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Las muertes de Juan Rulfo; por Luis Yslas Prado

Juan Rulfo, retratado por Toni Kuhn. Fotografía de la Fundación Juan Rulfo

Juan Rulfo, retratado por Toni Kuhn. Fotografía de la Fundación Juan Rulfo

I

Pocos meses antes de que muriera su padre, Juan Carlos Rulfo atravesaba en bicicleta una ciudad devastada por un terremoto de 8.1 grados de magnitud. Esquivando los escombros de Ciudad de México, el hijo menor de Juan Rulfo regresaba a su casa ese 19 de septiembre de 1985 llevando consigo los últimos diagnósticos médicos de su padre: un avanzado cáncer de pulmón.

Nunca es buen momento para recibir ese tipo de noticias, pero ese día era el peor. Como si se tratara de un innoble desenlace, la muerte se le anunciaba con destructivo énfasis a un escritor que sólo la había tratado, en la vida y en la literatura, con la respetuosa dignidad que merecen los misterios invencibles.

No era la primera vez que Rulfo tenía que vérselas de frente con la muerte. Había nacido en ella. Llegó al mundo en 1917, en el torbellino de la Revolución Mexicana, una guerra civil que dejó cerca de un millón de muertos. En esa cifra mortal se encontraban los nombres de varios de sus familiares.

A los seis años, lo despertaron una madrugada para decirle que don Cheno, su padre, había sido asesinado. “Mi padre –recuerda en unos apuntes personales– murió un amanecer oscuro, sin esplendor ninguno, entre tinieblas. Lo amortajaron como si hubiera sido cualquier hombre y lo encerraron bajo la tierra como se hace con todos los hombres”. También su abuelo y varios de sus tíos morirían de forma violenta, la mayoría bajo las armas.

Cuatro años después, instalado junto a su hermano mayor en el orfanato Luis Silva de Guadalajara, recibió la noticia de que su madre había fallecido. “Una mujer llena de bondad –la describe en Cartas a Clara–, tanta, que su corazón no resistió aquella carga y reventó”. Son los años mortíferos de la rebelión cristera, un enfrentamiento que bajo el grito de “¡Viva Cristo Rey!” ensangrentó las tierras de su Jalisco natal.

Juan Rulfo no lo olvidaría nunca: había nacido en un mundo de asesinos.

II

Con apenas diez años, el niño Juan Rulfo padece una doble orfandad: no tiene padres pero tampoco un país donde hallar respuestas a esa primera década de sucesivas tragedias.

Su esposa Clara Aparicio confesó en el año 2003 que “había algo en él que nunca pude entender, aún a estas fechas, a 17 años de su ausencia: nunca tocamos el tema de sus padres, sobre todo el de su madre. Tal vez en su triste amor, él sufría en silencio. Muchas veces le llegué a preguntar: ‘¿qué te pasa, Juan? Dime…’ Mas nunca tuve una respuesta; sólo su mirada que se perdía en el espacio. Llevaba a cuestas una inmensa tristeza”.

Tal vez él mismo jamás supo responderse. Nunca halló una explicación. Ni siquiera un consuelo. No los descubre en el orfanato, ni en el seminario. Tampoco donde su abuela, ni en el afecto de sus tíos, de sus hermanos, de sus amigos. Rulfo se siente, se sabe desamparado. La soledad lo atenaza y lo aísla. También lo forma y acoraza. Ya adolescente empieza a leer con voracidad, a escalar, a fotografiar. Sigue buscando respuestas. Sigue creciendo. Al igual que su soledad. Entonces comienza a escribir. A buscar, en la escritura, respuestas a la desgracia propia y ajena. O simplemente a pasar por escrito la resignación de no encontrarlas nunca.

Sus primeras tentativas narrativas se sitúan en la ciudad –donde vive a disgusto–, pero las desecha pronto. Rulfo es un hombre de la provincia. Su memoria, poblada de muertes, sólo tiene un paisaje a un tiempo entrañable y fatal: los vastos territorios áridos de México por los que deambulan seres abandonados a la miseria o a la violencia. Entonces publica, en 1953, El llano en llamas, relatos donde la existencia es una agonía, una zona de paso hacia la muerte, pero en la que todavía se respira, violento y desolado, un aire de enrarecido realismo, aún con vida.

