Oficio de lector

La biblioteca de Don Quijote; por Luis Yslas Prado

Por Luis Yslas | 24 de abril, 2017

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“Si todos los libros me han matado,
uno solo es suficiente para que viva”.

Alexandre Arnoux. Chanson de la mort de Don Quichotte

I

Empecemos por otro inicio; otro inicio del Quijote.

Digamos, el capítulo VI de la Primera Parte: el escrutinio de la biblioteca del enloquecido hidalgo de la Mancha. Un capítulo que acaso era el final de ese cuento breve y primario –o novela, como se le decía en aquellos días– que Miguel de Cervantes comenzó a escribir a finales del siglo XVI, sin sospechar, sospecho yo, lo que se le venía encima. A él. A nosotros. A la literatura entera.

Propongo esa lectura arbitraria. Saltarse el verdadero comienzo de la historia del libro y situarse en el inicio de la historia de una locura. Porque el origen de la locura de don Quijote está en su biblioteca. Allí se modela su sinrazón. Su biografía, como la de cualquier lector obsesivo, es en realidad una bibliografía. Rastrear el pasado del personaje –ese que Cervantes escamotea– implica revisar las lecturas que trocaron a Quijano en Quijote. Volver a entrar en esa biblioteca y repasar las huellas, nunca nítidas, de un pasado que es también presente y porvenir. Una suma del tiempo. O un tiempo atrapado en una experiencia de lectura absoluta que se niega a cerrar los libros, a terminarlos.

Todo comienza en una biblioteca.

II

El cuento inicial era sencillo y parecía tener una redondez ejemplar: un avejentado hidalgo enloquece de tanto leer libros de caballerías, sale de su casa disfrazado de caballero andante, padece por varios días las burlas y golpes de sus paisanos y, finalmente, regresa a su casa, donde lo esperan su sobrina, el ama y algunos amigos. Enfermo de desvarío y cansado de unas aventuras que lo han dejado contuso y derrotado, el hidalgo pide que lo dejen dormir. Buen momento para que la historia termine. Para que el soñador acabe en su cama, donde los sueños resultan inofensivos. El escrutinio de la biblioteca le viene de perlas a Cervantes para advertir sobre el peligro de los libros caballerescos que han malogrado a su personaje y cerrar así un relato que cumpliría a cabalidad con la función, muy de la época, de deleitar enseñando. Una novela, literalmente, ejemplar.

Pero Cervantes no está convencido.

Es posible que en esa duda germine la literatura moderna. La modernidad y todas sus contradicciones. En esa duda moderna, amenazada y amenazante, seguimos.

III

Imagino ese instante de melancólica clarividencia que le impide a Cervantes terminar su cuento con una plática moralizante que le resulta inapropiada, por falsa. Ya no está tan seguro de arrojar a la hoguera toda la biblioteca de don Quijote y poner el punto final a un cuento que se le está yendo de las manos. Porque debajo de lo que sabe asoma una intuición: don Quijote es una caricatura de Cervantes; la sombra de aquel joven soldado y poeta que soñó con glorias que le fueron esquivas. Él ha dejado de creer en los libros que han enloquecido a su personaje, pero no los desprecia. Tal vez no los ama, pero ama la nostalgia de aquellas lecturas, que también fueron suyas y lo colmaron de ensoñaciones diluidas por el imperio de la realidad española. Cervantes se va sintiendo, cada vez con mayor convicción, padre y padrastro de su propia juventud encarnada en don Quijote.

El capítulo VI se altera. Se distancia de lo que parecía anunciar el plan inicial. Porque Cervantes no solo está escribiendo sino leyendo fijamente a su personaje. Un lector consciente que lee a un lector inconsciente: literatura y vida entreveradas. “Leer es una forma lúcida de la locura”, precisa José Balza con razonable lucidez. De manera que el capítulo “del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo” hace las veces de estancia reflexiva –que ignora aún que es pasadizo– para que Cervantes y los lectores pensemos mejor al hidalgo, nos adentremos en él: entremos en su biblioteca.

