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Meciendo El bebé de Rosemary; por Arturo Almandoz Marte

Rosemary, Mia Farrow

1. “Fin de mundo”, sentenciaba mi abuela Carmen al tocarse temas libérrimos en conversaciones familiares de los años sesenta, cuando era yo niño. La revolución sexual y el uso de anticonceptivos, las manifestaciones hippies y el feminismo, encarnado este último en la minifalda rabiosa – que le resultaba antipática por ser costurera conservadora – eran tópicos que, acicateados en ocasiones por cuitas y travesuras juveniles de nietas o sobrinos, hacían a mi abuela proferir sus palabras apocalípticas.

Acaso ellas resultaban más resonantes por la postura serena, casi majestuosa de abuela Carmucha en aquellas tertulias. Su cabello levemente ondulado y siempre corto conservaba algo del peinado à la garçonne que había adoptado cuando frecuentara los salones del funcionariado gomecista. De aquellos años en que abuelo Alejandro había sido secretario del estado Bolívar databan los zarcillos y la pulsera de oro cochano de El Callao, únicas alhajas que se permitía con sus camiseros austeros, de matrona criolla entrada en carnes y en años. Con sus manos entrecruzadas sobre el regazo y su gesto señorial, anunciaba el cataclismo, sin aspavientos de beatería, desde una de las mecedoras de caoba y esterilla que presidían el recibo de los abuelos Marte en la modesta casa de San Bernardino.

Otro de los temas tremendistas en tertulias de sobremesa eran los asesinatos relacionados con drogas que despuntaban en aquella década turbulenta. Quizás haya sido en la sección “Crímenes de la vida real” de la revista Estampas, que mi abuela Carmen devoraba cada domingo como asidua lectora de El Universal, donde se enteró del homicidio de Sharon Tate en agosto de 1969, a manos de Charles Manson y su familia satánica. Fueron inútiles las señas que le hizo mamá, las cuales pretendí no ver a través de la ventana, para que cambiara el tema y no me enterara yo, que estaba en el porche contiguo con alguna de las criadas antediluvianas, quien se santiguó al escuchar que la víctima estaba por dar a luz.

Desde que la abuela comentara sobre “ese diablo” de Manson que ponía rostro al “fin de mundo”, el nombre de la actriz, aunque mal pronunciado, permaneció en mi memoria. La masacre de Tate y sus invitados había tenido lugar en la mansión de Cielo Drive, en aquella “California libertina”, que según papá comentó al escuchar la noticia narrada por Francisco Amado Pernía en el Observador Creole, era “nuevo epicentro de modas y sucesos en Norteamérica”. Supe después que la actriz estaba casada con un director de cine de origen polaco, considerado sospechoso a comienzos de la investigación, aunque rodaba un filme en Londres para el momento del crimen; fue descartado al identificarse la autoría de la familia Manson por otros asesinatos en Los Ángeles, según anunció la prensa de finales de aquella década con la que cerraba mi infancia.

2. Volví a leer sobre el crimen de Tate, el director polaco y su obra temprana al adquirir, a comienzos de los años setenta, el volumen Cine contemporáneo, de la colección “Grandes temas” de Salvat. En la sección sobre Roman Polanski, a quien sólo entonces identifiqué como el famoso viudo, se decía que el asesinato había quedado “inevitablemente asociado al coqueteo demonológico del director” en Rosemary’s Baby. El libro incluía el primer fotograma que viera yo del filme de 1968, con un close-up del apuesto John Cassavetes, parecido a uno de mis profesores de bachillerato, secundado por Mia Farrow, cuyo pálido rostro reconocí por la serie La caldera del diablo, transmitida años antes por televisión.

El texto de Román Gubern señalaba que el director ya había tratado el tema vecino de los vampiros, en clave humorística, en The Fearless Vampire Killers (1967), “desmitificación cómica y sexual del género” tan en boga en la posguerra, participando Polanski como actor en la película. La parodia había representado un giro con respecto a los cortometrajes tempranos del director nacido en Francia en 1933, pero entrenado en el instituto de Lodz en Polonia, los cuales estuvieron marcados por un pesimismo a lo Samuel Beckett.

El volumen de Salvat se refería a La semilla del diablo, traducción más tendenciosa del título del filme en la España franquista, distinto de la literal de El bebé de Rosemary, con la que fue estrenada en Venezuela y el resto de Hispanoamérica. Me percaté que se trataba de la misma obra al recordar que, en otra reunión dominical de la familia en casa de los abuelos, uno de mis primos había comentado algo sobre la oscura trama de un bebé que era un anticristo. “Fin de mundo”, sentenció entonces otra vez mi abuela Carmen desde su mecedora, sin saber quizás que era una película hecha por el esposo de “la pobrecita actriz de Los Ángeles” que ella siempre invocaba al hablar de tiempos apocalípticos.

Repulsión , Catherine Deneuve

3. Fue a finales de los setenta, al cumplir yo dieciocho años, cuando pude ver por vez primera – en uno de los cinemas subterráneos del centro comercial Chacaíto, si no me equivoco – la ya legendaria película clasificada como censura C. Después de tanta expectación desde la infancia sobre aquel filme de horror, lo que me había hecho imaginármelo en una atmósfera gótica a lo Bela Lugosi, lo primero que me sorprendió fue la ambientación contemporánea de la historia incruenta en el Nueva York de los sesenta. El deseado embarazo de Rosemary Woodhouse, después de que ella y su marido Guy se mudan a un edificio poblado por next-door neighbors tan serviciales como entrometidos, no hace en principio sospechar del cerco demoníaco que se tiende en torno a la joven y su criatura. Ésta termina engendrada por un satanás que adquiere varios rostros seculares en la trama, desde la ambición fáustica de Guy en su carrera actoral, hasta la irreligiosidad voceada por los vecinos Roman y Mini Castevet en ocasión de la visita de Paulo VI a Norteamérica.

