#DomingosDeFicción

La pesca, de Liliana Lara // #DomingosDeFicción

Una historia que se construye como un delta, dilatándose, ramificándose para cubrir la esfericidad de la vida, para dibujarse en todos sus contornos. Una historia cosida con retazos venidos de la infancia. Su autora, Liliana Lara, oriunda de Maturín y residenciada en Israel desde 2002, demostró con Los jardines de Salomón (ganador de la XVI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre) la calidad de su narrativa.

Por Liliana Lara | 31 de agosto, 2014

la pesca 640

Usualmente… sólo flotan cuerpos a esta hora
L. A. S.

El río. Iban en una curiara que rompía la quietud engañosa de aquellas aguas y el silencio de la madrugada. Poco sabía él de pescas. Tampoco sabía nada de Oscar, pero le gustaba esa deriva. El río era oscuro. Debe ser por las raíces- pensó mientras se adentraba en aquellas aguas sin darle mucha importancia. Todos los ríos de la zona eran oscuros. Todos los ríos nacían de ciertas raíces. Todas las aguas parecían un té olvidado en alguna taza, en palabras de su mujer. ¿Qué tipo de peces encontrarían en esas oscuridades? – se preguntaba mentalmente mientras miraba a Oscar preparando el equipo, unas cañas de pescar más bien rudimentarias. La verdad es que eso no importaba. Lo que importaba era estar lejos de casa.

La radio. Era la noticia de un hombre que se había ido muy temprano a pescar y al regresar a su casa había encontrado a su mujer muerta por intoxicación. Al parecer el gas de la estufa había quedado abierto desde la noche anterior. Él se había salvado porque se había ido en la madrugada y había estado menos tiempo expuesto a ese asesino invisible.

La lengua. Hubiese sido mejor quedarse a dormir en la casa de Oscar, en el campo, pero no quería escucharle la lengua a Clara. Por eso ni siquiera asomó la posibilidad y se quedó en su apartamento, cenando en silencio. Los niños discutían. Su mujer insistía en que comieran algo que a ellos no les gustaba. David no paraba de jugar con el pan. Daniel comía con la boca abierta. Algún vaso de agua se derramó. Él lo levantó y secó el agua sin siquiera preguntar quién había sido. Escuchó el chillido de Clara al fondo, lo escuchó opaco, como si su cabeza estuviese metida en una campana de cristal. Pensaba en la pesca, en el río, en Oscar con su inglés furibundo. Él le hablaba en un inglés pausado, aprendido. Enmohecido a falta de uso: hacía más de cinco años que había regresado de North Carolina y no había necesitado volver a hablar en esa lengua. Aceptó la invitación a pescar más por seguir hablando inglés que por la pesca en sí misma. Poco y nada sabía de peces. Ni de pájaros, ni de serpientes, ni de esas arañas tan grandes como manos que a veces aparecían en la casucha que la compañía alquiló en medio de la nada para guardar las cosas, para no tener que trasladar todos los días a Maturín algunos equipos, los termos con agua, etcétera, mientras trabajaban en ese tramo de la carretera.

La casa. Fausto usaba la casa de la compañía como guarida amorosa, o algo así. Un escondite en el que se encontraba con una mujer de la zona, cuando ya el resto de los trabajadores iba camino de regreso. Se lo confesó una tarde en medio de planos y otros papeles, pero él ya lo sabía. Se había devuelto a buscar alguna cosa y los había mirado desde el pretil de una ventana interna. Ella tenía las tetas como toronjas y las restregaba contra el pecho huesudo de Fausto. Él le metía el dedo en el culo. Ella era gorda como una gallina. Fausto se perdía entre sus pliegues, parecía un alambre que la contenía. No supo si por ser el encargado de la obra debía detener los acontecimientos, reclamar el abuso, exigir el orden. Prefirió escapar, ir a masturbarse en su carro, dejar pasar.

