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Mario Levrero, hacker literario; por Jorge Carrión

Mario Levrero, hacker literario; por Jorge Carrión

Mario Levrero

Feliz noticia: Literatura Random House publica en España —tras un par de años de circulación por el Cono Sur— cinco novelas cortas (por llamarlas de algún modo) de Mario Levrero en tres volúmenes: Diario de un canalla / Burdeos, 1972, La Banda del Ciempiés y Fauna/Desplazamientos. Pero, como se trata de un autor conocido sólo por los sospechosos habituales, cabe preguntarse antes de proseguir: ¿Quién fue Mario Levrero? La respuesta tal vez sea: el escritor uruguayo que, poco antes de su muerte en 2004, devolvió la esperanza a la literatura de su país. ¿La esperanza de qué? De volver a ser internacionalmente significativa, a diez años de la muerte de Juan Carlos Onetti, devaluado el prestigio literario de Mario Benedetti y Eduardo Galeano. ¿En qué contexto? Ese mismo año se estrenó Whisky, que ganó el Goya a la Mejor Película Extranjera y el FIPRESCI en Cannes; el año anterior murió Bolaño. ¿Se puede comparar a Levrero con Roberto Bolaño? Definitivamente: ambos crearon mundos complejos totalmente distintos de los de sus contemporáneos; ambos publicaron, póstuma, su novela más ambiciosa: 2666 y La novela luminosa. ¿Es comparable su influencia? No, les distancia la escala: la literatura de Bolaño se traduce y se publica en todo el mundo, mientras que la de Levrero —pese a que en España se hayan editado sus novelas más significativas— se ha impuesto como un modelo sobre todo en el Río de la Plata. ¿Acabemos con este interrogatorio inicial? De acuerdo: que termine el primer párrafo.

Aunque todas las novelas de Levrero hayan sido publicadas en Literatura Mondadori, sus cuentos, sus entrevistas y los artículos sobre su mundo siguen proliferando, a diez años de su desaparición, en editoriales independientes de Montevideo y Buenos Aires. De la lectura de las entrevistas que ha recopilado Elvio E. Gandolfo en Un silencio menos (Mansalva, 2013) extraemos los datos que nos ayudan a completar el retrato del personaje. Como Quentin Tarantino, que antes que director de cine fue empleado de un videoclub, el uruguayo regentó un par de librerías de viejo, donde devoró por igual novelas policiales, de Corín Tellado o de clásicos universales. Trabajó profesionalmente, también, como guionista de historietas, como editor y como creador de crucigramas. En los últimos años de su vida coordinó su propio taller literario, por el que pasaron jóvenes escritoras como Fernanda Trías o Inés Bortagaray y que lo convirtió en un auténtico maestro. El acontecimiento central de su existencia, no obstante, llegó mucho antes: fue una crisis de 1966, de la que se salvó así: “Fue un momento justo para que se produjera una verdadera identificación con Kafka y su visión del mundo”. Desde entonces la parapsicología y su propia versión de la escritura automática del surrealismo, que él llamaba la psicografía (“la mano escribe sola, y el dueño de la mano sólo se entera del mensaje cuando lo lee”), fueron guiando una escritura que siempre se dio en las orillas de los sistemas de edición, prestigio y reconocimiento oficiales.

“Una especie de pordiosero de la literatura”: así lo llama Sergio Chejfec en su contribución al volumen colectivo La máquina de pensar en Mario(Eterna Cadencia, 2013), y prosigue: “con un sistema de referencias literarias estropeado, al borde de la inutilidad”. Todos los escritores escogemos unos referentes y los combinamos en nuestra propia producción. De la originalidad de esa fórmula depende el éxito o el fracaso de tu propuesta. Para el autor deNick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, el único autor canónico imprescindible fue siempre Kafka. A su alrededor, orbitales, encontramos –según él mismo– a Mandrake el Mago, El Bosco, Lewis Carroll, los tangos de los años 40 o los Beatles. En La novela luminosa las divagaciones sobre una paloma muerta o sobre su ordenador personal se alternan con las lecturas de novelas de Rosa Chacel.

Irrupciones (Criatura Editora, 2013), la antología de las colaboraciones del escritor en la revista Posdata entre 1996 y el 2000,  es –sobre todo– un manual de instrucciones para leer a Levrero. Y, de paso y en secreto, un tratado atípico de creación literaria. Para él, nos dice, no hay diferencia entre “escribir y escribir un libro”, porque “escribía lo que surgía, y eso podía ser un relato, o una novela corta, o una novela un poco más larga, o un artículo humorístico, o un poema que jamás habría de mostrar a nadie”. Esa escritura continuada, indeferenciada, aproxima su poética a la de César Aira, a quien leyó como un autor fantástico. Estamos en el Río de la Plata de Felisberto Hernández. Estamos en el universo que tan bien se plasma en el inicio de Fauna: “Era un sueño borrascoso, cargado de significados ocultos. Cuando sonó el teléfono, el sonido se introdujo momentáneamente en el sueño, modificando algunas imágenes, torciendo el sentido de la historia que quería representarse, y maldito si puedo recordarla”.

Para Levrero el proceso de la escritura sólo finalizaba con la debida atención a la reescritura. Lo entendía en tres fases: corrección (técnica), pulido (relectura atenta en busca de perturbaciones y errores conceptuales) y refacción (extracción de fragmentos inadecuados, reelaboración). Lo explica en una de las muchas entrevistas que pueden ser leídas como fragmentos de una poética anómala en el conjunto de la literatura en castellano. Una poética conscientemente anti-literaria, en que no existen las jerarquías y de una ambición absoluta, menos interesada en el pasado que en el futuro: “Ya es tiempo de que los lectores comencemos a despegar el concepto literatura del concepto libro”, escribió en una de sus irrupciones. Como ha escrito Jesús Montoya, uno de los máximos expertos en su obra, sus textos reproducen fascinantes estructuras fractales y su obra está “destinada a reordenar la Biblioteca”, porque “hackea nuestro sistema literario” (Mario Levrero para armar, Trilce, 2013). De nosotros, los lectores, depende que llegue, al fin, ese reset que tenemos pendiente. Pero, atención al deseo del autor: “No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”.

Publicado originalmente en la sección Culturas de La Vanguardia