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‘Los días animales’ de Keila Vall de la Ville; por Pedro Plaza Salvati

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Keila Vall de la Vill retratada por Violette Bule

Los días animales bien pudiera ser el título de una novela de la convulsionada Venezuela de los últimos tiempos. Sin embargo, salvo unas escasas líneas alusivas a la inseguridad que azota a Caracas, lo que hace salvaje a esta obra es el sexo, las drogas y, por sobre todo, la escalada de montaña. Son días animales los que viven Julia y Rafael, adictos al alpinismo: “Dicen que lo extremo va todo junto, las ganas de sexo, la altura, la violencia” (p.69).

Julia es hija de padres divorciados y le toca vivir el cáncer de su madre, su agonía progresiva como los pasos lentos de un ascenso en el que el oxígeno se va extinguiendo. La relación madre-hija es de rebeldía y, al mismo tiempo, está signada por el amor y la devoción que hace que Julia se aferre a ella en su declive: “La pérdida de la vista por tajos, en un golpe de estado nocturno, aun así ocurría a plena luz del sol; el derrumbe fuera de ritmo, aquel descompás” (p. 25). La muerte como escalada fúnebre, pero también como parte del entendimiento de la estructura de los seres vivos y sus procesos vitales.

Julia es bióloga de profesión. Y detrás de la bióloga está una autora, Keila Vall de la Ville, que no teme los retos y que, en la vida real, es antropóloga. La bióloga pareciera ser el alter ego de la antropóloga, aunque claro está, la ficción prevalece en una novela sembrada de verosimilitud y de buen tono narrativo que construye un imaginario y que enhebra conexiones antropológicas para proyectar una visión del mundo. Así encontramos en ese universo palabras como evolución, ecosistema, origen de las especies, camaleón, telarañas pegostosas, planta carnívora, bosque tropical, reptil, células, animales de la misma especie, caníbal, genéticamente y, last but not least Big Bang eterno.

La prosa de esta novela goza de una musicalidad acertada con un constante y consecuente ritmo de frases cortas. Esas frases, a menudo, nos traen imágenes y significados que reflejan la densidad mental de la autora. Se nota que este es un proyecto construido a lo largo de los años. Acá no hay carreras. No hay apuros. Se nota la paciencia de la escaladora en fabricar una novela sólida. Pisa con cuidado los puntos de apoyo de la pared. Se toma de las manos con firmeza. A ratos la roca gigante, la acción y el tono se unen en un único gran esfuerzo. Por momentos esa prosa se acorta y delata el talante poético de la narradora:

“Eres musgo fosforescente y luego eucalipto. Eres sed, pies entumecidos, hormigueo en la piel enrojecida y latidos en la cabeza. Eres más sed y post posición de la sed. Eres momento suspendido. Eres paciencia. Cuando bajas eres cascada. Un pie en cada piedra. Eres saltamontes” (p. 47).

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Los días animales (Oscar Todtmann Editores, 2016) cuenta las obsesiones de Julia por la montaña y por Rafael. Dos obsesiones peligrosas, sin duda. Un amor masoquista que cumple aquella premisa adolescente de que mientras peor se trate a una pareja más enamorada estará de quien la maltrata. Porque Rafael llega al punto, en uno de los picos narrativos, que trata de matarla con sus manos fuertes de escalador. Como nos dice Carson McCullers en La balada del café triste: “El amado podrá ser un traidor, un imbécil o un degenerado, y el amante ve sus defectos como todo el mundo, pero su amor no se altera en lo más mínimo por eso”. Su relación con él se puede interpretar como otro tipo de cáncer en paralelo al de la madre. El cáncer de la madre es la metáfora del cáncer del enamoramiento nocivo y viceversa.

Luego del episodio del intento de asesinato, al superar el terror, Julia logra que Rafael se aleje pero ella, no obstante, lo busca de nuevo. A veces el amor es irracional y autodestructivo. Rafael llama a Julia siempre en masculino: “Pájaro” (símbolo de libertad, conquista). Pájaro lo persigue a él al extremo de que, acercándonos al final de la novela Pájaro viaja hasta Nepal, lugar en el que Rafael se ha establecido y se encuentra haciendo de las suyas con un estilo de vida anárquico e irresponsable. Una búsqueda antropológica de un amor en vías de extinción. Y lo persigue sin tener mayores pistas de su paradero y con la certeza de que se acuesta con otras mujeres.

