Literatura

Narrar contra la muerte. Sobre La sombra inmóvil, de Antonio López Ortega; por Carlos Pacheco

Por Carlos Pacheco | 23 de octubre, 2013

Para Edda Armas, quien una mañana de luz perfecta
me llevó a visitar a Elizabeth Schön en su casa de Los Rosales.

Comenzar a leer un volumen de cuentos es como abrir los ojos de repente en un lugar desconocido, sin coordenadas de tiempo o espacio, de contexto o de personajes. Uno abre bien los ojos para orientarse y mira desconcertado hacia todos lados en la página. En un principio, todo es apuesta provisional de interpretación, apenas hipótesis de sentido: ¿dónde estoy?, ¿qué está pasando?, ¿quién me habla?, ¿hacia dónde va este camino de palabras? La ficción breve contemporánea juega a menudo a no soltar prenda, reta al lector a volverse activo, atento y perspicaz detective de la lectura. A veces también, como en el caso que nos ocupa, la persistencia en esta indagación lectora es premiada con creces cuando uno se ubica y va profundizando en el juego de la intriga hasta que —sea gradual o súbitamente— se abre por fin la fruta del sentido y la comprensión es como una alegría de la mente y el hallazgo, un encuentro de comunión con el autor y sus criaturas.

la_sombra_inmovil_Antonio_Lopez_OrtegaEn La sombra inmóvil de Antonio López Ortega (Caracas, Planeta, 2013), el título del volumen y el epígrafe de Alejandro Oliveros están relacionados y aportan claves importantes, pues el segundo reza: “No quisiera ser tan sólo de los días la sombra inmóvil”. Como iremos descubriendo lentamente a través de sus páginas, podría decirse que es para cumplir ese deseo que se escriben estos cuentos.

En esa dirección nos lleva ya la lectura de “Los árboles”, el primero de ellos; ya que, poco a poco, vamos estableciendo la relación entre la visita cotidiana que hace Aníbal, su protagonista, a la página roja del diario y esa devoción con la que se dedica a sembrar y cultivar especies autóctonas en la azotea de su apartamento, vecino del Ávila. No tarda uno entonces en apreciar el alto valor compasivo de esa práctica secreta, como si aquel hombre solo, convertido en fervoroso cultivador de bucares, chaguaramos o castaños (el color del cabello de Cynthia, la más reciente víctima), hubiera encontrado en esa labor de salvamento vegetal un cierto alivio para su dolor, también secreto, ante la cotidiana dosis de violencia urbana. La fruta del sentido termina de abrir de pronto, en las últimas líneas, cuando se nos revela un eficiente dato escondido: la proximidad de una de esas víctimas. Una primera pista para todo el libro brota entonces aquí cuando creemos percibir un paralelismo: si Aníbal, contra la muerte, recoge, siembra y cultiva semillas de árboles; es también contra la muerte, contra el olvido, contra el caos, contra la in-significancia (sombra inmóvil) que se escriben estos cuentos: para que la vida, para que la memoria, el orden y el sentido prevalezcan.

Sabemos que los cuentos de un volumen (como los poemas de un poemario) conforman un sistema, dialogan entre sí, están ordenados de manera deliberada, se iluminan mutuamente. En algunos casos, como el de López Ortega, esta interacción orientadora se nutre también con la producción anterior, una trayectoria narrativa no solo dilatada, sino también llamativamente consistente. De manera que al volver a leerlo, reconoce uno muy pronto una voz propia, un estilo, también un ritmo que, por cierto, se ha ido haciendo cada vez más reposado; en ocasiones, casi meditativo.

Tal como hemos constatado en obras anteriores, desde los textos iniciales y más breves, hasta los más recientes y extensos de Fractura y otros relatos (2006) o de Indio desnudo (2008), dos impulsos orientan esta narrativa. El primero, expansivo, llevado por un apetito insaciable de ver, de conocer, de comprender el mundo entorno, de asir la vida en todas sus manifestaciones, de registrar acontecimientos con el mayor detalle, de describir y analizar fenómenos y conductas con la mayor acuciosidad, con miradas de botánico o de psicólogo, de detective o de crítico de la imagen. El segundo, centrípeto, se interesa en la vida interior del protagonista; con intensidad emocional y también con extremo detalle, se esmera en componer una especie de historia secreta de su subjetividad.

De cierta manera, los dos impulsos confluyen, se solapan, porque extraen su energía de una misma voluntad de mirarlo todo, de conocer(se) y comprender el mundo, pero también porque en definitiva tienen su epicentro en el autor y porque se valen de un mismo instrumento: la escritura ficcional. Esta afirmación necesita ser matizada. El cuento —es cierto— funciona aquí como el instrumento genérico-literario portador de ese ejercicio de exploración y comprensión de la realidad. Lo hace, sin embargo, gracias a dos desviaciones de la norma que resultan paralelas a los dos impulsos enunciados, al jugar a transgredir la frontera, en dos direcciones diferentes y complementarias, de la dimensión ficcional a la factual, del cuento a la vida.