La caracterización cotidiana y prosaica de los brujos vecinos de aquel famoso edificio Dakota, el cual sirvió para rodar exteriores, satisfizo el apetito que, por aquellos años cuando estudiaba Urbanismo en la Universidad Simón Bolívar, tenía yo por la escenificación metropolitana. Ésta se manifestaba también en la ambientación parisina de Le locataire (1976), que después vi en la Cinemateca Nacional, filme donde además del antecedente similar de un previo inquilino suicida, son urdidas las suspicacias y paranoias a que dan pábulo las vecindades urbanas.

En el mismo ciclo de la cinemateca de Plaza Morelos, a mediados de los ochenta, pude ver Repulsión (1965), el primero de los filmes de la así llamada “trilogía de los apartamentos”; ésta consolidó la unidad de lugar y la economía de personajes como rasgos del suspenso polanskiano prefigurado con El cuchillo en el agua (1962), según la ficha que acompañaba la programación. A pesar de haber leído sobre Repulsión en el libro de Salvat, me impresionó ver a Catherine Deneuve, toda una diva elegante para los años ochenta, en aquel papel de manicurista dulce pero anodina, quien en medio de fantasías sexuales, termina sufriendo obsesiones patológicas y represivas conducentes al homicidio y la autodestrucción. Y toda esa degeneración ocurre en un fin de semana que permanece sola en su apartamento, el cual el espectador llega a conocer como propio, gracias al inquietante desplazamiento de la cámara.

Esa unidad de lugar tanto habitacional como urbana, retomada después en El pianista, merecedora del óscar al mejor director en 2002, se rompió necesariamente en adaptaciones que Polanski hizo de Macbeth (1971) y Tess of the d’Urbervilles (1979). La crítica advirtió que, por ser obras literarias tan conocidas, disminuían el suspenso característico de aquella producción clásica de los sesenta. Pero incluso en la adaptación de la novela de Thomas Hardy uno siente esa tensión que va creciendo hasta el clímax del acuchillamiento de Alec d’Urbervilles a manos de Tess, quien a pesar de su aparente libertinaje, es “una mujer pura”, como reza el subtítulo de la edición de 1891. Y al menos en mi caso, el suspenso estuvo teñido por el recuerdo de Sharon Tate, a quien está dedicado el filme basado en el libro que la actriz regalara al esposo en Londres, justo antes de regresar a la malhadada mansión de Los Ángeles.

Rosemary, Mini

4. Una noche de 2015 volví a ver, en el canal Movie City Classic, la película basada en el libro de Ira Levin, quien también se ocupara de engendros diabólicos en The Boys from Brazil, llevada al cine en 1978 con Gregory Peck y Laurence Olivier. Además de la pintoresca caracterización de Ruth Gordon como la entrépita Mini, la que le valió un óscar como mejor actriz de reparto – junto a una nominación de Polanski como adaptador del guion – disfruté ahora de aspectos menos sombríos de la trama, como la estética ya psicodélica de mediados de los sesenta. Si bien demacrada y ojerosa al comienzo del embarazo, cuando come carne cruda y bebe brebajes recetados por el doctor Sapirstein, miembro secreto de la cofradía herética, Rosemary no deja de parecer juvenil con su cabello corto según la moda impuesta por Vidal Sassoon, a quien ella misma hace propaganda en un parlamento. Después de que deja de sentir los dolores abdominales por la semilla que porta, su preñez no le impide lucir minifaldas a lo Mary Quant en el tórrido verano neoyorquino, a juego con los caquis con pretina y los zapatos claros de Guy.

La secuencia onírica en la que el bebé de Rosemary es engendrado rivaliza en expresionismo con las de Hitchcock, más influidas por el surrealismo de Dalí, contándose ambas entre las mejores del cine. Noté ahora también cómo las paranoias de Rosemary a lo largo del embarazo, si bien más verosímiles, recuerdan las alucinaciones de la manicurista de Repulsión. Y el aquelarre con el que cierra el filme, escenificado en el apartamento de Steven Marcato – hijo de brujo y verdadero nombre de Roman Castevet – congrega estereotipos muy seculares, incluyendo un japonés con su infaltable cámara, todos según caracterizaciones que dibujara el mismo Polanski.

Al aproximarse Rosemary a mecer la cuna negra del recién nacido, cuyo rostro nefando solo barruntamos a través del horror de aquélla al verlo, confirmé que el filme de Polanski es también, entre todos sus atributos como clásico de suspenso, un manifiesto sobre el renacer del ocultismo a finales de los sesenta. Entreverado con la drogadicción de la contracultura hippy, así como como con la masacre de Tate y sus invitados en Cielo Drive, el ocultismo era otra señal de los tiempos que hicieron a mi abuela profetizar su “fin de mundo” hace casi cinco décadas. Mientras la cámara se eleva sobre los edificios neoyorquinos al concluir la película, caí en cuenta de que la había visto desde una de las mecedoras de casa de los abuelos en San Bernardino, las cuales conservo en mi apartamento de Las Palmas.