Blog de Alejandro Oliveros

La esquina de Henry James; por Alejandro Oliveros

Por Alejandro Oliveros | 23 de julio, 2017
hades

José Benlliure. La barca de Caronte (1919). Valencia, Museo de Bellas Artes

Todos tenemos un doble. Esta es una de las intuiciones más arcaicas de nuestra psique. Que en alguna parte existe alguien que es nuestro igual; nuestro complementario, en cierta forma. La experiencia del desdoblamiento es homérica, y la refiere el primero de los vates en el Libro XI de su Odisea, cuando Ulises en el hades, se encuentra con las imágenes fantasmales de quienes fueron sus conocidos y familiares. Por su parte, Eurípides, el más racionalista de los poetas trágicos, habla de dos Helenas, que son y no son la misma; una de las cuales fue transportada milagrosamente a Egipto, mientras la otra, su doble, viajaba, en apariencia raptada, a Troya. De este modo, la moral de la esposa de Menelao no se veía involucrada en nefandas acciones. Los latinos, siempre pragmáticos, encontraron una expresión adecuada para definir la circunstancia: alter ego. Con la caída del paganismo greco-romano, la intuición del doble fue relegada a oscuras representaciones durante el Medioevo y el Renacimiento, y al imaginario marginado del folklore. Todavía tendría que esperar un par de siglos para conocer tiempos mejores. Por lo menos hasta finales del XVIII, cuando los románticos alemanes la rescataron, convirtiéndola en asunto de poemas, cuentos y novelas. Ahora no recuerdo quién fue el primero en ocuparse del asunto en aquella Alemania agotada de racionalismos, pero sí que el más influyente ha sido el desbordado E.T.A. Hoffmann, a cuyo genio debemos por lo menos un par de grandes novelas sobre el tema, Las confesiones del gato Murr [1] y Los elixires del diablo, publicada, en 1815, con el título completo de Die Elixiere des Teufels. Nachgelasse Papiere des Bruders Medardus, eine Capuziners. El protagonista, como queda dicho, es un monje capuchino enloquecido después de ingerir los famosos brebajes demoniacos. En el episodio decisivo, Medardo no solo se encuentra con su doble, sino que le da muerte sumiendo su identidad. Pero no se da muerte impunemente, si es que se puede, al doble, y el alter ego del capuchino se convertirá en su implacable perseguidor. Una figura para la cual los alemanes, en particular Jean-Paul, ingeniaron la eufórica expresión Doppelganger; algo así como doble oponente o mejor, doble perseguidor. Por supuesto, el raro fenómeno de autoscopia tenía que llamar la atención de psicoanalistas y psiquiatras. En 1914, Otto Rank le dedicó su erudito y esclarecedor estudio, El doble, a partir de la lectura de El estudiante de Praga, del oscuro H.H. Ewers. En esta narrativa, el protagonista le promete a su novia que no va a matar a su rival en el duelo pautado. Camino al lugar del duelo, se le aparece el doble para decirle que ya dio muerte a su contrincante. Superada la sorpresa, el personaje central se sorprende por la satisfacción que le ha producido la noticia. La historia no podía menos que llamar la atención de Freud, quien, en 1919, en su leído estudio “Lo siniestro” se va a ocupar del asunto: “Nos hallamos con el tema del doble, del otro yo, (…) es decir con la identificación de una persona con otra, que pierde el dominio de su propio yo y coloca el yo ajeno en lugar del propio, o sea: desdoblamiento del yo, partición del yo, sustitución del yo”. El acercamiento de Freud será revisado y reinterpretado por no pocos de sus seguidores; entre ellos Lacan a partir de su legendaria tesis doctoral. Y acaso la “Sombra” junguiana sea una forma de nombrar al escurridizo doble. Después de Hoffmann, la inquietante aparición, en sus formas más variadas, aparecerá en las obras de autores tan conocidos como Jean-Paul, Chamiso, Poe, Dostoievsky, Nerval, Maupassant, Gautier, Stevenson, Wilde, James, Borges, Gallegos, Cortazar, Calvino o Saramago; y en las de autores menos difundidos, que es el caso de Gilbert-Lecomte, Durrenmat o J.P. Duprey.