Esto último plantea una paradoja moral en el sentido de que Julia, aunque no puede cortar el cordón umbilical que la mantiene atraída a Rafael, sostiene aventuras amorosas a lo largo de una novela cargada de escenas eróticas, salvajes y efímeras. Estos encuentros furtivos son como el avance de un tramo de escalada de montaña que se deja atrás. Necesidad satisfecha: Move forward, keep climbing. Julia no deja de ocultar su deseo por Fabián desde la hamaca en la que duerme, de irse al río con él; nos retrata la imagen en la que sueña con un desconocido que la acaricia; tiene relaciones con el chileno al que llamaban El Nerd en Beerkly; con Leo en el páramo; con Ben el canadiense en Perú; con El Gallego… Es la paradoja de la obsesión por un hombre y, al mismo tiempo, ella no tiene escrúpulos en mantener otros encuentros sexuales, quizás como una forma de venganza o más bien como producto del deseo inevitable de auto-satisfacción del personaje creado por la autora.

El viaje físico se ancla como esencia motora de la obra. El viaje físico y alucinógeno como huida, los encuentros carnales como huida, la escalada de la montaña como huida. Esta novela nos lleva a lugares tan disímiles como La Guairita, El Capitán, Sierra Nevada del Cocuy, Ritacuba Blanco, Salto Ángel, Yosemite, Red Rocks, Pico Bolívar, Huaraz y, para culminar, al Himalaya. En este último destino Julia no escala sino que se dedica a dar con el paradero de Rafael. ¿Se trata en el fondo de un perdón —por haberla tratado de matar—, de un sometimiento o de un amor ciego? Con frecuencia vomita y no sabemos la razón, solo podemos conjeturar. Se trata de una búsqueda a todas luces insensata. Cuando al fin encuentra a Rafael, tras largas peripecias, se acuesta con él, secuestrada por un impulso salvaje. Pero una vez satisfecha con el encuentro, lo deja, como se puede abandonar una osamenta que testimonia la existencia de un hombre neandertal y se marcha a Goa, al sur de la India, un lugar de playa y rumba. Búsqueda y huida. Días animales.

Esta novela se inscribe y se emparenta en la tradición de Solo faces (1979) de James Salter, en la que el mundo de la escalada de montaña construye un universo. Salter, este notable autor, quien fuera también piloto de la Fuerza Aérea estadounidense con más de cien misiones en distintas guerras y que se retiró del mundo militar para dedicarse a la escritura, fue practicante del alpinismo. Esto le permitió convivir con otros escaladores a los que se dedicaba a observar en los difíciles ascensos para fabricar una novela sobre este deporte de riesgo. Ese pareciera ser el mismo caso de Keila Vall de la Ville. Y aunque Javier Cercas nos diga que “un escritor no escribe nunca acerca de lo que conoce, sino precisamente de lo que ignora”, la autora demuestra con firmeza su conocimiento de las técnicas de escalada que sabiamente combina y alterna con la tortuosa relación entre Rafael y Julia, el dilema de la muerte de la madre y los encuentros sexuales. Con ello logra que la minuciosidad en las descripciones de esta afición que requiere mucho entrenamiento, entrega, técnica, persistencia y sacrificio, no llegue a sobrecoger hasta el abismo. Supo llevar la narrativa de escalada al borde pero sin empujar al lector al precipicio y ello requiere de tino, equilibrio y sentido de totalidad. Además de que la novela cobra tres giros vertiginosos importantes: cuando Rafael casi la mata, al momento en que Julia lo va a buscar a Nepal, y cuando ella se larga a Goa como parte de los últimos momentos simbólicamente signados por un eclipse de sol en Palolem. Como dice Salter sobre la montaña: “Si has realmente escalado, nunca te das por vencido. Hay algo inexplicable que hace que continúes”. Detrás de la mente de la narradora se vislumbra esa reciedumbre de carácter para escalar las palabras en el difícil arte de la escritura.

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