Blog de Federico Vegas

Los círculos y una huella de identidad; por Federico Vegas

Por Federico Vegas | 7 de enero, 2017

Dicen que la vida tiene etapas que se oponen, o se compensan. Primero entras en una centrífuga que te va alejando del eje desde el cual giras. Años después, o meses, o horas, pues también existen ciclos diurnos y nocturnos, te vas haciendo concéntrico, recogiéndote en círculos que se van cerrando hasta regresarte al punto de partida. De niño me asomé a los círculos centrífugos escribiendo en un cuaderno mi primera dirección:

Yo, mi cuarto, quinta El Pinar, calle Cachimbo, Los Chorros, Caracas, Venezuela, Suramérica, Hemisferio Occidental, planeta Tierra, Sistema Solar, Vía Láctea, el infinito”

Era emocionante elaborar esos listados cuyos dos extremos, el que se inicia en nuestro interior y el que termina en la nada, nos asoman a vistas fascinantes y abismos tenebrosos. Por un tiempo me entusiasmaron las órbitas más amplias hasta llegar al supercúmulo de las galaxias. Estas distancias a las que no llega la luz lucían tentadoras y alguna vez pude imaginar su música interestelar, pero al pasar del medio siglo comencé a perder el interés por dimensiones que requieren cohetes o transmigraciones y ahora solo me concibo en el contorno donde me acuesto y me levanto. Ya lo decía Montejo:

“Por todos los astros lleva el sueño
pero solo en la tierra despertamos”

Y también Paul Éluard:

“Hay otros mundos, pero están en este. Hay otras vidas, pero están en ti”

Ralph Waldo Emerson proponía que el ojo es el primer círculo y el horizonte que genera la mirada es el segundo. Para la escala de mi horizonte Venezuela es demasiado amplia e imprecisa. Mi vida y hasta mis sueños se conforman con los bordes de una circunferencia que coincide con el valle protegido por El Ávila y las colinas del sur donde ahora vivo. Otra cosa es que mis hijos, regados por el mundo, me obliguen a visitar otras ciudades donde no me gustaría morir ni resucitar.

El deseo de volver a un centro que quedó atrás se manifiesta de diversas maneras. A veces sueño con volver a mi colegio en los tiempos de cuarto grado, otras veces al Chuao de mi adolescencia, o a un pueblo frente a la playa llamado Caruao. Una de las opciones que más me atraen es aquel anillo de Los Chorros donde busco mi infancia en un hogar que ya no existe. Al no contar con la quinta El Pinar y los pinos en cuya copa me mecía, suelo entrar en un lugar inexplicable que llaman “Los Galpones de Los Chorros”.

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Jardines del Centro de Arte Los Galpones. Créditos fotográficos: Walther Sojo y centrodeartelosgalpones.com

Digo inexplicable porque no se entiende su existencia y menos aún la persistencia de este “Centro de Arte”. Es un recinto que parece vivir a contracorriente: mientras más hostil y desangelada se nos va haciendo la ciudad, más paz y serenas sorpresas encuentro en Los Galpones. Es quizás una aldea sitiada, pero también puede ser un foco de reconquista y una clave de lo que puede ser Caracas. Apenas me adentro en su trama de árboles y salas de exposición me invade la cálida interioridad de los retornos. Cuando termina la visita a las galerías y vuelvo a la calle, algo de infinitud se viene conmigo y soy otra vez un poco centrífugo, y hasta excéntrico.

Una tarde de diciembre, mientras las puertas de Caracas se iban cerrando por la llegada de una Navidad que se manifiesta como un éxodo, cumplí con el ritual de volver a Los Galpones y entré en una de sus galerías, “Espacio Monitor”, como si fuera la habitación donde guardaba mis juguetes. En toda buena exposición hay un artista que se expone al colocar la carne de su alma en un asador , y otros que damos vueltas a la parrilla sin darnos cuenta de cuánto está en juego. Está bien, no hemos sido convocados para entender la totalidad sino para presentir algo que nadie puede predecir ni conducir.

La actual muestra presenta ocho artistas con obras cuyo soporte son las paredes. Están más cerca del mural que del cuadro. No hay marcos ni pedestales, lo que le da al lugar una atmósfera de permanencia. “Contra la pared”, es el título que los congrega, como si una fuerza los apuntara en medio de un conflicto, una sensación que acompaña a todo caraqueño. A los ocho los une esta condición; todos han sido, son o serán algún día, habitantes de una Caracas abatida por una profunda crisis.

