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La democracia pasajera; por Francisco Suniaga

La democracia pasajera; por Francisco Suniaga 640

Retrato de Diógenes Escalante en agosto de 1944.

La generosa acogida del público lector venezolano a la novela El pasajero de Truman quizás se deba a que, por alguna de esas –valga el oxímoron– razones mágicas de la literatura, logra retratar y develar una cara oculta de Venezuela. Una cara oculta que paradójicamente, vista luego la enorme curiosidad que el tema despertó, clamaba por mostrarse y ser mostrada. La parábola política de Diógenes Escalante, una gran tragedia que debió haber dado origen a ríos de tinta, estuvo allí por años, inexplicablemente intacta, esperando ser narrada más allá de las alusiones periódicas de la prensa nacional en algunos aniversarios del 18 de octubre.

Narrarla fue una gratísima tarea –dudo que vuelva a disfrutar tanto de la investigación y escritura de una novela– que a ratos me emocionó profundamente. Tal como ocurrió cuando supe de la existencia de Hugo Orozco –el Humberto Ordóñez de la novela– y logré conversar con él en su casa de Altamira –fue como estar hablando con la historia misma–. O cuando ubiqué a María Teresa Escalante, hija de don Diógenes, en Santa Fe, Nuevo México, y pude hablar con ella por teléfono y cruzarme unos correos electrónicos que atesoro. O cuando di con algunos de los documentos históricos que inspiraron algunos pasajes de la narración. O como cuando leí los textos de Mariano Picón Salas, Los días de Cipriano Castro, de donde me robé la frase “su barba de rey asirio” para describir de un solo trazo al Cabito, o de Caracciolo Parra Pérez, Diario de Navegación, de donde extraje tantos datos importantes.

La historia de Diógenes Escalante la conocía de niño y desde el primer momento me impactó de manera fulminante. ¡Qué mala suerte!, recuerdo que pensé cuando la escuché de boca de mi padre, quien me había dado la versión más popular de ese episodio crucial de los inicios de nuestra transición democrática. Su larga explicación fue la respuesta a una pregunta cándida, de esas que hacen los niños: ¿Por qué Acción Democrática era un partido más importante que Unión Republicana Democrática, su partido?

A diferencia de otras versiones, sin embargo, no había burla ni escarnio en su relato al referirse al fallido héroe. No podía haberlo porque precisamente con el desmoronamiento de la candidatura de Escalante comenzaba la narración de su propia derrota política. La derrota interminable sufrida por los seguidores de Jóvito Villalba, infinita y emotiva como la devoción que sentían por el amado líder margariteño de URD –devoción que compartí de niño, y admiré de adulto, porque no se puede ser indiferente ante la transparencia y candidez con la que mi padre y tantos otros buenos hombres la profesaron–. Una experiencia tan dolorosa como cualquier otra gran calamidad de nuestra historia patria, razón por la que nunca era recordada motu proprio.

“El doctor Diógenes Escalante era embajador en Estados Unidos y era el hombre que venía a ser presidente en 1945, a continuar la obra de Isaías Medina Angarita, el presidente más democrático que ha tenido este país. Cuando todo estaba listo para que asumiera la presidencia, da la mala suerte que se volvió loco. Un día bajó las escaleras de su habitación, en el mejor hotel de Caracas, en paños menores, gritando que le habían robado sus camisas. Cuando se supo que Diógenes Escalante se había vuelto loco, los adecos y los militares, que siempre estuvieron conspirando, le dieron un golpe a Medina. Jóvito, que era un gran constitucionalista y líder del país desde 1928, mucho más que Betancourt, era el hombre a quien Escalante le había encargado que preparara el proyecto de constitución que se iba a aprobar. Una vez que Escalante saliera del poder, en cuestión de dos años, Jóvito iba a ser, con toda seguridad, el nuevo presidente, el gran hombre que Venezuela ha necesitado. Pero ocurrió la desgracia del doctor Escalante y los adecos dieron un golpe el 18 de octubre de 1945. Al día siguiente, frente a las casas de Acción Democrática en todo el país, había cientos de personas que querían inscribirse en el partido, los oportunistas de toda la vida. Así de la noche a la mañana, AD pasó de ser un partido pequeñito a un gran partido. En cambio, Jóvito, que era un demócrata a carta cabal, se opuso al golpe. Cuando ganó las elecciones, en 1952, se las quitaron, y nunca más ganó otras porque en este país gobierno no pierde elecciones”.