El primero de estos deslizamientos es hacia la crónica. El cuentista asume el papel de memoria de la tribu y se va convirtiendo por momentos en cronista de la realidad familiar, vecinal, profesional, social, urbana que le rodea. Sus relatos se alimentan de aconteceres a menudo ordinarios, cotidianos, cuya relevancia es des-cubierta, de-velada, por la incisiva mirada de ese narrador: desde la vida de unos universitarios venezolanos en Virginia, interrumpida, como la de sus familias, por un absurdo accidente vial, hasta la sorpresa de una curiosa comunidad formada por familias de ejecutivos petroleros en Santa Paula ante el súbito fallecimiento del más voluminoso de ellos; desde los entretelones casi detectivescos de una adopción a larga distancia y una discreta clínica que la hace posible, hasta el compasivo acercamiento a la fértil vida interior de dos viudos que devienen amigos de las plantas.

Lo aparentemente insignificante adquiere así relevancia y narrabilidad, gracias a esa implacable mirada que quiere percibirlo y comprenderlo todo. Si al leer Caracas muerde, de Héctor Torres sentimos que algunas crónicas se volvían maravillosos cuentos, en La sombra inmóvil, tenemos la sensación de recorrer el camino inverso de manera sumamente productiva.

El segundo desplazamiento es hacia la autoficción, ese ardid narrativo, practicado cada vez con mayor frecuencia y conciencia estética desde mediados del siglo XX, mediante el cual el relato juega a ficcionalizar (aunque siempre de manera sesgada) al autor real. Deslizamiento, podría decirse, hacia la autobiografía ficcional, tal como lo hemos encontrado en Borges, en Gombrowicz o en César Aira, en narraciones de Meneses o Massiani, de Laura Antillano o Federico Vegas. Efectivamente, en La sombra inmóvil emerge de nuevo un López Ortega ficcional como protagonista y/o como narrador principal de varios de los cuentos. Más que por la inclusión del nombre autorial (ya que se coloca a veces la máscara y el nombre de personajes vicarios), esa presencia lúdica se manifiesta en las características (oficios, emplazamientos, episodios) y relaciones (familiares, profesionales) que le son propias y conocidas. En especial, por su frecuente y reflexiva práctica de la escritura.

Esa apuesta autoficcional llega a un clímax en “Las líneas del fuego”, donde el ficcionalizado autor se nos muestra regresando de la FILUC en Valencia a su casa de Sebucán, en Caracas, sufriendo el tránsito de la autopista y monitoreando con pena un incendio en el Ávila, mientras se atreve a desnudar literalmente una preocupación recurrente por reencontrarse con su pareja. Podría decirse que esa autoficción es a la autobiografía como la novela histórica al discurso historiográfico: gracias a que pueden abrirse a los recursos de la ficción, al particular e inevitable sesgo de su mirada, aquellas entregan al lector ciertas verdades que suelen eludir las miradas más restringidas y rectas del autobiógrafo y el historiador.

En “Persistencia de la acacia (A modo de poética)”, el texto que cierra el volumen, la elaboración literaria sobre un muy temprano recuerdo de infancia, potenciada por la contemplación de una fotografía en la que se nos presenta a un niño muy pequeño, mirando el mundo desde las ramas de una acacia, nos permite confirmar algunas de nuestras apreciaciones sobre esa doble mirada que toda auto-ficción implica. “En el rompecabezas que es la reconstrucción de una vida imaginada, —nos dice— cualquier pieza venía en nuestro auxilio”.

El más extenso de los cuentos (también sin duda el más conmovedor) se desliza hacia la crónica (la de una muerte muy sentida), y tal vez también (por interpuesta persona) hacia la autoficción. Aunque trata sobre asuntos cercanos al sentimiento, elige paradójicamente la modalidad del informe, el cuaderno de notas, las entrevistas grabadas, de un sistemático investigador. Las claves básicas para su lectura vienen implícitas en el título (“Elizabeth: sus perros”) y el epígrafe: “In memoriam E.S.”, pues se trata de un homenaje narrativo a nuestra irrepetible poeta Elizabeth Schön, fallecida en Caracas a los 85 años el 15 de mayo de 2007, quien vivió entre sus versos, los animales y plantas de su jardín y una singular atención a lo que está más allá de las apariencias. El relato es puesto en boca de un sobrino nieto suyo, arquitecto e investigador de la historia urbana, encargado por la familia de “disponer de la casa de mi tía”, una célebre casa de la urbanización Los Rosales convertida por Elizabeth y su esposo, Alfredo Cortina, pionero radial, inventor, fotógrafo y dibujante, en un excepcional reino de creatividad. Como varios otros cuentos, de una manera oblicua, casi imperceptible, al describir minuciosamente los objetos (a menudo claves de sentido) dejados atrás por la poeta, el flujo del relato logra tocar profundamente el sentimiento de quien lee.

