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La nueva moral; por Luis Pérez Oramas

Corrida de toros (1934), de Pablo Picasso

Corrida de toros (1934), de Pablo Picasso

A fines del año pasado, como suele suceder cada dos años desde hace más de medio siglo, tuvo lugar en São Paulo la última edición de la Bienal de arte más significativa del continente americano, por su antigüedad, su incomparable dimensión internacional y su resonancia crítica.

Es difícil juzgar un evento como este y más cuando se ha tenido la responsabilidad de dirigir curatorialmente una de sus ediciones, como me correspondió a mí en 2012: la prudencia se hace imperativa.

La Trigésima Segunda Bienal de São Paulo recibió, según revelan los datos numéricos, una excelente recepción por parte del público local. Su título, Incerteza Viva, es una variación de los recientes temas prevalentes en este tipo de eventos, incluida mi Bienal —la Trigésima, dedicada a la Inminencia de las poéticas, es decir, a lo que viene y no podemos saber y de cuyo cuerpo la obra de los artistas se encarga de dibujar el contorno provisorio—. En el caso de la última edición, el título Incerteza Viva es suficientemente elocuente, y se hace a su vez eco del asunto que ocupó a la polémica edición que la precedió, la Trigésima Primera Bienal, la cual inquiría sobre ‘las cosas que no existen’.

‘Incerteza Viva’, más allá de sus aciertos curatoriales o de las obras incluidas en ella, conmovedoras, mediocres o excelentes, reflejaba una actitud general, cada vez más patente en la conversación contemporánea, de la antropología a la política, y ampliamente “mediada” en los centros urbanos de occidente, y por ende en el mundo que estos dominan: se trata de una nueva moral, naturalista y maniquea, según la cual, en trazos gruesos, los humanos encarnamos el mal y la naturaleza el bien.

A lo largo y ancho de aquella Bienal, y como síntoma de un pensamiento tan dominante como superficial, se podían encontrar los testimonios de este nuevo moralismo naturalista: videos e instalaciones que, con facilidad empática, tienen por objeto comunicarnos que las culturas ancestrales son superiores a la nuestra, siempre malhayada y pecadora, estigmatizada de posesividad e individualismo; en sus corredores y galerías abundaban pequeños ecosistemas artificialmente mantenidos con especímenes de vegetales, plantas y florecillas. Las construcciones precarias —de tierra o palma— se repetían. El vídeo de un brillante artista contemporáneo brasilero hizo sensación, y aún recibe elogios internacionales: en él una serie de pescadores en la lejanísima región de Ceará abrazan contra sus torsos musculosos y bruñidos los peces, mientras estos mueren —no al anzuelo clavado, sino “humanamente” conectados a la respiración de sus predadores—.

El atractivo vídeo de Jonathas de Andrade, titulado O Peixe, fue motivo de discusiones acaloradas: para muchos de los espectadores, que comparten la loable idea de una muerte animal con empatía, la visión de la muerte es, en sí misma, insoportable y, por lo tanto, el vídeo todo, aun cuando ambiguamente a la favor de este nuevo naturalismo moralista dominante, les resulta problemático.

Un amigo de humor un tanto oscuro suele repetir un comentario sarcástico basado en la notoria afición naturalista que tuvo lugar en la Alemania de la preguerra: cuando veas a los pueblos de una sociedad moderna fascinados con las florecillas del campo, cazando mariposas, ponte alerta: puede ser que detrás vengan los hornos de gas y las masacres humanas. La blague, por supuesto, peca de injusticia y de falta de pudor con las víctimas de los inimaginables crímenes de una historia demasiado reciente.

Pero como escribió Aby Warburg, ya entrando en materia de arte, los estetas hedonistas suelen contentarse con el florilegio de la línea decorativa exterior, como quien se satisface ante la flora más bella y aromática, sin advertir que la comprensión de la fisiología de circulación y aumento de sus líquidos solo se revela a quien se enfrasca en observar el tortuoso nudo subterráneo de sus raíces.

