- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Los matices del insulto; por Elías Pino Iturrieta

Detalle de la estatua de Cicerón

Detalle de la estatua de Cicerón ubicada en el Palacio de Justicia de Roma, Italia

Los grandes teóricos del republicanismo, encabezados por Cicerón, insisten en la contención del lenguaje como esencial para el manejo de los asuntos públicos. Solo los vocablos cristalinos y los argumentos ponderados conducen al convencimiento del elemento discrepante y así se logran consensos para el resguardo del bien común, asegura el autor. Es una orientación que ha gozado de general aceptación, pero que solo se debe considerar como una condición ideal. Los consejos de los grandes pensadores tienen sentido y se deben atender, debido a que vienen de la buena fe, o de la experiencia en la conducción de las sociedades, y a que procuran formas de gobierno aceptadas por las mayorías y destinadas a perdurar. Sin embargo, no constituyen un dogma indiscutible.

¿Por qué? La realidad predomina frente a lo que se piense de ella, aún desde la autoridad de los sabios. Una cosa señala el papel escrito con sensatez y con buenas intenciones, pero las indicaciones del entorno llevan las conductas públicas por su cauce sin mirar hacia los llamados del comedimiento. Me acerco a estas generalidades que pueden sonar como fatuidades, para tocar un punto aparentemente menor que sucedió entre nosotros y en nuestros días hasta alcanzar notoriedad. Unas compradoras del automercado recibieron con improperios la presencia de Socorro Hernández, rectora del Consejo Nacional Electoral, para que los voceros del régimen se desgarraran las vestiduras y clamaran por una justicia drástica. No sé si los quejosos de las alturas leyeron a Cicerón, o a otros autores de la misma cúspide, pero convirtieron el episodio en una causa moral y en una obligación de vindicta pública que le dio notoriedad y que sugiere una reflexión capaz de poner las cosas en su lugar.

El insulto ha sido una herramienta de lucha política y un factor de trascendencia en la búsqueda del poder, que no se puede echar a la basura sin considerar asuntos de importancia como la situación en la cual se produce y la ubicación social de los individuos que lo desembuchan. Los tiempos borrascosos producen palabras duras y voces erizadas, cuyo objeto es el crecimiento de la combustión que las anima. En épocas de concordia predomina el verbo sosegado, hasta el punto de convertirse en hábito, pero las horas espinosas producen una cascada de vocablos que son su concordancia y su compañía. Los teóricos obvian este vaivén propio de las sociedades, debido a que conceden prioridad a sus mandamientos sin imaginar cómo los huracanes de la vida los convierten en folio mojado. En consecuencia, los juicios sobre el insulto deben considerar tales escenarios y tales momentos ineludibles.

La Guerra a Muerte no condujo a discursos ponderados, ni siquiera en los labios de los oradores eclesiásticos. La separación de Colombia estuvo llena de querellas y ruidos caracterizados por la inurbanidad. Lo mismo sucedió en el teatro de las guerras civiles durante el siglo XIX, después de 1830, y en numerosos sucesos del siglo XX, especialmente después de la muerte de Gómez, cuando la opinión pública ocupó mayores espacios para hacerse presente, sin que tales sucesos puedan considerarse como anomalías. Fueron hijos legítimos de la época que los aclimató, hasta el punto de que no se puedan entender sus vicisitudes sin el ingrediente de las reacciones apasionadas y violentas que fueron su carne y su sazón. Buscar conductas angelicales en la conducta de los antepasados es una aspiración candorosa porque, en no poca medida, la república fue el producto de las actitudes airadas de quienes la han ido fabricando poco a poco.