Cuando revisamos el volumen como conjunto, advertimos que esa gran variedad de asuntos, emplazamientos, narradores y entonaciones narrativas a menudo confluyen, como hemos ya constatado, entre los dos extremos de la existencia, entre la vida y la muerte. En “Tsunami waves reach Hawaii”, por ejemplo, los viajeros se congregan ante las pantallas de plasma de un aeropuerto con la expectativa de presenciar, como un reality show, un desastre que cegara cientos de vidas humanas. En “La encomienda”, mientras tanto, se desenvuelve la compleja paradoja de una madre adolescente que busca deshacerse de una criatura no deseada y alguien que, desde otra geografía, está ansiosa por acogerla. En “Sangre de Nicolás” y “Pérdida de Plutón”, una noticia grave, que llega de lejos comunicando el hecho o la posibilidad de la muerte de un ser querido, altera para siempre el equilibrio de varias familias.

En el cuento que da nombre al volumen se encuentra tal vez el caso más patente de esta permanente tensión entre vida y muerte, entre caos y armonía, entre memoria y olvido. Una estructura ya practicada antes por López Ortega, alterna el desarrollo de dos historias que parecen no tener relación: la que se basa en la declaración de Romell Broom, condenado por violación y asesinato, antes de su fallida y pospuesta ejecución en 2009, en una penitenciaría de Ohio y el relato doméstico y claramente autoficcional acerca de la vida de Thor, el pastor alemán que se vuelve parte de la familia del papá de Bernardo y esposo de una artista plástica llamada Nela, hasta que los cuatro se van a vivir a Margarita. Cada par de páginas, el lector debe pasar de una historia a la otra, sin dejar de preguntarse por qué vienen así tejidos esos relatos aparentemente tan ajenos, hasta que esta pregunta le es puntualmente respondida en las líneas finales, para dejarlo cavilando sobre los vericuetos del destino.

En clara relación con esa dinámica de acciones y decisiones entre la vida y la muerte, desde el primero hasta el último cuento del libro, árboles y perros aparecen con llamativa frecuencia, representados a menudo como presencias valiosas que llegan a estar en íntima comunión con los protagonistas, como signo de esa dirección de significado que apuesta por la vida y por la interacción armoniosa entre los seres.

“Letter from home” es uno de los cuentos finales del volumen. No hay allí ni plantas ni animales, a no ser por los que conforman un sugerente espectáculo plástico en el mercado popular parisino de Maubert-Mutualité. Tampoco hay alusiones evidentes a esos extremos de la existencia entre los que se desarrolla la mayoría de las demás narraciones. Es un vínculo más sutil el que lo une al resto de los cuentos y lo convierte en uno de los màs significativos, pero ese vínculo se mantiene tácito, pidiendo ser reconocido. Cortazariano donde los haya (y no solo por su emplazamiento parisino y el hallazgo en la música de un camino hacia sí mismo), este fino relato narra, desde una primera persona sumamente consciente de su vida interior, la historia de una epifanía a la que solo puede accederse a través del arte y solo cuando el receptor acepta sacrificar sus seguridades, sus saberes, para abrirse al encuentro con eso que solo entonces reconoce tan valioso e indudable como inexpresable.

En este caso, para el narrador y para su compañera Nela, ese contacto, al que acceden luego de una serie de sincronías misteriosas y elocuentes, surge a través de la música de Pat Metheny y su resonancia en ellos. Nos dice el narrador: “Sólo intuyendo que esa pieza es un estado del alma, irrepetible, donde nos despedimos de nosotros mismos, quizá porque nunca volveremos a ser como antes.” La frase se refiere a “Letter from home”, la pieza del guitarrista de Missouri que despierta en ellos esa vida nueva, pero también da título al cuento mismo y he sentido que podría perfectamente aplicársele, por la sencilla razón de que también el relato, con el ritmo meditativo de su escritura y con su detallada descripción de los efectos del arte (plástico en el taller de Pancho ¿Quilici?, musical en las audiciones de Pat Metheny) va construyendo lentamente una intensidad emocional que al final nos permite a los lectores participar de ese momento de contacto con “el envés de la realidad”, tras el cual, “nunca volveremos a ser como antes”.

Definitivamente, escribir cuentos así, es una manera de no “ser tan sólo de los días la sombra inmóvil”, es narrar contra la muerte.

Carlos Pacheco 

Comentarios (1)

Jorge Quintero
23 de octubre, 2013

Bravo Antonio López. ¡Éxitos!. Jorge Quintero

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