El mundo urbano contemporáneo, higienizado, inmaterialmente conectado, simulando un cuerpo social que sólo parece existir como potencial mercadotecnia de control ha olvidado, casi absolutamente, el sentido verdadero de su relación con el mundo natural. Sintomáticamente, en los últimos años del siglo XX y durante estos inciertos inicios del XXI, de Fernand Deligny y Willem Flusser a Jacques Derrida y Giorgio Agamben; de Michel Serres a Jean-Luc Nancy, Jackie Pigeaud y Jean-Christophe Bailly; de Pascal Quignard a Matteo Nucci y Pierre Bergounieux la necesidad de re-pensar lo humano en su relación con la naturaleza, revisando nuestra condición animal, se ha impuesto en diversos campos del conocimiento y de la literatura.

Todo sucede como si una ideología contemporánea nos condujera —en realidad nos turbara— hasta hacernos creer que nuestra animalidad es asunto trascendido, como por lo demás nuestro dominio sobre la naturaleza sería una ganancia inexorable, irreversible, llevándonos a la absurda certeza según la cual sólo somos homo faber, sólo alma técnica, humanidad sin cesar progresiva y transformadora.

Este mito de una humanidad no-animal y progresista sufre, no obstante, de cuando en cuando, el reverso brutal de lo que emerge y nunca esperábamos: catástrofes, pandemias, muerte. Así acontecen las “tragedias naturales”: tornados que dejan regiones inmensas en ruinas; o tsunamis que apagan en minutos miles de vidas humanas y arrasan países enteros; terremotos que desvastan sin cesar las urbes; animales ínfimos, invisibles, que portan enfermedades incurables; las células malignas que no cesan de hacerse tumores en nosotros, por no hablar de nuestros mismos instintos de seres vivos que pulsan desde su oscuridad filogenética para convertirnos en predadores de nosotros mismos: en fin, nomos en su eterna, e irresuelta, disputa con physis.

Esta irrefrenable violencia del ser natural, esta inexorable indiferencia de la naturaleza a nuestro destino como humanos explica —ella sola— la invención de la cultura, no como algo opuesto a ella, sino como la única forma de sobrevivencia en medio de ella: suma de dominios necesarios y suplementos creativos con los cuales la humanidad se asegura la posibilidad de existir más allá de la indiferencia de la naturaleza, más allá de nuestras instintivas necesidades, más allá de esa pulsión violenta de lo vivo e incontrolado que es el magma sobre el cual se asienta nuestra estadía temporal en el mundo.

Vale recordar que physis, el término que desde Heráclito se usa para nombrar a lo natural significa, en aquella misma lengua del primer filósofo del devenir, en verdad y estrictamente, emergencia: physis es aquello que pulsa en el mundo, lo que sobreviene naturalmente.

Ahora bien, la sociedad posindustrial ha ido generando una ideología que, asentada en unas cuantas fábulas absurdas —y con memorable ayuda de la disneylandización de la naturaleza— en la diseminación ad nauseam de una moral sentimental, quiere hacernos creer que lo natural es bueno, que los animales poseen intereses y hasta pueden aspirar a derechos, llegando a proponer, en un exceso ad absurdum, que el respeto a la vida debe traducirse por un mandamiento absoluto de no sacrificar a ningún ser vivo.

Detrás de esta monumental escaramuza moral se esconde el rostro monstruoso del neocapitalismo global que, embozado en el horror común a la muerte visible, disimula la variedad mortal de sus manipulaciones biogenéticas y militares para que la muerte sea invisible, para que creamos junto a nuestros dulces animales de compañía que hemos llegado a encarnar la bondad humana mientras ignoramos el origen y el destino de todo lo que nos hace seres orgánicos, de todo lo que nos alimenta, de los innumerables animales que mantienen en vida (y a veces amenazan con muerte) a nuestro cuerpo animal.

Una de las puntas de lanzas más perversas de la nueva moral naturalista es, pues, el animalismo. Cómplice, entre otros, del multimillonario negocio veterinario destinado a la producción de medicinas y accesorios para animales domésticos y de la producción industrial de alimentos procesados, el animalismo es un fundamentalismo asentado sobre la nueva moral sentimental que pretende imponerse a fuerza de prohibiciones, con indiferencia absoluta del bien general.

