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El sinsentido de un final / Sobre el arte que no termina; por Patricio Pron

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James Hunter Black Draftee (1965), de Alice Neel

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No hay nada incompleto en el rostro, pero, a continuación, si se desliza la vista por la imagen, se ven una chaqueta apenas esbozada, una falda inexistente, unas manos que son una mancha sin forma. Edouard Manet pintó seis retratos de su esposa, pero a tres los dejó incompletos: “Madame Edouard Manet (Suzanne Leenhoff, 1830-1906)”, por ejemplo, fue comenzado y abandonado en torno a 1873 y hasta hace unas semanas formaba parte de “Unfinished” [Inacabadas], la exhibición de obras de arte deliberada o involuntariamente incompletas con la que el Metropolitan Museum de Nueva York inauguró el Met Breuer, su sección de arte moderno y contemporáneo en el antiguo edificio del Whitney. Quienes piensen que existe una relación de coherencia entre las intenciones de un museo y la naturaleza de las obras de arte que aloja tienen en “Unfinished” un magnífico ejemplo de que no es así: la exhibición, acerca del arte que no ha sido finalizado, ha terminado el cuatro de septiembre.

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Pero, ¿qué significa en arte que algo está concluido? ¿Cómo sabe un artista que ha terminado su obra y qué razones contribuyen a que la abandone?  [1] ¿Qué otorga unidad y sentido a la obra artística si ésta ha sido abandonada? Ninguna de estas preguntas es fácil de responder, y los responsables de “Unfinished” (quizás deliberadamente) no lo intentaban, pero uno de los atractivos de la exhibición se derivaba de la comprobación de que, al menos hasta finales del siglo XIX, las pinturas incompletas eran visiblemente incompletas, algo a lo que el arte posterior vendría a poner fin: el grabado de Rembrandt titulado “La gran novia judía” está evidentemente sin terminar, por ejemplo (la mitad inferior de la imagen está en blanco), y también lo está el “Retrato de hombre joven” de sir Joshua Reynolds, en el que la atención prestada al rostro contrasta con la indiferencia de su autor por la vestimenta del retratado y el fondo, así como el “Retrato póstumo de Ria Munk III”, que exhibe los trazos caóticos de un Gustav Klimt que murió antes de completar la obra; pero la “Calle en Auvers-sur-Oise” de Vincent van Gogh presenta la misma fuerza y la misma carencia de detalles (de hecho, la omisión deliberada de los detalles y su reemplazo por el trazo enérgico del pincel, que deposita el énfasis en el proceso de creación de la obra antes que en su resultado) que caracterizan la producción “terminada” del pintor neerlandés. A partir de ese punto en su historia, el arte occidental iba a avanzar en dirección a la incompletud de la representación y a su vaciamiento, lo que en “Unfinished” era puesto de manifiesto por cinco pinturas de J.M.W. Turner: en ellas, no parece haber otro tema que el color y la atmósfera, es decir, la naturaleza inestable de la experiencia visual.

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Franz Schubert nunca terminó su Sinfonía en si menor, conocida, por lo tanto, como “la inconclusa”; nueve de los diez movimientos del Réquiem de Wolfgang Amadeus Mozart estaban incompletos en el momento de su muerte; Gustav Mahler murió antes de terminar su Décima sinfonía; Giacomo Puccini dejó inconclusa su ópera Turandot y Alban Berg su Lulú. Naturalmente, la pintura no es el único ámbito de producción artística en el que la incompletud no sólo es un accidente, sino un accidente significativo: contra la tendencia habitual de encargar a un alumno del músico muerto la finalización de sus obras inconclusas (Franz Xaver Süßmayr terminó la de Mozart ya mencionada, por ejemplo), la incompletud y la ausencia pueden escucharse en obras posteriores, como la novena sinfonía de Anton Bruckner, que es interpretada sin un final, y en la Gesangsszene o “escena de canto” de Karl Amadeus Hartmann, en la que las últimas líneas del texto de Jean Giraudoux en el que se basa la obra son recitados por el solista sin el acompañamiento musical que Hartmann no llegó a escribir.

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Uno de los aspectos más interesantes de la exhibición del Met Breuer es la forma en que sus responsables se las arreglaron para iluminar visiones tan arraigadas del arte que a menudo resultan invisibles: una concepción romántica de la obra artística en el marco de la cual ésta sería el producto de una acción individual y consistente, con un principio y, más importante aún, un final; de acuerdo con esta concepción, no hay nada antes del instante creador y lo que hay después sólo puede ser comprendido retrospectivamente, algo que Vicente Verdú resumió quizás irónicamente al definir el arte, también en relación con “Unfinished”, como aquello que “discurre entre la idea original (prevista o sobrevenida), su esbozo y su gloriosa realización”. (Las cursivas son del autor).