La escena en la que el cura y el barbero, con el consentimiento del ama y la sobrina, ingresan al aposento de los libros anuncia un comentario crítico y un auto de fe. Un comentario apresurado por las llamas que se agitan en el corral, pero apasionado en las observaciones. Si ordenar bibliotecas, como pensara Jorge Luis Borges, es “ejercer, de un modo silencioso y modesto, el arte de la crítica”, quemarlas constituye en el capítulo VI una manera de practicar una crítica desesperada que se debate entre la condena y el aprecio, y en donde la narración que está por terminar, en virtud del examen al que son sometidos los libros, se inflama de vigor y se resiste al fin.

IV

El capítulo VI comienza con una frase que ha quedado escindida entre dos instancias narrativas: “El cual aún todavía dormía”. Oración trunca que proviene sintácticamente de la oración final del capítulo anterior –“con el cual se vino a casa de don Quijote”–, donde se refiere la llegada del cura y el barbero a casa del hidalgo. Los críticos han aclarado el equívoco indicando que es muy posible que el epígrafe que encabeza el capítulo haya sido añadido por Cervantes después de redactado el primer manuscrito.

Tiene sentido. Esa oración que se encabalga entre un final y un inicio remarca que el capítulo VI –o el corazón narrativo del capítulo VI– ha empezado –a latir– un poco antes. Porque si el epicentro de ese capítulo son los volúmenes de la biblioteca, estos se presienten en los desdoblamientos que sufre el personaje en el capítulo V, por cuyo delirio resuenan los libros que lleva dentro en calidad de guiones existenciales.

Camino a su casa, Don Quijote se cree sucesivamente Valdovinos, Abindarráez y Reinaldos de Montalbán. “Yo sé quién soy –le responde a su vecino Pedro Alonso, quien lo ayuda a regresar a su aldea– y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías”.

El personaje de Cervantes se transforma en una máquina de citar, en un lector en voz alta dispuesto a personificar cada libro que le viene a la memoria, sin importarle ya el género literario. La biblioteca mental del hidalgo se descarrila. Pierde su eje caballeresco y es capaz de mimetizarse incluso con el romancero y las historias moriscas. Todas las literaturas se aglomeran. El cuento amenaza con desbordarse. Urge que don Quijote vuelva a su hogar. Que detenga la maquinaria de la representación. Que duerma. Que abran la puerta del cuarto de los libros y comience el juicio.

V

La biblioteca de don Quijote contiene “más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños”, calcula el narrador árabe Cide Hamete Benengeli –aunque más adelante don Quijote afirmará tener más de trescientos ejemplares. Cualquiera de las dos cifras resulta asombrosa, no solo para el cura y el barbero, sino para los lectores de la época de Cervantes. Una biblioteca de esas características era inimaginable en la casa de un hidalgo pobre, y aun de cualquier hidalgo. En aquel tiempo, apenas veinte por ciento de la población europea sabía leer. Y los libros eran muy costosos. Una biblioteca con más de un centenar de textos, entre los que se cuentan ediciones antiguas y títulos encuadernados, era un signo de extravagancia libresca en una comunidad rural mayoritariamente inculta como la de la Mancha. Esa habitación solo podía pertenecer a un lector rico y excéntrico. O a un hidalgo que ha malbaratado sus bienes en un vicio carísimo y reprobable.

No extraña que el ama acuda rauda a buscar “una escudilla de agua bendita y un hisopo” para rociar esa monstruosidad, ni tampoco que mencione a los encantadores de libros como enemigos a combatir. Es evidente que lleva tiempo escuchando a don Quijote hablar de sus ficciones. Ella y la sobrina, iletradas y pragmáticas, reaccionan ante una biblioteca que se les ha impuesto como una gran amenaza: el empobrecimiento de su hogar. Son la representación femenina de una época en la que las mujeres no tenían acceso a las bondades y riesgos de la lectura. No cabe juzgarlas con severidad. Actúan en favor de la sanidad de su señor que es la sanidad de su hacienda.