Ideología urbana, el animalismo, impulsado por la ignorancia y por el olvido moderno de nuestra verdadera relación con la naturaleza y con el mundo animal, se asienta entonces sobre una jerarquía estetizante en la que se aprecia a cierto tipo de mamíferos con mirada empática mientras se desprecia al resto de los animales que carecen de gracia doméstica. El animalismo pretende hacernos creer con ello, que todos los animales son mascotas potenciales y que, al ser “sintientes”, son también sujetos de derecho.

Pero la ley, ninguna legítima forma de ley, puede asentarse sobre sentimientos, sino exclusivamente sobre razones. Y la razón —también científica, pero sobre todo filosófica— no permite deducir de la cualidad “sintiente” la existencia de conciencia moral en los animales no humanos. Por ello estos ni poseen conciencia del deber, ni tienen capacidad de elaboración de memoria que no sea puramente sensitiva. La naturaleza no es tampoco buena, ni mala: es pura emergencia factual, indiferente y pulsional.

Los animales mueren, entre otras cosas, para alimentarnos. En todo caso para ello los matamos y —entre otras razones— los criamos. Esta verdad, que no debería ser ruda para nadie, quiere ser camuflada tras una serie de argumentos sofistas, moralistas, falsamente progresistas en los que asoma el siempre rostro angélico de la “buena conciencia” inquisitorial.

Nadie niega la necesidad moral de actuar legítimamente y con compasión racional ante el reino animal. Algunos, incluso, podemos ser “veganos”, pero ¿acaso nos hemos preguntado lo que sucedería con los cientos de millones de animales de cría y con aquellos salvajes si la humanidad entera llegase a ser “vegana”? ¿Los masacraríamos? ¿Los esterilizaríamos, como es uso habitual en la medicina veterinaria de animales domésticos, para controlar su reproducción? ¿Procederíamos, como se hace en los zoológicos, pero en masa, a la práctica general del culling o sacrificio, para mantener sus equilibrios?

También existe, a contrapelo del moralismo animalista, el sacrificio ritual, religioso o simplemente ceremonial de algunos animales. Me cuento entre quienes creen que estas ceremonias sacrificiales pueden ser portadoras de sentido y fuente legítima de cultura, especialmente cuando se llevan a cabo con respeto consensuado y tradicional de las formas y del equilibrio natural. En algunas de ellas reside, como en la tauromaquia ibérica, —aún— el rastro de origen de la diferenciación humana con relación a la naturaleza indiferente: el toro sometido en el vuelo inverosímil de los paños a la lentitud de un tiempo humano. Suplementos infuncionales, estos sacrificios celebran la verdad de nuestra separación con relación a la physis pura e incontrolada: nuestra capacidad para inventar el mundo y no sólo padecerlo.

El sentimentalismo animalista, ejerciendo una violencia inusitada, apuntalado en el populismo político, persigue en América y en Europa a la tauromaquia ibérica, donde sea que esta se manifieste. Arguyendo contra el “maltrato animal”, y desconociendo profundamente todo de la cultura taurina y de su función en el equilibrio ecológico de vastas regiones, los animalistas promueven su prohibición autoritaria. No hay ningún fundamento racional en sus posiciones, más allá de la supuesta empatía con el animal o del tabú sentimental que les impide soportar la visión de la muerte animal. No les importa ninguna razón, menos aún les importa constatar que la prohibición de la tauromaquia conllevaría la extinción de una especie animal ancestral, acaso el único puente biológico que la humanidad conserva con el animal primal y, por lo tanto, con la agonía de la que proviene nuestra propia diferencia humana, que es precisamente lo que la ceremonia taurina conmemora.