Juan Vicente González escribió páginas memorables, en las cuales no dejó de estar presente el ataque venenoso de sus adversarios del Partido Liberal. Los motejó con adjetivos escandalosos y no tuvo más remedio que recibir después dosis gigantescas de su misma cucharada. Al presidente Soublette le dijeron de todo en los panfletos de los amarillos, hasta patrañas y calumnias carentes de fundamento, sin que la tierra temblara en el anuncio de un criollo apocalipsis. Domingo Antonio Olavarría, el famoso Luis Ruíz de las trifulcas contra los triunfadores de la Guerra Legalista, no ahorró el improperio personal para la detracción de Joaquín Crespo, sin que le temblara la pluma ante el temido espadón. Los adversarios del joven Rómulo Betancourt llegaron al extremo de ventilar sus supuestas inclinaciones sexuales para sacarlo del juego, y así sucesivamente. No estamos en la república pensada por Cicerón, sino en la que fuimos haciendo aquí en diversas épocas de acuerdo con la solicitud de cada tiempo histórico.

En consecuencia, el insulto no solo ha formado parte de nuestra historia, sino que también la ha caracterizado en diversas épocas que han resultado esenciales para la formación de la sensibilidad venezolana. Se trató de expulsar de la cotidianidad a través de publicaciones promovidas por los controladores de la sociedad, entre ellas el célebre Manual de Urbanidad y Buenas Maneras escrito por Manuel Antonio Carreño, vulgata de la civilidad que quiso ser una contención de las conductas bárbaras y una fábrica de poses civilizadas a través del cual se metieran los antepasados en una vitrina para que los vieran desde afuera modosos y blanqueados. La faena de carmín y poses artificiales fue recibida con beneplácito por los gobiernos del vecindario, también necesitados del mismo corsé para las costumbres de sus gobernados, pero igualmente agobiados por los dicterios de sus pueblos que no se podían contener únicamente con cárceles y vejámenes. Fue así como el insulto se encubrió, sin que se pudiera desarraigar. Presencia habitual y persistencia explicable, no lo podemos negar con un plumazo, ni siquiera porque lo ordena el decálogo del Carreño.

Pero, así como hay un insulto comprensible debido a las motivaciones de lo circundante, existe el insulto inadmisible en términos republicanos. Cuando lo desembuchan los poderosos es evidencia de menosprecio y vilipendio de la sociedad, sin paliativos. Pienso en Guzmán Blanco deleitándose en los periódicos ante la supuesta incompetencia del pueblo venezolano. O en Andueza Palacio soltando palabras soeces en los burdeles para que los acólitos las celebraran y las comentaran en el mercado. O en Cipriano Castro cuando se burlaba de los presos políticos en las páginas de la prensa. O en Hugo Chávez, cuando ultrajaba a sus adversarios con una ristra de descalificaciones expresadas en plaza pública. Los vocablos malsonantes, si se expresan en tribuna dorada con un anillo de guardaespaldas no son manifestaciones sociales susceptibles de entendimiento, como muchas de las que se han aludido aquí, sino testimonios del menoscabo al que pueden llegar las sociedades en las manos de un autócrata. El cesarismo encuentra en tales expresiones una de sus prendas más elocuentes y deplorables, si nos apegamos a la retórica y a las tipologías de Cicerón.

Es evidente que la reacción de unas vecinas contra Socorro Hernández no corresponde a las evidencias de prepotencia y desprecio que hacen los hombres fuertes desde su custodiada atalaya. Le gritaron cosas duras en la cara. Le dijeron ladrona y asesina mientras compraba comestibles en el mercado, por ejemplo, pero no eran Guzmán ni Chávez los que gritaban, sino unas amas de casa acosadas por la realidad que las asfixia y por la presencia de una funcionaria a quien necesariamente se debe relacionar con el fraude electoral cocinado en el CNE en cuya directiva ocupa puesto principal. Si un insulto puede considerarse como testimonio de decoro y coraje cívicos, este cabe a la perfección. Como los que se aludieron antes para sugerir que la historia no es como desean los manuales de compostura, sino también como disponen las realidades acuciantes de las personas comunes y corrientes.

***

Suscríbete al canal de Prodavinci en Telegram haciendo click aquí