De esa historia de la derrota de mi padre –que era como un manto espeso de luto político que se extendía a la familia y a Margarita entera– surgió mi interés por la figura histórica de Diógenes Escalante. A partir de aquel día, siempre que en algún escrito aparecía su nombre, lo leía con voraz curiosidad. Al principio con la seguridad de que la lectura reforzaría la versión paterna; e inclinado incluso a rechazar cualquier afirmación que se desviara de ella, para mí, una verdad inmutable.

Pero lo mejor que puede pasarle a una verdad inmutable es que ocurra en esos primeros años de la vida, porque uno de los logros de la madurez quizás sea comprender que tales verdades solo existen en esa maravillosa edad. Como es lógico suponer, a medida que me informaba académicamente del curso de nuestra historia moderna, la versión de mi padre, con todos sus corolarios imaginados de jovitero impenitente, pasó a tener la entidad que objetivamente siempre tuvo: un mito; la inveterada indulgencia a la que los humanos recurrimos para poder digerir en el plano psíquico los sentimientos que de otra manera no nos permitirían seguir viviendo. Como otros mitos paternos, desmontar el de la locura de Diógenes Escalante como el factor que desencadenó la tragedia política de su Jóvito Villalba y URD, fue para mí parte de ese proceso de ruptura, a veces amargo, que implica hacerse adulto.

A pesar de lo honesta que fue la versión histórica de mi padre, el general Medina no era un demócrata sino apenas el continuador tolerante de un régimen atroz. Diógenes Escalante no se “volvió loco” en Caracas; venía desde hacía cierto tiempo  –imposible determinarlo– sufriendo de la enfermedad que lo inhabilitó. De hecho, no se podría descartar la presencia de factores genéticos en su insania por cuanto un padecimiento similar había afectado a uno de sus hermanos. Sólo la inexistencia de mecanismos democrático-institucionales permitieron que fuese precisamente él la persona seleccionada para una tarea ciclópea.

Tampoco habría podido Diógenes Escalante ser el gran civilista de cuya mano habríamos de iniciar la transición de un régimen autoritario y militar hacia una democracia liberal. Jóvito Villalba jamás habría sido su sucesor porque el maestro, es mi impresión, nunca sufrió de la megalomanía suficiente para pasar las horcas caudinas a las que la política condena a quienes persiguen la gloria de ser presidentes de un país. Por si eso fuese poco, tenía el querido maestro, como cualquier héroe mitológico, un sino trágico –en eso se parecía a Escalante– que lo cegaba en el momento crucial, cuando lo que lo separaba del Olimpo presidencial era un paso.

Diógenes Escalante no tenía el músculo político para acometer la empresa de construir una democracia liberal en un país de tan larga tradición militarista como Venezuela. El suyo fue un sueño individual y colectivo que devino en pesadilla. Ni siquiera Rómulo Betancourt, mucho más joven, con más ganas, con un proyecto de largo aliento, con un partido de masas organizado y con las palancas del poder en las manos pudo hacerlo en aquellos años –su primer intento se desplomó con el derrocamiento de Gallegos–.

Habría quizás que admitir que ha sido larga y dura nuestra transición a la democracia y que completarla ha sido una tarea que ha trascendido a más de un hombre y de una generación. Tanto así que, cincuenta años más tarde, cuando la tierra prometida de la democracia se creía alcanzada, cuando parecía que el monstruo del caudillismo militar estaba derrotado de manera definitiva, se ha levantado de nuevo. Se cometieron muchos errores en nuestra única época democrática, pero ninguno peor que subestimar ese rasgo omnipresente desde el primer día de nuestra existencia como Estado. Olvidamos que en Venezuela, como una vez dijera Caldera, parafraseando al estadista francés Georges Clemenceau: es más fácil militarizar a un civil que civilizar a un militar.

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Escalante-Curacao