Hace tres semanas el animalismo activista se encarnizó violentamente contra el público que volvía, amparado en una decisión de justicia, a la plaza de toros de Bogotá para presenciar la vieja y aún moderna ceremonia de los toros. Las acciones de los animalistas colombianos, violando el derecho ajeno y perturbando la paz pública, se disimulan en la expresión de una empatía por el “sintiente” animal, manifestando impunemente su ignorancia y multiplicando falacias descaradas. La Corte Suprema de Colombia, en una decisión contradictoria con su propia jurisprudencia reciente, ha puesto a la tauromaquia colombiana en el hilo de la supervivencia al delegar en el Congreso, en un lapso de dos años, la responsabilidad de decidir por vía legislativa sobre la sobrevivencia de la cultura taurina en Colombia.

Habría que recordar, en estos tiempos oscuros, falazmente teñidos de sentimentalismo moralista, los argumentos expuestos por el gran psicólogo norteamericano Paul Bloom, en su libro Against Empathy: The Case for Rational Compassion (Ecco, 2016). La empatía, según Bloom, consiste en el acto de experimentar el mundo como uno piensa que otro lo experimenta. En el caso de los animalistas antitaurinos: experimentar el mundo como piensan que el toro, sobre el cual todo ignoran, lo experimenta. Sostiene Bloom, acertadamente, y a contrapelo del asentamiento mayoritario, que la empatía no puede, ni debe nunca ser fundamento de moralidad. Que la empatía, en su incapacidad para asimilar un diagnóstico racional y general sobre la realidad, es fundamentalmente injusta, y tiende a llevarnos al parroquialismo y al racismo. De hecho: toda exclusión irracional de otro es, por definición, empática, y el mejor ejemplo de ello es, precisamente, el racismo.

Rodrigo de Zayas ha argumentado en su libro La tauromaquia y el afán totalitario de su prohibición (Almuzara, 2010), haciendo uso del arsenal deconstructivo, en contra del apoyo al animalismo sostenido por Jacques Derrida en sus últimos años. Zayas desmonta los presupuestos morales del prohibicionismo animalista y populista. Entre sus argumentos, Zayas recuerda que la única fundamentación legítima del derecho es el interés general, y rescatando al marqués de Beccaria, fundador si hay alguno de la reforma racional e ilustrada del derecho moderno, nos recuerda el imperativo de ponderar la utilidad común a la hora de legislar, así como solo considerar el perjuicio general a la hora de punir.

En una de sus notas a pie de página, Zayas rescata esta cita de Georges Bataille:

“En nuestros días el matadero es maldito y puesto en cuarentena como un barco portador del cólera. Pero el hecho es que las víctimas de esa maldición no son los carniceros o los animales, sino la misma buena gente que ha llegado al punto de no poder soportar su propia fealdad, fealdad que responde en efecto a una necesidad enfermiza de limpieza, de pequeñez biliosa y de aburrimiento: la maldición (que no aterroriza más que a quienes la profieren) les lleva a vegetar lo más lejos posible de los mataderos, y a exilarse por corrección en un mundo amorfo en el que no queda nada horrible y donde, soportando la obsesión indeleble de la ignominia, se ven reducidos a no comer más que queso”

En nuestros días la muerte animal es maldita y, al ser inevitable, se la esconde. Si se la acomete en público, incluso bajo estrictas normas ceremoniales y en respeto absoluto de equilibrios ecológicos y culturas ancestrales —como en la cacería o la pesca regulada, como en la tauromaquia— se pretende prohibirla bajo pretexto de sentimientos sin base racional alguna, de pura empatía moralista, ignorando supinamente el perjuicio general y el daño que tales prohibiciones causarían al interés común.

Legislaciones (y prohibiciones) sentimentales, a imagen de las “órdenes ejecutivas” de la nueva presidencia norteamericana: tal es la amenaza que se cierne sobre estos tiempos flacos en los que toda inteligencia política es sustituida por la práctica exclusiva del carisma, cuando todo análisis de la realidad es marginado por la encuesta de opinión, y cuando la voz autorizada o competente es suplantada por un ruido de rumores en las redes sociales, donde todos hablan sin límites de todo, con indiferencia absoluta de la verdad, y de su búsqueda sincera, objetiva y desapasionada.

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