Blog de Leo Felipe Campos

Las Vegas (Sin pecado concebido), por Leo Felipe Campos

Por Leo Felipe Campos | 20 de noviembre, 2012

Hasta una nube densa y larga intentó esconder lo que había debajo, tal como lo hicieran aquellos últimos espirales de humo que volaron tímidos hasta confundirse y desparecer la noche anterior a mi partida.

Había estado cuatro noches en el hotel Excalibur de Las Vegas, Nevada, y supe que detrás del cigarrillo final en el casino, ese laberinto turbio con tintineos, taconeos, gente trasnochada y luces de colores, habría poco para rescatar por encima de la bruma nicotínica y las imágenes borrosas de los adolescentes y apostadores emocionados.

Eso mismo me pasa ahora desde el avión, cuando trato de comprender que la grandeza de sus hoteles de cinco mil habitaciones, un bulevar de comercios y franquicias donde el sol pareciera no existir, esconde algo todavía más grande: que detrás de la gran fiesta perenne de promociones y premios, permiso para pecar, mujeres semidesnudas y all you can eat hay una ciudad desconocida que vive para reproducir la farsa. No es turismo. No es impostura. Es una alegoría tragicómica, casi televisiva.

El corredor de hoteles-casinos es apenas una arteria de la ciudad de neones y limosinas, puede que la más importante, la que llega a su corazón con taquicardia, pero el resto del cuerpo está allí, borrado, oculto, hecho margen a la fuerza. Lo que se pierde al fondo en la negrura de la imagen de arriba. La pregunta evidente es: ¿cuántas personas se necesitan para atender 5 mil habitaciones con sus ruletas, mesas de póker, bares con música en vivo, máquinas tragamonedas, servicio de taxis, tiendas, shows y restaurantes pequeños y baratos, enormes y lujosos? En un solo hotel. Ok. ¿Y en una veintena de ellos? Ahí está Las Vegas.

A Las Vegas no se va solo, o sí, pero no sin cómplices. A Las Vegas se va a apostar. A Las Vegas no se va a descansar. En Las Vegas te ofrecen mujeres y drogas en muchos de sus recodos y pasarelas entre hoteles. Las Vegas es el desgaste, el deseo desatrapado, la noche y el consumo, como un parque de diversiones 24-7, como un interminable mall de pasillos grotescos y atracciones sin fin. Las Vegas es el desenfreno y dejarse ir. En Las Vegas ves a raperos de poca monta, a un grupo de viejitas con cola de conejitas playboy, familias enteras, centroamericanos en las calles regalando volantes con números para shows de sexo en vivo, muchas mujeres solas frente una máquina con números y figuras que les sirven de espejo. A Las Vegas se va a gastar el dinero y yo conocí otra ciudad, porque hice justo lo contrario a lo que se debía hacer. Aposté a la inversa y perdí. O al menos no gané en el modo Las Vegas style.

Fui hasta allá para celebrar en una fiesta de músicos famosos y no tanto en la que me colé sin proponérmelo, luego de escribir una canción con final abierto que habla de lo que le ocurre a una persona después de partir de su tierra. Nada nuevo, excepto por la forma que buscamos de llegar al miedo desde el futuro, construir una sensación de desconcierto y más preguntas que respuestas en un tránsito hacia lo desconocido. Así fue como terminé nominado a los premios Grammy Latino junto a una parranda de cantantes a los que no escucho casi nunca, salvo tres o cuatro de ellos. Todo gracias al atrevimiento de mi pana Ulises Hadjis, un tipo brillante: con el tiempo lo verán.

El punto es que estuve a tope entre músicos e intérpretes reconocidos, asistí a una cena esplendorosa donde cantaron Juan Luis Guerra, Natalia Lafourcade, Lila Downs (aplausos de pie, por favor), Natalie Cole, Nelly Furtado y Caetano Veloso, el gran homenajeado de los premios (también cantaron Juanes y Alejandro Sanz, pero eso sí viene a ser, en todo caso, un dato marginal); recibí una medalla, me tomé una foto, me tomé otra foto, me tomaron otra foto, antes me retraté con Milton Nascimento y Julieta Venegas, me dieron otro regalo y fui entrevistado y asistí a la ceremonia de premiación del Grammy y después vino el after party en House of Blues, donde Santana se presentó en un salón para unos pocos privilegiados y la cerveza Heineken era gratis. No me puedo quejar. La rumba de bailes y pirotecnia de la industria de la música latina, que nunca había visto por TV, me gustó muchísimo más de lo que pensaba. Compartí entre amigos, conocí el reverso de la fama y a una cantante hermosísima con una voz de otro mundo llamada, casualmente, Vega, sin la ese al final; pude bucearme como es debido a Shaila Durcal y caminé un buen pedazo de la ciudad entre bares, brindis y celebraciones. Pero no hubo sexo, ni drogas. Fue, digamos, otro rock and roll.

–¿A qué Vegas fuiste tú? –me comentó sorprendida una linda amiga a la que le había sugerido que el imaginario de ensueño y triunfo en esta ciudad creado por el cine no era más que un espejismo.

–Solo veo autómatas, familias gordas, muy mal alimentadas, niñas de quince años en minifalda, más borrachas que yo, miles de personas que no han venido a jugar, han venido a perder, y parecen saberlo –le contesté, y ella rió con una mueca que mezclaba compasión y buenos deseos.

