de inculto.

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Una versión de este artículo apareció en el Diario El Mercurio de Chile.