Henry James es el autor de una narración que debe considerarse inevitable a la hora de considerar la literatura sobre el doble. Sus antecedentes más claros son Hoffmann (Los elixires del diablo), Stevenson (Dr. Jekyll y Mr. Hyde) y Poe (William Wilson), y sus connotaciones autobiográficas parecen evidentes. “The Jolly Corner” (La esquina alegre) pertenece a la producción tardía del novelista. Escrita con una sintaxis retardada que hace que cada página parece que fueran tres. Cargada de alusiones, detalladas descripciones, uso extensivo de los paréntesis; un lenguaje ambiguo, el más indicado para ocuparse de un asunto tan poco claro o realista como el del doble. Con un poco de paciencia podría ser transformada en una obra de teatro; porque de eso se trata, de una narrativa dramática, a las que nos tienen acostumbrados autores más recientes como Sandor Marai. La estructura es la de un diálogo entre los dos protagonistas, largamente interrumpido por la obsesiva búsqueda de su alter ego por parte de Spencer Brydon, el héroe de la narración. La de James no es solo una historia de dobles, sino de exilios. Después de simbólicos 33 años de voluntario exilio europeo (el mismo James pasó los últimos 40 años de su vida en el viejo continente), nuestro personaje, a los 56, decide regresar con el pretexto de ocuparse de sus bienes. Dos flamantes residencias, una de las cuales será convertida en rascacielos, mientras la otra, la casa natal de Spencer, permanece en el limbo de las viejas mansiones deshabitadas. Apenas en su nativa Nueva York, el protagonista recupera el afecto erótico-maternal de Alice Staverton quien, como una Penélope norteña parece haberlo estado esperando todo este tiempo. La del personaje de James es la misma situación de Clym Yeobright en El retorno del nativo, de Thomas Hardy. La de un exiliado que decide volver a la patria, solo para cerciorarse, con malestar, que la patria no es la misma, que ha cambiado sin su consentimiento ni advertencia. En el caso de Spencer Brydon, los cambios han sido dramáticos. Nueva York se ha convertido en unas de las grandes metrópolis del mundo y la vieja aristocracia, la del Pierre, de Melville, ha sido desplazada por una plutocracia de nuevos ricos pretenciosos y de mal gusto, uno de los temas preferidos por el “realismo estadounidense”.

Brydon reconoce que su vuelta a los Estados Unidos estuvo condicionada no solo por asuntos económicos, sino que algo subjetivo, misterioso, había en aquel postergado regreso. “Había cedido al deseo de volver a ver la casa que tenía en la esquina alegre donde viera luz por primera vez, y en cuya atmósfera las cenizas intangibles de su juventud, extinta hacía tanto tiempo flotaban en aquel mismo aire cual partículas microscópicas”. Aunque no lo dice James, pronto nos damos cuenta de que el protagonista de esta historia fantástica ha regresado al llamado de su alter ego, su otro yo, al cual perdió de vista durante aquellos alegóricos 33 años. Al llegar, confiesa a la fiel Alice sus deseos irresistibles de encontrarse con él, de conocerlo, de hablarle. Quiere saber qué habría sido de Spencer Brydon de haber permanecido en los Estados Unidos, una forma, como cualquier otra de salir en busca del tiempo perdido: “Todo le hacía volver sobre la cuestión de que hubiera podido ser de él, que clase de vida habría llevado, caso de no haber enunciado a aquel ambiente desde el principio… ¿Qué habría sido de mí? ¿Qué habría sido de mí? Me paso el tiempo repitiéndome esta pregunta como un idiota, como si fuese posible saberlo”. Su vida-no-vivida se le antoja como una importante carta echada al fuego sin abrir. No obstante, sospecha que de haber permanecido en su lugar de nacimiento sería ahora alguien animado por una “rastrera pasión por el dinero” y, seguramente, en un hombre poderoso. Aunque no deja de reconocer ante Alice que, durante sus años en Europa, “se adentró por caminos extraños, y adoró extraños dioses. La pulsión por conocer su yo perdido se convierte en idea fija, en una obsesión que lo llevara a la fronteras de la psicopatía. Todas las noches, a la misma hora, regresa furtivamente a la esquina alegre donde se encuentra su vieja casa, una esquina que ha dejado de ser alegre para convertirse en unos topos siniestros, una más de las mansiones encantadas del imaginario gótico. Recorrer, de la manera más metódica, maniaca, los distintos espacios de la mansión se ha convertido en la “esencia de su visión, que podía parecer una completa locura”.