La huida. Llegó aquella madrugada puntual, Oscar en su jeep destartalado. Él lo había visto desde el balcón estacionarse frente a la puerta del edificio, en medio de la calle oscura y algunos gatos. Oscar había encendido un cigarrillo antes de asomar la cabeza por la ventana y silbar. Él lo había estado esperando desde las tres de la madrugada aunque sabía que vendría a las cuatro.  No había podido dormir aquella noche, así como no había podido escuchar nada durante la cena. Desde su campana de cristal esperaba la hora de salir de casa, de desprenderse un rato del sexo monótono de Clara. Sus constantes “ayes” mientras la tocaba, su bufido de calor después del orgasmo. Entonces lo sacaba inmediatamente fuera de sí, ella, que no soportaba el calor – decía- y de alguna manera lo mataba como una viuda negra, como un escorpión hembra. Le hizo una seña a Oscar con la mano a través de la reja del balcón y atravesó la sala silenciosamente para no despertar a nadie. Al pasar por su cuarto vio a Clara en la cama, una pierna había escapado de la cobija, parecía más joven. A través de la puerta del cuarto de los chicos vio a Daniel durmiendo en la cama de David otra vez. Seguramente se había hecho pipí. Quiso entrar al cuarto para cerciorarse o para llevarlo a su propia cama, pero tuvo miedo de despertarlo. Ya lo regañaría luego, si volvía a alguna hora en la que estuviese despierto. Bajó las escaleras corriendo, aquel edificio no tenía ascensor y recordó que le había prometido a Clara que se mudarían a uno que si lo tuviera, aunque fuese menos céntrico. O tal vez a una casa para que los niños pudiesen salir a jugar en el jardín. David ya tenía 10 años y todavía no sabía montar bicicleta.

La carnada. Oscar estaba terminando su cigarrillo. Apenas lo saludó, le preguntó por la carnada. Él se la mostró: una bolsa llena de hígados de pollo. Entonces entró en el jeep, colocó la bolsa en la parte trasera. También una cava de anime y su pequeño morral. El gringo dijo que lo mejor para pescar pirañas eran los huesos con restos de carne, pero que no importaba, con los hígados iba a estar bien. Encendió el motor inmediatamente y arrancó a toda velocidad. Fueron dejando atrás la plaza, las calles, las luces anaranjadas de algunos postes. Salieron de la ciudad, hacia el sur.

La espera. El gringo detuvo la embarcación en un recodo de la largueza del río. Dijo que solía detenerse allí cada vez que venía a pescar. Le gustaba probar suerte en ese lugar antes de llegar a la laguna donde la pesca era segura. Aquí la pesca no está garantizada ni para el más veterano de los pescadores – dijo – y eso es lo que me gusta. Es una caña contra el azar. Oscar pensaba que tal vez era posible vencer al azar a fuerza de paciencia. En Vietnam se había salvado a punta de esperas. Entonces prepararon las cañas y lanzaron los anzuelos. A él la paciencia le parecía una virtud de otros tiempos. Se desesperaba secretamente al ver que ninguna caña había logrado arrancarle al río algún pez, por pequeño que fuese. Se preguntaba si todo el día sería así. Le parecía que no había ni un solo pez en aquellas aguas. A cada rato su caña se enganchaba en las raíces de las palmeras que crecían a los lados del río quieto y oscuro.