¿Qué sucede, sin embargo, cuando la realización es interrumpida; es decir, cuando la obra artística no ha sido terminada? ¿Qué inquietud se apodera del espectador de la obra que supuestamente no se ha finalizado? No importa que estas visiones del propósito y del sentido del arte hayan sido escoltadas hasta la que debería ser su última morada por sepultureros tan reputados como Marcel Duchamp, Lygia Clark, Jackson Pollock y Robert Rauschenberg (cuya obra “Erased de Kooning Drawing” sigue siendo posiblemente la pieza clave para comprender qué es el arte en nuestros días): la visión consuetudinaria de que finalizar algo acarrearía una enseñanza de alguna índole, una forma de sabiduría, se sigue poniendo de manifiesto en nuestra percepción de la obra artística, así como en la fijación contemporánea por la figura del zombi, cuya condición de regresado de entre los muertos no sólo representa la forma en que se siente el trabajador del capitalismo tardío (como un cuerpo sin voluntad ni consciencia), y en un interés continuado por las últimas palabras de los artistas de cierto renombre. Michel de Montaigne tenía el proyecto de confeccionar un diccionario de ellas; “No crean que van a escuchar de mí unas, por así decirlo, últimas palabras”, se defendió Georg Christoph Lichtenberg (de hecho, estas fueron sus últimas palabras) [2]; un personaje del muy buen libro de Luigi Amara Los disidentes del universo se dedicó a censurarlas; cuando Friedrich Engels preguntó a Karl Marx en su lecho de muerte si tenía “algo para decirle a la posteridad”, el autor de la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel se puso furioso: “¡Vete! ¡Desaparece de mi vista! Las últimas palabras son para los tontos que no han dicho lo suficiente en vida”, le respondió. Por supuesto, él sí lo había hecho.

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Vladimir Nabokov también dijo lo suficiente en vida, pero la publicación en 2009 de unas notas para una novela, en la que trabajaba cuando murió, reemplazó inevitablemente a las últimas palabras que el autor de Lolita no pronunció o no permitió que fuesen registradas; la difusión del inconcluso y desprolijo El original de Laura fue una especie de anticlímax para los lectores de un autor del virtuosismo de Nabokov que puso de manifiesto (una vez más) que el infierno de los escritores existe y está en este mundo, poblado por herederos con problemas económicos, agentes deseosos de beber hasta la última gota de la botella y académicos en busca de oportunidades. Algo menos de un siglo antes, Herman Melville había dejado inconclusa su novela Billy Budd, marinero, Oscar Wilde sus piezas teatrales “Una tragedia florentina” y “La santa cortesana” y Fiódor Dostoievski su ensayo sobre el crítico literario Vissarión Belinski, así como una novela que llamó sucesivamente “Ateísmo”, “La vida de un gran pecador”, “Los cuarenta”, “Un Cándido ruso”, “Un libro de Cristo” y “Desorden”. (Émile Zola, por su parte, planeó un poema monumental en tres cantos sobre la historia de la humanidad desde sus orígenes cuyo título iba a ser “La Chaîne des êtres” [La cadena de los seres] y del que, en consonancia con la magnitud del proyecto, solo escribió ocho líneas.) A Franz Kafka le debemos las que posiblemente sean las mejores últimas palabras del siglo XX (dirigiéndose a su médico, le exigió: “Máteme, o usted será un asesino”), así como varias novelas inconclusas (aunque tal vez este mérito haya que atribuírselo a Max Brod, su albacea): parece evidente que esas novelas no están terminadas, pero resulta difícil imaginar cuál debería ser su final, ya que, en algún sentido, su lectura hace ese final innecesario.