Esta convocatoria me recuerda —para continuar con mi obsesión circular— aquel “Circulo de Bellas Artes” formado por unos jóvenes caraqueños que comenzando el siglo XX se rebelaron contra la Academia y su director, Antonio Herrera Toro. De ahí va a surgir la llamada “Escuela de Caracas”.

Pienso que lo de “círculo” y “escuela” podría intercambiarse. Después de la ruptura con la Academia surge una nueva “Escuela de Bellas Artes”, y será una segunda generación la que expandirá esta renovación a un “Círculo de Caracas” que tendrá vigencia hasta los años cincuenta.

San Agustín propone que Dios es un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. El Círculo de Caracas no llegó a tanto, pero la imagen es más acorde con un grupo de artistas que no tenían un lugar de reunión o espacios expositivos permanentes, ni formaron una asociación o alianza, ni emitieron un manifiesto de adhesión a determinados conceptos. Solo los unía una actitud más realística ante el paisaje, una tendencia basada en una observación de la atmósfera y topografía del trópico que tendría como protagonista inicial el valle de Caracas. Por esta razón me resulta tan íntimas y familiares las propuestas de estos maestros, son imágenes de mis confines y del paisaje que ahora mismo, con una diferencia de ángulo y a más de medio siglo, tengo al frente mientras escribo.

Vista al Ávila desde Boleíta (), de Manuel Cabré

Vista al Ávila desde la laguna de Boleíta, de Manuel Cabré

Esa tarde de un diciembre que moría al nacer, sentí que había llegado a un nuevo círculo de Caracas mucho más amplio y divergente, formado por artistas que trabajan regados por el mundo como semillas esparcidas por una política de huracanes.

De izquierda a derecha: Espacio Monitor, “Contra la pared”

Galería “Espacio Monitor”, de la exposición Contra la pared

Como no puedo hablar aquí de todos los convocados, voy a centrarme en la propuesta de Arturo Herrera, un creador que me atrae por varias razones. La primera se basa en otro cruce de nombres que resulta sugerente. Esa fusión del sublime Arturo Michelena con el temible Antonio Herrera tiene que significar algo. Y en esto no puedo estar equivocado, porque todo artista venezolano debe sentirse descendiente de esos padres eternos y disfrutarlo, pero pocos cargan con ambos en su nombre y en su apellido, como si te impusieran el compromiso de un hijo elegido.

Conocí a Arturo Herrera en un almuerzo donde exhibió unos silencios casi monásticos. En ese momento no conocía su pintura, solo sabía que trabaja en Berlín, y ante sus modales y figura aséptica me dije: “Este tipo es cura o cirujano”. Acerté en ambas cosas.

A medida que nos acercamos a su obra se hace cada vez más evidente una atención escrupulosa y esa es la esencia de toda religión: una entrega consagrada y permanente que va desde las ideas hasta la meticulosa factura. En este quehacer está presente lo que le intuía de cirujano, pues su instrumento principal parece ser el bisturí, o un exacto prodigioso que ni le falla ni lo cansa.

Este procedimiento que supone una elección en cada corte nos asoma a su visión de la creación. Algunos suponen que Dios creó el mundo agregando elementos a un vacío durante una ardua semana. Otros creen que su labor fue eliminar lo inútil y lo caótico de un barullo ilegible, y desde entonces toda creación científica o artística parte de una elección frente a la infinita multiplicidad de la vida.

El trabajo de Arturo se ha multiplicado a diversos temas y medios de expresión que solo he visto y admirado en la web. Las únicas obras que pude casi tocar parten de formas que extrae —o abstrae— con su bisturí de figuras clásicas de Walt Disney, ese mundo de la fantasía inventado por un hombre que alguna vez se confesó culpable por no haber referido su obra al paisaje y la historia norteamericana, y, cuando por fin hizo el intento, comenzó a irle bastante mal.

A Knock (2000), de Arturo Herrera

A Knock (2000), de Arturo Herrera

En la posibilidad de esta vuelta a lo autóctono está la clave de la obra que más me conmovió de la exposición: en el muro que Arturo intervino con figuras que parecen extraídas de una realidad misteriosa pude ver el verde profundo de los árboles de Los Chorros.

Paradójicamente, lo que más me emociona es que quizás no lo haya hecho adrede, sino sea simplemente algo que sucedió, como tantos otros prodigios que le acontecen a los caraqueños cuando regresan a Caracas.