La historia. En medio de la oscuridad de aquellas aguas, Oscar le contó su historia de amor con Reina Aristigueta. Fue antes de dedicarse a los pájaros, cuando regentaba aquel hotel céntrico del que hablaba constantemente y que era mucho más real que su supuesta estadía en Vietnam, la guerra. El hotel estaba allí, descascarándose en plena Avenida Bolívar. Ahora llevaba otro nombre y tenía otros dueños, pero estaba allí como una prueba real. Se podía ir a preguntar por dueños anteriores, si fuese necesario. Sin embargo Vietnam, la guerra, era una nebulosa. Una cicatriz que le impedía abrir bien el ojo izquierdo. No había a quién ir a preguntarle nada. A Clara no le hacía ninguna gracia que él hubiese salido a pescar con Oscar, decía que ese hombre había matado a mucha gente o, por lo menos, había visto morir a mucha gente en esa guerra. Los médicos – él le contestaba – también han visto morir a muchos y a ti no te molestaría en lo absoluto que yo me sentara en un bar con algún pediatra o neurocirujano. Su propia historia de amor había acabado hacía bastante tiempo. Su historia era un té olvidado en una taza, oscureciendo a solas como esos ríos, como esas raíces. Era él masturbándose en un carro luego de ver a uno de sus empleados tirando con una mujer vulgar y gorda.

La gorda. Vendía empanadas cerca de la casa que servía de depósito y oficina improvisada. La casa, que era también el refugio de sus encuentros amoroso. Todas las mañanas le traía a Fausto una empanada de carne mechada y una malta. Todas las mañanas lo miraba a él y se ofrecía traerle el desayuno también, si él quería, claro. Las toronjas de su pecho estaban cubiertas por una minúscula camiseta con estampado a flores. Fausto se reía como quien aprueba, como quien cede.  No se hablaba allí ni de maltas ni de empanadas.

La tierra. Apenas llegó a la ciudad, Oscar entró en contacto con el hermano mayor de Reina, Chú Aristigueta. Sus datos se los había pasado un venezolano que conoció en New Jersey a finales de los setenta, antes de venirse. Chú vivía en una finca en las afueras, con una india que había sacado de no se sabía cuál selva. Le vendió una parte del terreno en el que se encontraba la finca en la que vivía. A escondidas de la familia iba vendiendo pedazos de la finca, según se supo después. Tenía un abogado que le había arreglado unas falsas escrituras. Quería quedarse con toda la plata. Necesitaba dinero para irse.

La mano. Sí se ve la mano, notará que no todos sus dedos son iguales – le dijo el viejo al gringo. Entonces se sentó en el sofá frente a él y agregó: Pero todos vienen de una misma mano – mostró su mano gris de artritis –  Así mis hijos – sentenció. Entonces apareció Reina – que era la menor – con el café en una bandeja y Oscar no pudo imaginar cuál dedo la representaba en esa mano aun abierta ante sus ojos. Estaba seguro de que no era el meñique.

La india. Chu andaba con una niña salvaje que se empeñó en “adoptar” mientras vivió en la selva. La trataba como a una emperatriz y ella lo veía con una mirada escurridiza en medio del bronce de las hebras de sus cabellos. Era ocre y metálica, la niña, una india con músculos tensos y largos. Tenía ojos oscuros como estos ríos detenidos y llenos de raíces. Eran ojos con raíces – dijo Oscar, el gringo, quien no paraba de contar supersticiones aquella madrugada. Había una infinita incongruencia en ese nexo que anudaba las supersticiones locales con esa voz tan extranjera.

Las raíces. La india le había dado a Chu ciertas raíces como las de este río – dijo Oscar mientras la curiara avanzaba por un agua larga y quieta. A cada lado del río crecía una selva de árboles inmensos y palmeras de moriche. La gente decía que los ríos de la zona nacían de las raíces de las palmeras. A él no le constaba, le parecía una  fábula. Pero quién podía saberlo. Él no era de allí, había llegado a Maturín sólo por trabajo. Las orillas del río eran espesas, invadidas de plantas flotantes y boras y algunos palafitos.

El azar. Contra el azar no hay experiencia que valga. Pero hablo del verdadero azar -dijo el gringo-  del verdadero juego. No de las cartas ni de las pequeñas apuestas. Para el póquer y el Black Jack están las matemáticas. Para el azar, no. Tal vez sólo la trampa, la adivinación. Yo le había enseñado a Reina todo lo que sabía sobre cartas, que no era poco– dijo. En aquellos días yo era un jugador con método. Ella me mostró por primera vez las barajas españolas y el ajiley. El truco. Ella sabía de todo eso porque desde muy pequeña se sentaba a ver a sus hermanos jugar.