¿Por qué Kafka no terminó sus novelas? Quizás por la incapacidad patológica de desprenderse de sus obras que aflige a ciertos autores; tal vez, porque, de haberlas terminado, tendría que haberlas dado a la imprenta, y la publicación nunca estuvo entre sus prioridades; posiblemente por un desdén de la completud similar al de Paul Cezanne (que no solía firmar sus obras por no considerarlas terminadas y una vez le dijo a su madre que terminar cosas le parecía “un propósito de imbéciles”); quizás por perfeccionismo: más posiblemente aún, porque, como parece evidente, las trayectorias demoradas de sus personajes no pueden tener final. Al igual que en el caso de El monte análogo de René Daumal (cuyo tema es el ascenso a una elevación del terreno que une la tierra y el cielo), las obras de Georges Perec “Las camas en las que he dormido” y Cincuenta y tres días (una novela inconclusa acerca del manuscrito de una novela inconclusa del ficticio Robert Serval) o Bouvard y Pécuchet de Gustave Flaubert (el propósito de cuyos personajes es acumular todo el saber disponible en la que es, por su naturaleza, una tarea inacabable), la inconclusión de las novelas de Kafka, su elusión de un final considerado normativamente el principio organizador de la narrativa, “habla” con la elocuencia con la que la ausencia puede manifestarse en ciertas obras, por ejemplo en la instalación de arena de Robert Smithson en una de las salas de “Unfinished”, que perdió forma con los días hasta volverse irreconocible, en la descomposición de las “Dos naranjas” de la obra de Zoe Leonard acerca del sida o en las esculturas incompletas, de miembros desmembrados, de Auguste Rodin, Louise Bourgeois y Bruce Nauman, también en la exhibición del Met Breuer, que hablan acerca de la fragilidad del arte y, en última instancia, de sus productores.

A todas estas obras les correspondería el dudoso honor de formar parte de la singular y desafortunadamente ya disuelta “Oficina de Proyectos no Realizados” de la Société Perpendiculaire francesa (la cual a su vez se vinculaba estrechamente con el “Manual de la bibliografía de los libros nunca publicados ni siquiera escritos” de Blaise Cendrars a la que el autor aportó unos trescientos títulos) de no ser por la deriva del arte occidental de los últimos siglos, cuyo socavamiento de las distinciones entre hacer arte y no hacerlo, entre obra y creador, entre creador y público [3], no solamente apunta a la idea de que una obra de arte no está “terminada” hasta que es aprehendida por su espectador, lector o usuario, sino también a que toda obra que se desee duradera debe permanecer en un estado de incompletud que ponga de manifiesto la que parece ser la verdadera naturaleza del hecho artístico: la falta de certezas, la frustración, la fragilidad, la pérdida. Al menos desde 1759 sabemos que Tristram Shandy nunca podrá terminar de contar los primeros acontecimientos de su biografía; lo que “Unfinished” pone de manifiesto es que poner punto final a una obra es innecesario, o no tan necesario como permitir que en ella habiten una resistencia y una ausencia. Como la de James Hunter, el joven negro al que Alice Neel comenzó a retratar en uno de sus cuadros más famosos. Hunter escapó de los Estados Unidos para no ser enviado a la guerra de Vietnam y nunca se presentó a la segunda sesión de posado; Neel no terminó de pintar el retrato, pero lo firmó y lo exhibió, y ahora es su ausencia la que nos interpela, la de un joven que escapa para no verse obligado a morir en otra guerra injusta: su “James Hunter, recluta negro” nos “habla” ahora de la interrupción de la obra artística, pero también de la de una vida y sus proyectos.

[1] ¿Un cierto hartazgo, la intuición, una resistencia al tema, la procrastinación? En su excepcional Auguste Bolte (eine Doktorarbeit) *mit Fussnoten [Auguste Bolte (Una tesis de doctorado)* *Con notas a pie de página)], Kurt Schwitters admite que no sucede nada más a su personaje y que él mismo se ve imposibilitado de ofrecer otra cosa a los lectores, por lo que concluye; y Andy Warhol fue igual de honesto; cuando le preguntaron cuándo terminaba una obra, respondió: “cuando cobro el cheque”.
 [2] Enrique Vila-Matas cuenta por su parte que la familia de Buster Keaton quiso determinar junto a su lecho de muerte si el humorista había fallecido ya. No se mueve, ya ha muerto, dijo alguien. ¿Tú crees?, intervino otro. No puede ser, tiene los pies calientes y cuando la gente se muere tiene los pies fríos. Juana de Arco no, le respondió Keaton: fueron sus últimas palabras. También en su lecho de muerte le preguntaron a Bob Hope qué prefería, ser enterrado o incinerado. Sorprendedme, pidió el actor, y murió.
 [3] Por ejemplo en la serie “Do It Yourself” de Andy Warhol, que imitan los cuadernillos para colorear redivivos en nuestros días, o en Grapefruit, el bello libro de instrucciones de Yoko Ono en el que la acción artística se encuentra en un estado de latencia: “para entretener a tus invitados, saca tu / ropa usada del día / y háblales de / cada prenda. Cómo y dónde se ensució y / por qué”, etcétera; pero también, por supuesto, en la devaluación del concepto de autoría emprendida por Michel Foucault y Roland Barthes en sus ensayos acerca de la muerte del autor y el nacimiento del lector.