Esa percepción del color no la tuve el día de la visita, sino dos noches más tarde, cuando comencé a leer una novela de Jamaica Kincaid: Autobiografía de mi madre. La madre de Jamaica murió mientras ella nacía, así que es una biografía construida mediante ausencias y espectros que se manifiestan a través de la naturaleza, como cuando describe el camino a la casa de su padre:

“Al doblar cada curva aparecía el color verde oscuro de los árboles que crecían con una ferocidad que ninguna mano había intentado todavía restringir, un verde tan implacable que alcanzaba al mismo tiempo una gran belleza y una gran fealdad y, sin embargo, también una gran humildad. Era, existía en si mismo: no se le podía añadir nada; no se le podía quitar nada”

Ese verde feroz, bello e implacable en su oscuridad, lo conocí de niño en los árboles orgullosos de sus sombras que crecen sin moderación en Los Chorros, “como si la belleza residiera en el tamaño”, y tuve la enorme suerte de volver a verlo este diciembre estampado contra un muro blanco.

Mural de Arturo Herrera

Vuelve, de Arturo Herrera

¿Cómo se nos presenta el verde de esos árboles? No estamos ante el entramado de sus hojas. La aventura a que nos invita va más hacia dentro. Una frase de Gottfried Benn me ayuda a entender lo que siento, no necesariamente lo que veo:

Para aquel que se esfuerza en dar expresión a su interior, el arte no es algo pertinente a las ciencias humanas, sino algo tan físico como las huellas digitales”

No puedo asegurar que estamos ante la huella de identidad de un árbol caraqueño ampliadas con gozo desde un taller en Berlín, pero no hay duda de que el mundo interior de un hombre se ha integrado al mundo interior de algo… algo que a lo mejor no tiene nada que ver con los árboles, ni con Los Chorros, ni con Caracas, ni con mi infancia, y sea una operación de cirugía aplicada al bosque de Bambi a raíz de la muerte de su madre.

Esa tarde no me importaban las causas, los orígenes, solo los efectos, y di las gracias por haberme sentido por un instante contra la pared y en el centro de un tiro al blanco, pero esta vez bajo la mira de Dios.

En el Timeo de Platón se habla mucho de círculos y regresos:

“La unidad perfecta del tiempo, o año perfecto, se realiza cuando las ocho revoluciones de velocidades diferentes han vuelto a su punto de partida, después de una duración medida por el círculo de lo mismo y de lo semejante”

Timeo se refiere a las revoluciones de los astros, que sin duda son más de ocho, pero lo importante no son sus aciertos o desaciertos astronómicos, sino cuánto nos reconforta la belleza de estos párrafos, que escuchó con deleite el propio Sócrates. Hay tantas sugerencias y presagios en “un año perfecto”, en volver al “punto de partida” de un círculo donde se unen y equilibran lo mismo y lo semejante. Para no habar de “las ocho revoluciones de velocidades diferentes” que presentan los convocados al Espacio Monitor, quienes en su marcha a través del cielo necesitan volver periódicamente sobre si mismos, y esta vez se reunieron en un salón de Los Chorros ubicado en Caracas y en la Vía Láctea.

Desde mi afán por buscar el eje donde giramos, no le exigiría propiedades astrales a ese año perfecto, solo un poco de ayuda para unir el yo y el infinito con un mínimo de dolor y tanto placer como haga falta.

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Federico Vegas 

Comentarios (6)

Elsa Este
7 de enero, 2017

Debemos dar gracias infinitas a los artistas que nos trasportan a otros mundos a otras dimensiones. Gracias. y gracias a Ud. por decirlo tan bien.

Roberto Loscher
7 de enero, 2017

Excelente reflexión escrita del Sr. Federico Vegas. Lástima que las imágenes fotográficas, no estén a la par del artículo del Sr. Vegas.

Juan Ganteaume
8 de enero, 2017

Excelente artículo. ¿cómo puedo comunicarme por correo con usted?

Guillermo Bruzual
9 de enero, 2017

Que bueno ver a Vegas girar en sus círculos y verlo volver. Verlo alejarse de su esencia literaria e incursionar en temas políticos con extrema afición fue para mi un gran dolor una gran ausencia. Verlo hoy retomar el camino de lo intangible de lo casi imperceptible descrito impecable y casi exacto es para mi un alivio que me da calma para esperar su próxima aventura sea cuento o novela.

Flor Bello
9 de enero, 2017

Gracias como siempre me deleitó su artículo.

Miguel Miguel García
12 de enero, 2017

Apreciado Federico: ¡Hermosa, sensible y conmovedora reflexión! En nombre de los 8 artistas participantes en Contralapared y en el de Espacio Monitor, te lo agradezco y te felicito.

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