El hotel. Oscar regentó aquel hotel por poco tiempo, tal vez un año y medio. No había turismo en la zona. La gente que venía por petróleo se quedaba en casas de los campos petroleros, esas burbujas. En el hotel sólo se alojaban viajantes de comercio o familias de los alrededores que por alguna causa tenían que pasar la noche en Maturín. La plata venía del juego y las apuestas. O más bien del “alquiler” de una garita que funcionaba en una de las habitaciones, manejada por una mafia local. Un ganadero al que llamaban “cojeburra” y otros más. Cuando le alquilaron el hotel, ya la garita estaba allí, en uno de los cuartos que daban a la sombra y a los árboles de la avenida Bolívar. Los hombres se encontraban allí casi todas las noches, pedían botellas de whiskie y algunos pasapalos. Se quedaban hasta tarde. Salían gritando. Perdían y ganaban dinero y joyas. Él comenzó a jugar unos meses después, cuando creyó tener un método para los juegos locales.

La quiebra. Había perdido mucha plata en el juego, a pesar de las cuentas y las predicciones. Las enseñanzas de Reina. Las matemáticas lo habían abandonado de pronto. Había tenido que enfrentarse al verdadero azar. Perdió y supo que también perdería el hotel. Cuando quiso vender el terreno que le había comprado a Chu Aristigueta para poder conseguir un pasaje de vuelta a New Jersey, se descubrió la impostura de las letras. Eran títulos de propiedad falsos. El gringo no pudo vender lo que no era suyo. Entonces abandonó el hotel, aun debiendo dinero a los empleados y a los proveedores. Era eso o morirse de hambre. Pensó en la mano del viejo Aristigueta, en cuál de sus dedos representaba a Chu. Seguramente el anular.

La reina. Antes de ir a buscar a Chu para darle una golpiza, antes de desaparecer, se tomó un litro de ron que había rescatado de la barra del hotel. Se lo tomó solo, en su habitación, mirando por la ventana una lluvia persistente. Entonces apareció ella, empapada. No sabía nada de las deudas ni de la estafa. Entró porque tenía llave. Se amaban cada tarde después del colegio, allí o en alguna habitación vacía del hotel. El colegio quedaba muy cerca del hotel. El gringo solía verla caminando entre los árboles, despidiéndose de sus amigas, corriendo hasta una puerta trasera para entrar sin ser vista. ¿Qué dedo de la mano del viejo Aristigueta sería aquella niña de abundantes tetas? No tenía respuestas. Como siempre, venía contando cualquier cosa del liceo. Estaba en el último año. Luego quería hacer un curso de repostería o algo así.  Hablaba alargando las palabras, casi un canto. A él le costaba seguirla. El español de ella era enrevesado y lleno de localismos. El español de él seguía siendo escaso: minado por el vocabulario de las apuestas, los pagarés, los malentendidos. La miraba, doble, desde el filo peligroso de su borrachera. Recordaba la mano del padre. La trampa del hermano. El hotel que tendría que abandonar. La tierra engañosa de la que creyó ser dueño. El as repentino contra todo pronóstico debajo de la manga del ganadero. Su clan exigiéndole pagar la deuda. Una niña que le cantaba en las fiebres de Vietnam. El ojo que apenas podía abrir. Los pájaros. Trastabillo, se le enredó la lengua para el beso, para el habla. Maldita sea -gritó. Entonces supo que no llegaría a Chu esa tarde en la que se moría de rabia y descargó su puño contra el rostro de la reina.