Ella, mi amiga, había estado la noche anterior con otros amigos en un bar de streapers. Allí, me contó, empujada por otros amigos que la acompañaban, que una de las bailarinas se sentó sobre la más tímida del grupo, se animó a manosearla y todos rieron y aplaudieron entre brindis. Sé que no me pareció tan divertido porque no estuve con ellos esa noche. En venganza, me aseguraron, las chicas tratarían de desquitarse llevando a los hombres a un bar nudista para mujeres. Pensé: caramba, llegué tarde a la fiesta.

Nadie va a Las Vegas a buscar la trascendencia y ellos hicieron lo que había que hacer. Pusieron su dinero en manos del azar, buscaron el preámbulo típico del sexo en un lugar como este y levantaron sus tragos en franca señal de festejo. Ella, mi amiga, se confesó jugadora de ruleta y blackjack, y se hospedaba en un hotel mucho más lujoso que el mío; lo pude notar la noche siguiente, cuando fui a visitarla y no lo conseguí, lo que me permitió caminar el bulevar entero y descubrir que si el Excalibur era una falla tectónica que buscaba imitar, no sin cierta ridiculez, la forma de un castillo, el Aria, su hotel, era un macizo (ultra contemporáneo) de primera clase y mucho porte. Desbordaba elegancia y tenía mejor olor. O al menos no tenía olor. Ella, mi amiga, había ido a disfrutar y lo había conseguido. Yo había ido a disfrutar y lo había conseguido. Pero ella estuvo en Las Vegas, yo no.

Para retratar mejor lo que quiero decir, les contaré una breve anécdota:

Eso que llaman la alfombra roja (en este caso era verde), donde desfilé con gusto y hasta ofrecí un par de entrevistas, un pasaje de fotos y micrófonos en vivo que alimentan el ego, los sueños y la fama, y que construyen la apertura perfecta para el encendido de la audiencia en los canales telenoveleros de mi hispanoamérica linda y querida, tiene un trasfondo impensado por muchos.

Esa tarde de flashes previos a la ceremonia de premiación del Grammy Latino, me dijo otra amiga que se hospedaba en el hotel Mandalay Bay, con vista privilegiada hacia el gran estacionamiento con tarimas y barandas improvisadas delante de las cámaras, que la euforia del público presente no era auténtica, que existía en la acción de sus gritos una buena porción de teatralidad: más de cien animadores gritones que aplaudían y lanzaban fotos y coreaban de memoria nombres y canciones famosas.

-Claro que sí, todo es falso, yo los pude ver ensayando esta mañana –me confesó ella media hora antes de pedirme, ilusionada con una chispa de éxtasis en la mirada, que por favor, por favor, por favor, la retratara junto a David Bisbal, porque su hija era fanática de su música. Su hija, no ella.

La misma noche del evento estuve en otro hotel, brillante y caro como el Aria, en una fiesta privada y aburrida en una habitación con poquísimos invitados y menos alcohol, donde la partida se hizo inminente cuando una gordita, dueña de la habitación, me torció un ojo como señal inequívoca de detentar su poder.

Antes me ofrecieron marihuana y cocaína a viva voz, entre una fila de gente que caminaba por los puentes que conectan calles y hoteles, para que el visitante pueda sentir que el peso de la oferta es mayor que el de la demanda. Y antes me había cruzado con una prostituta anoréxica que se quiso hacer pasar por una turista de Kentucky hasta que le dije que no era tan bueno en la cama como podía parecer y me pidió 400$. “Baby, I’m blonde”, me susurró con una mueca. “Baby, I’m Venezuelan”, le respondí, como si ella supiera lo que significaba pertenecer a mi país y no tener el dinero que derrochan los gobernantes y empresarios que no dependen de Cadivi.

Allí entendí lo que estaba pasando. Mientras estuve en el microcosmos Grammy, tratando de figurar y reportear al mismo tiempo (casi una contradicción), caminé canchero y alegre porque cualquier gesto era un regalo, un descubrimiento, un reconocimiento gratuito. Pero para el “Miedo y asco…” de Hunter S. Thompson, para el “Hangover I, II y III”, necesitas dinero. Y mucho. O al menos un buen cómplice mitad vampiro, mitad sobrino de Pedro Carreño o de Lorenzo Mendoza, como mejor les convenga. Las Vegas lo exige y yo no lo tenía, ni quería darlo.

Así abordé este vuelo de despedida con la gozosa confirmación de que se puede ser famoso sin serlo y que atrás dejaba una ciudad medio fake que nunca pretendió ser más de lo que es y que tiene, al menos para mí, su mejor cara en los espectáculos que organizan quienes alquilan sus espacios más costosos, para ver y deleitarme otra vez con lo mismo sin necesidad de casarme, perder un diente o ponerme en la nalga un tatuaje de tres semanas: la inmensidad de la naturaleza que te hipnotiza desde el aire, las montañas con sus pliegues y millones de estrías que suben y bajan como flancos de ríos y lagos en coro con las nubes. Las casas que el turista no conoce y se ocultan debajo de un enorme tapiz de nubes. El brillo del sol en las aguas que se hace más intenso, extenso y potente, un espejo de luz visible y cegador. La tierra como alfombra con montoncitos de arena rastrillada con distracción por un niño vago. El recuerdo vivo de una ciudad pecadora que, en efecto, nunca duerme y te obliga a aceptar que para vivirla con el desenfreno debido, debes estar dispuesto y que no basta con fumar, beber y apostar un poco.

Leo Felipe Campos 

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