Blog de Armando Coll

Las ciudades de los escritores, por Armando Coll

Por Armando Coll | 4 de junio, 2012

Se trate de una gran capital o de una metrópoli venida a menos, la urbe como ámbito de la escritura es ineludible; el tramado de calles y edificios albergan la infinitud de los mundos literarios

Como todo tema revisitado da mucho de qué hablar y seguirá cosechando disquisiciones al menos divertidas precisamente por inútiles. El escritor y la ciudad, el tema de marras.

Me han pedido que hable de tan tortuoso maridaje ante el público del Festival de Lectura de Chacao y tomo unas notas.

Lo primero que me viene a la mente es el rostro lánguido de Marcel Proust, ese emblema de la nostalgia. Desde mi pequeñez caraqueña coincido con el gran parisino en esa pasión por buscar una memoria que es probable no esté en ninguna otra parte sino en un recóndito deseo, atávico como un padecimiento hereditario, un defectuoso ADN.

Con ese deseo he recorrido a Caracas desde niño, desde que tras los almuerzos en casa de mis abuelos me aburría y me escabullía al jardín, un edénico spot de esta vapuleada capital, con su níspero del Japón, su árbol de granada, el mango y el pomagás. Y al fondo los jibaos.

Adolescente ya, caminaba el trecho de mis cambiantes residencias hasta el lugar donde una vez estuvo esa quinta patriarcal de mi primera infancia, como en observancia del mandato de T.S. Eliot: volver al lugar del que partimos para conocerlo por vez primera. La quinta no estaba; su lugar usurpado por una alta torre de oficinas. Pero, yo insistía en visitar el lugar, como un iniciado en algún rito totémico.

Era sin saberlo, un flâneur, o lo poco que de tal condición pueda cultivarse en Caracas, –ese paseante solitario de la ciudad, que la asimila sin rumbo–. Caminaba en busca del pasado, pero no por ello dejaba de escrutar los cambios de la urbe y solazarme también en esa brusquedad.

La imagen de Proust tal como nos la obsequia Walter Benjamin, el gran teórico de la flânerie, persiste en mis pensamientos: a la vera de una lámpara, mientras escribe En busca del tiempo perdido, en su piso del Boulevard Haussmann.

Parece mentira, pero el barón Haussmann es tenido por autor del mayor ultraje cometido en el cuerpo de París, no igualado ni por el ocupante nazi. Y justo en el ruidoso paseo que lleva el nombre del abominado urbanista al servicio de Napoleón III tenía residencia el pestañeante, trémulo Marcel Proust.

Es conseja de eruditos que Haussmann contribuyó a la extinción del flânerie, el desaprensivo devaneo bajo los passages couvert…Pero, creo es un extremismo inmerecido por el aludido. Para algunos fue un renovador de una ciudad que había cedido al sobresalto social y político y acogía la moderna noción de comodidad. Dotado de talento y visión mayores que el francés, nuestro Villanueva también hizo obra a instancias de un tirano ridículo, si a ver vamos.

París, con todo y los “derribos” de Haussmann siguió siendo el destino de escritores de América, la meca de los que viniesen bien del norte o del sur del Río Grande: Scott Fitzgerald,  Hemingway, Miller, Neruda, Vallejo, Vargas Llosa, García Márquez…y de los nuestros, poetas los más, Juan Sánchez Peláez, Eugenio Montejo, Luis Alberto Crespo, (otros tantos merecedores de mención) y narradores como Ben Amí Fihman y Francisco Massiani, quien, con todo y lo que vivió y padeció París, su alma nunca se mudó de Caracas.

Caracas, la hospitalaria

Caracas no solo otorga su impronta a los nativos y los venezolanos que se allegan desde las extremidades del país, sino que ha dado residencia provisional o más o menos permanente de egregios escritores, poetas universales  y novelistas de éxito venidos de otros países. De esta última categoría coincidí con Isabel Allende, alguna vez, vecina de Los Palos Grandes, señora guapísima y muy tratable que empezaba a saborear celebridad con su novela “caraqueña” La casa de los espíritus.

Y a todas estas, retomo que la cuestión que intento en estas líneas trata del buen o mal avenimiento del oficio de escritor con las ciudades que le tocan en suerte.

He tenido noticias de que aquí vivieron y trabajaron nada menos que Alejo Carpentier (estuvo entre los creativos de Ars Publicidad), el poeta chileno, Premio Cervantes, Gonzalo Rojas, el novelista argentino Tomás Eloy Martínez, gran renovador del periodismo venezolano (a quien conocí y tuve el honor de entrevistar en un par de ocasiones), ¡y qué decir! si ampliamos el registro hasta más de cien años, el mismísimo José Martí.

Ajeno y cercano, José Balza escribe en un apartamento de Caracas, como si el Orinoco se abriera al océano nada más bajar el ascensor.

Norberto José Olivar, mientras tanto, permanece en Maracaibo a la que otorga la luz mortecina de una novela gótica.

Hay escritores que se inventan ciudades para no dar cuenta de ninguna y hacerse su propia memoria, su lugar, como Ítalo Calvino y sus Ciudades Invisibles, tramadas de pura sintaxis.

Armando Coll 

Comentarios (2)

dariela
5 de junio, 2012

¡Y yo pero en yaracuy, pequeña ciudad de Venezuela!

Oswaldo Aiffil
11 de junio, 2012

Leyendo este escrito no pude evitar el famoso Puerto de Santa María, de Onetti. Y también que García Márquez se nutrió mucho de Caracas, aunque la biografía reciente de Gerald Martin haya hecho mutis en ello. Ciudades (existentes o de ficción) y escritores. Muy bueno.

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