Los celos. Su mujer había encontrado los rastros de la gorda en su cuerpo. La gorda había comenzado a traerle empanadas cada mañana y sexo algunas tardes. Se apañaba para satisfacerlo a él, a Fausto, a cualquier otro. Con la plata que ganaba iba transformando su venta de empanadas en un restaurante. No sabía cómo Clara lo había descubierto, si siempre tiraba distraídamente y por obligación. Apenas si lo miraba. Acalorada. Llena de “ayes”. Entonces sacó unas uñas que nunca él le había visto y se las clavó en la mejilla. Gritó como una piraña. Lloró como un río. Él la dejó en su escándalo. Fue al baño a limpiarse la sangre del cachete. No tenía nada que decir ni a su favor ni en su contra.

La sangre. La sangre se había pegado del rostro de Reina. Parecía estar llena de costras, ella, tan blanca, todavía con el uniforme escolar y sin haber llegado a casa. Tirada en el suelo, lo veía sin entender nada, sin moverse. Tal vez le costaba moverse. Tal vez esperaba que él le pidiese perdón o la consolase, pero el gringo no podía consigo mismo. Se tiró en la cama y se fue quedando dormido, arrullado por los sollozos de la chica. No la vio cuando se fue, pero estaba seguro de que se había ido demasiado tarde, cuando pudo recobrar el aliento o la compostura. Ya era de noche, seguro todos la estaban buscando. A la mañana siguiente, la sangre en el piso era una costra negra difícil de arrancar. Entonces supo que debía huir también de ella, de su familia, de su padre con todos sus dedos.

La jungla. No pisó más Maturín. De hecho, hasta aquella madrugada en la que había ido a buscarlo no había pasado más allá de la estación de servicio en la que se habían conocido, en las afueras de la ciudad. Desde hacía más de cinco años vivía en el monte. Se instaló en un terreno en el medio de la nada. Cerca del que debía haber sido su terreno. Se construyó una choza. Se dejó cagar por los pájaros. Se dejó cagar por los viejos fantasmas que arrastraba. Encontró a la india de Chu, con su bronce, con su mirada de lince. Estaba preñada. Chu la había abandonado. Comió de sus raíces. Le lamió el sexo lampiño. La ayudó a parir al hijo, la ayudó a criarlo hasta que fue abandonado por ambos.

La Guasacónica. En la laguna, el gringo dejó de contar y dijo: Aquí llueven los peces y el azar se va a la mierda. Son pirañas y están muertas de hambre. Aquí lo que manda es el hambre. Hay que tener destreza para desprenderlas del cebo. Vienen como racimos en cada pedazo de carne – dijo y entonces iniciaron la pesca.

El destinatario. Nunca sabemos por qué ciertas historias nos son contadas – pensó él cuando por fin cesó la pesca frenética y estrafalaria de los peces. Con cañas rudimentarias, con cebos de carne. Habían sacado pirañas de aquella laguna como quien saca peces criados artificialmente en un acuario, o como máquinas. Miró la cava llena de pescados que aún se movían. Luego tenemos que limpiarlos –dijo Oscar– y repartírnoslos. Nunca diría en su casa que eran pirañas, no querrían comerlas. ¿Por qué de pronto somos destinatarios de los cuentos de los otros? Historias que no esperamos. Las recibimos y luego no sabemos qué hacer con ellas. Por qué entre tantas personas que se detienen a cargar combustible en una estación de servicio, que deciden tomarse un café antes de continuar el viaje, que entablan una conversación trivial con cualquiera que se les sienta al lado, uno es escogido como receptáculo –se preguntó él mientras se bajaban de la curiara. Uno es pescado– determinó. Era el azar, era la lengua, eran esas aguas que se desplazaban imperceptiblemente.