La vida rural, no menos solitaria que la de las ciudades, le otorga a Rulfo una soledad conocida: la del llano abierto, aunque sea un llano en llamas. Esas llamas que nombran su primer libro no sólo son un juego de palabras. Son además el encendido presagio del inframundo que será su novela aparecida dos años después: Pedro Páramo.

III

Pedro Páramo fue el encuentro más perdurable que tuvo Rulfo con la muerte. Fue también el inevitable retorno a su infancia, pero también a la infancia mítica de la humanidad: no sólo vamos a la muerte sino que venimos de ella. Los antiguos mexicanos lo sabían, lo practicaban: el sacrificio es necesario para que el universo sea lo que siempre ha sido: un movimiento cíclico en el que la vida y la muerte son las dos caras del tiempo.

Consciente de ese culto a la muerte que constituye al ser mexicano, Rulfo se encargará, con inigualable hondura poética, de petrificar en Pedro Páramo ese movimiento cósmico para mostrar, no ya el ciclo natural de la vida y la muerte, sino un estado en el que nadie puede renacer porque nadie ha muerto del todo. En los ámbitos de Comala la gente no está muerta: está muriendo. Se ha quedado detenida en el gerundio de una doble desesperación: añorar la vida que no se tiene y aguardar la muerte definitiva que ponga fin a la añoranza. Paralizados en un tiempo roto, los personajes de la novela resuenan entre partículas narrativas, hebras y sombras que el lector debe procurar atender sin el afán de completarlas. Más bien con el ánimo dispuesto a abandonarse en ellas, dejándolas resonar en su bóveda interior, donde lo sensorial adquiera un sentido no siempre racional.

Pedro Páramo: entramado de voces que le dan sentido, sonido, a quienes están fuera de la historia. Las muchas personas, conocidas o desconocidas, que Rulfo vio morir sin justicia ni piedad, que México ve morir, aún hoy, tras el silencio de la desmemoria oficial.

De los muchos méritos de la obra de Rulfo, el menos olvidable es el de haber restituido la palabra de los más olvidados: los marginados de México. O mejor dicho: de Comala. Esto es, de cualquier lugar, imaginario o no, al que los fantasmas acuden a reclamar la memoria que merecen. “Los espectros de Juan Rulfo están hechos de la arena que el viento empuja en los desiertos –afirma Juan Villoro–. Pobres a un grado innombrable, se saben condenados: los que están fuera, al otro lado de la página, nunca harán lo suficiente”.

IV

La tarde del siete de enero de 1986, Rulfo le dijo a su secretaria: “Soy ya un cadáver”.

Luego de leer el diagnóstico médico, cuenta Reina Roffé en la biografía Las mañas del zorro, se encerró durante los meses siguientes en su habitación. Permanecía horas callado, comiendo dulces y contemplando un muro. Tal como Bartleby, el personaje de Melville, Rulfo vivía sus días finales con los ojos fijos en una pared, tras un silencio inconmovible. Pero ese silencio llevaba años de cristalización. Por eso asombra que tantos se extrañaran ante el silencio literario de Rulfo luego de haber escrito Pedro Páramo. ¿Qué más podía contar después de haber hablado con los muertos, por los muertos? ¿Cómo pedirle que siguiera hablando si ya había hablado por todos los que fueron, los que serían, silenciados? Esperar por otros libros suyos, o exigírselos, revelaba una lectura superficial de su obra. Luego de ese descenso en las profundidades míticas y psíquicas de la experiencia humana, y aun, infrahumana, sólo resta callar, no como rendición: como reverencia. Romperlo hubiera significado falsear la honestidad de un libro que además de literatura era también un doloroso ajuste de cuentas con la historia, personal y colectiva, del propio Rulfo. The rest is silence le hace decir Shakespeare a Hamlet, quien acepta morir para vengar el asesinato de su padre, ese otro fantasma que exige la justicia que la historia le ha negado.

Tal vez algo esencial de Juan Rulfo jamás regresó de ese viaje a Comala. Allí en ese espacio mítico quedó su voz, mezclándose con las voces de aquellos a quienes les prestó su escritura en nombre de la oralidad. Lo demás fue un largo y elocuente silencio que sólo significa una cosa para quienes estén dispuestos a escucharlo: lo que quieran saber, pueden oírlo en mis libros.

Hace treinta años, dos horas después de haberse declarado cadáver ante su secretaria, Juan Rulfo asistió al último encuentro con su vieja conocida, la muerte. El muro había desaparecido.