En su fantástica historia, James acude a una variante en las convenciones de narraciones sobre el doppelganger. En esta versión, el perseguidor no es el doble, que se convierte en perseguido, en víctima: “La gente siempre ha tenido miedo, en todos los órdenes, a las apariciones, pero ¿quien habría invertido jamás los términos?”. Tal vez von Chamiso, cuyo héroe se da a la búsqueda desesperada de su sombra. O Wilde, amigo de dobles y apariciones, quien hace del fantasma de Canterville una patética figura. Brydon se ha dado cuenta de esta inversión y siente lástima por su “pobre alter ego al que acosaba”. El autor no dejó de reconocerlo en sus póstumos Notebboks: “Esta presencia estaba mucho más afectada por Spencer que este por ella”. Así las cosas, hasta que en la última y definitiva caza de su doble, siente que, por fin, este se ha decidido a enfrentarlo: “Ahora es un animal dotado de colmillos o de cornamenta que por fin ha sido acorralado”. Pero todavía habrá que esperar por otras buenas cinco páginas de densa prosa, de alucinaciones y cenestesias (puertas que parecen hablar, habitaciones que se alargan, aprovechando la oscuridad y el desarreglo de los sentidos) para que el encuentro se produzca. Y su descripción es una de las más gloriosas presentaciones que se haya hecho del doble en la literatura universal:

Era alguien… Rígido, consciente, espectral y sin embargo humano.

Ante Spencer Brydon había un hombre de su misma sustancia y estatura

para medir su capacidad de terror… Antes de que nuestro amigo se diera cuenta,

la presencia retrocedía presa de un terror inmenso.

Y lo que le impedía distinguir su rostro era que se

hallaba tras unas manos levantadas. Manos extendidas que a pesar

de que a una le faltaban dos dedos, ocultaban eficazmente el rostro.

Pero, como buen doble, la imagen fantasmal se recupera y el horror pasará de un personaje al otro: “La presencia alzó la cabeza denotando una intención más valerosa y empezó a mover las manos separándolas. Hasta que el rostro quedó completamente descubierto:

Al contemplarlo el horror se apoderó de Spencer Brydon atenazándole la

garganta, donde se ahogó un sonido que no fue capaz de emitir. Era un

rostro desconocido, inconcebible, espantoso, desconectado de toda

probabilidad. Ahora lo tenía más cerca. El desconocido avanzaba, maligno,

odioso, estridente y vulgar. Sintió que se le nublaba la vista y que

sus pies no eran capaces de sostenerlo. La cabeza le daba vueltas: estaba

perdiendo la conciencia, la había perdido.

Como bien puede y suele suceder, el héroe de James no quiere reconocer-se. Su alter ego, con sus dedos castrados, en efecto, es y no es él. Nunca es como quisiéramos nuestro doble. En el caso de Spencer, se trata de la imagen de lo que él hubiera sido de haberse quedado en la ciudad natal y no haberse dado al exilio. El que regresa no debe pretender una Penélope particular. Es insospechado lo que nos espera a la vuelta. Acaso se trate de nuestro verdadero yo, ese otro. En tiempos de cruel destierro, que es el de Venezuela desde hace unos años, y que son los más difíciles, solo comparables a los de la guerra civil, la intuición ancestral de que todos tenemos un doble, es digna de ser considerada por la comunidad bajo amenaza. Ser perseguidor o perseguido puede ser nuestra escogencia. Borges aprendió a convivir con el suyo, y eso debería ser estimulante para nosotros, el resto de los mortales que vivimos en tiempos indigentes.

***

[1] Existe una estupenda versión de esta novela de Hoffmann en castellano publicada por Pretextos en Valencia, España.

Alejandro Oliveros Alejandro Oliveros, poeta y ensayista, nació en Valencia el 1 de marzo de 1948. Fundó y dirigió la revista Poesía, editada por la Universidad de Carabobo. Ha publicado diez poemarios entre los que figuran El sonido de la casa (1983) y Poemas del cuerpo y otros (2005). Entre sus libros de ensayos destacan La mirada del desengaño (1992) y Poetas de la Tierra Baldía (2000).

Comentarios (2)

LyLo
23 de julio, 2017

Me agrado como el autor muestra quizas su nostalgia de su tierra y a la vez el miedo de las decisiones que hubiera tomado si se quedara.

alba rosa hernandez bossio
23 de julio, 2017

Al referirse a la esquina alegre el traductor debió poner en singular topos siniestro, porque topos es singular en griego, su plural es topoi. Pero como son lenguas muertas latín y griego no tienen dolientes. Y no sé qué son cenestesias, si es de cinostesias o kinostesias o sinestesias, sentidos en movimiento o reunidos? También están los dobles de nuestros sueños, o las vidas que hubiesemos podido vivir, the roads not taken,los caminos que se bifurcan, la convicción de Rambaud de que somos otro, porque eso de saber quién somos quién lo responde.Fascinante la trama de tu ensayo.

Te leo lejos en Corpus Christi visitando a mi hija y de aquí iré a visitar a mi hijo en Washington, en este exilio troyano que nos tocó vivir, aparecerán los Homeros y Virgiliso para cantarlo.

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