La limpieza. Una vez en la orilla comenzó la limpieza de los peces. Coleteaban y mostraban unos dientes feroces. Había que agarrarlos con rapidez y hundirles la navaja en la panza. Entonces se le arrancaba todo lo de adentro, incluso las vejigas infladas. A él no le impresionó la sangre ni las tripas, sino el rugido de las pirañas. Entonces se detuvo a escucharlas. No podía creerlo. Ladran, sí –dijo Oscar y se sacó del bolsillo de la camisa un pañuelo enrollado. Lo abrió sobre una piedra. Contenía raíces machacadas. Se llevó un puñado a la boca y le ofreció. Él agarró un pellizco sin saber exactamente de qué se trataba, como quien se toma un trago de aguardiente para pasar un mal momento, y comenzó a masticarlas inmediatamente. Entonces continuaron con la limpieza. No podía recordar por cuanto tiempo estuvieron rasgando vientres, sacando tripas y vejigas infladas, mascando raíces, escuchando rugidos, mirando crecer los dientes de los peces, sobrevolando en la gelatina de sus ojos.

Los pájaros. A Oscar lo había conocido gracias al turpial que había comprado para sus hijos en la carretera hacía un par de días. El gringo sabía de aves, se dedicaba a atraparlas y a venderlas –le había dicho. Apenas lo vio con la jaulita en la mano se le acercó y le dijo que los turpiales se morían de rabia cuando estaban en cautiverio. Una sentencia que se había cumplido unas diez horas después, ante la mirada horrorizada de sus hijos.

El paréntesis. Todos dormían cuando volvió. Era de noche y todavía en su boca sentía el sabor de las raíces, de los peces, del ron que tomaron luego en un bar oscuro a orillas de la carretera de vuelta. Los pescados venían en una cava de anime llena de hielo. Limpios y callados. Mañana los freiría. No los sacó de la cava. El hielo aguantaría hasta mañana, pensó. Esa noche él estaba demasiado cansado como para ponerse a hacerles lugar en la nevera. Salió de la cocina y fue directo a echar un vistazo en el cuarto de los niños. Otra vez Daniel en la cama de David. Entró y tocó la cama vacía, estaba húmeda y olorosa a orín. Mañana hablaría con él. Le prometería algún regalo a cambio de que contuviera las ganas de mear en medio de la noche. Le insistiría en que fuera al baño varias veces antes de dormir, que no tomara tanta agua. O no sabía qué, la verdad, estaba cansado de esas sábanas meadas, de todo. Los vio acurrucados y tuvo la certeza de que se tenían el uno al otro. Eso lo reconfortó. Volvería a ese río, a esa pesca, a alguna india en el bar a orillas de la carretera. Este regreso a casa no era un retorno, sino un paréntesis. En su cuarto, Clara estaba casi en la misma posición en la que la había dejado en la madrugada. La pierna liberada de las sábanas. La cara aniñada porque las facciones habían perdido esa dureza de cuando estaba despierta. Una niña engañosa, una trampa. Respiraba. El gas no había quedado abierto como en aquella noticia que había escuchado en la radio una mañana, días antes de irse de pesca.

Liliana Lara es una escritora venezolana residenciada en Bror Hail, Israel. Autora del libro "Los jardines de Salomón".

Comentarios (4)

Francisco J. Serrano
31 de agosto, 2014

Muy bueno, gracias..

Bucefalo
31 de agosto, 2014

Interesante cuento. Me hizo recordar el Quiroguismo. La escritura de Horacio Quiroga destiló una notoria precisión de estilo, que le permitió narrar magistralmente la violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente apacibilidad de la naturaleza. Muchos de sus relatos tienen por escenario la selva de Misiones, en el norte argentino, lugar donde Quiroga residió largos años y del que extrajo situaciones y personajes para sus narraciones. Sus personajes suelen ser víctimas propiciatorias de la hostilidad y la desmesura de un mundo bárbaro e irracional, que se manifiesta en inundaciones, lluvias torrenciales y la presencia de animales feroces. Guardando las distancias y con respeto a la escritora,constituye una lectura atrayente,que sumerge al lector en el ambiente que desarrolla la obra, con la dificultad que en la continuidad de los capítulos, no es sencillo, reconocer los personajes principales.

Siul Narom
1 de septiembre, 2014

Me gusta Liliana Lara. Mucho.

Oswaldo Aiffil
3 de septiembre, 2014

Hermoso relato.

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