VI

A diferencia de las mujeres, el cura y el barbero son lectores acuciosos, y hasta pareciera que han leído tanto como don Quijote. Tal vez no haya lector más aguzado, crítico más feroz, que un censor de libros. Se trata de un lector escrupuloso, profusamente dotado de lecturas; jamás ingenuo. Es posible que muchos censores, más que odiar los libros, los codicien en secreto. Descubren –o fingen descubrir– en sus juicios, culpas que les permitan apropiarse de lo que desean, y descartar lo que les parezca deleznable o prescindible. Muchos censores de libros son bibliófilos inconfesos. Por eso el cura y el barbero, que están allí para decidir qué libros merecen la absolución o la hoguera, terminan por llevarse más de lo que desean incinerar. Ellos saben lo que vale la biblioteca de don Quijote y ejercen la forma más violenta de la crítica: la que saquea y calcina.

Pero a través de ese proceso hablan en gran medida, y en clave irónica, los gustos y disgustos literarios de Cervantes; otro lector vicioso, acaso el mayor de todos. Convertido en un mismo capítulo en narrador y juez, el autor del Quijote aprovecha la escena para introducir ese tentador juego de omisiones, vilipendios y favoritismos al que ningún lector se resiste. En esa cartografía canónica, rica en valoraciones librescas y hasta pareceres sobre el arte de traducir, las consideraciones morales pesan menos que las subjetivas experiencias de lectura.

Los censores comienzan salvando del fuego a Los cuatro de Amadís de Gaula, gracias a la defensa del barbero, quien ha oído decir que es “el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto”. No tienen igual destino los descendientes de ese libro fundador ni tampoco algunos de sus parientes lejanos: Sergas de Esplandián, Amadís de Grecia, Don Olivante de Laura, Florismarte de Hircania, El Caballero Platir, El Caballero de la Cruz, Bernardo del Carpio, Roncesvalles…, acusados de disparatados, arrogantes, ignorantes, duros y secos de estilo, entre otros calificativos que indican que el ensañamiento no es contra el género de los libros de caballerías, sino contra los textos que el cura y el barbero (y el camuflado Cervantes) consideran deficientes. Este es uno de los componentes esenciales del Quijote: un libro donde se leen y comentan toda clase de libros. Sin cortapisas. Sin parar. Una celebración de la lectura que, como suele ocurrir en ese tipo de festejos, termina en inquisición literaria.

A todas estas, don Quijote sigue durmiendo mientras le vacían la biblioteca.

Espejo de caballerías, antología de obras épicas italianas, es enviado al destierro por tener “parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto”. Se salva Palmerín de Inglaterra –“este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno; y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal”–, pero Don Belianís, aunque no llega a arder, permanece bajo custodia, a plazo dilatado, mientras se enmiendan las “impertinencias” de fondo y forma, como si se tratase de un prisionero cuya libertad depende del reparo de sus delitos.

Quiere el azar, tramado por Cervantes, que de la ruma de libros que el ama piensa arrojar por la ventana, caiga a los pies del barbero la Historia del famoso caballero Tirante el Blanco, del escritor catalán Johanot Martorell. El libro se lleva los elogios más altisonantes del capítulo. “Un tesoro de contento y una mina de pasatiempos”, afirma el cura, quien agrega que se trata del “mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen”. No sorprenden tales loas: es el libro de caballerías que guarda mayores semejanzas con la naturaleza literaria del Quijote.

Luego le toca el turno a la poesía. Y a pesar de las advertencias de la sobrina, quien teme que a su señor le dé por hacerse pastor o, “lo que sería peor, hacerse poeta, que según dicen es enfermedad incurable y pegadiza”, quedan absueltos casi todos los libros pastoriles: La Diana, Diana enamorada, Los diez libros de fortuna de amor, El pastor de Fílida, Tesoro de varias poesías, El Cancionero de López Maldonado, La Araucana, La Austríada, El Monserrate y Las lágrimas de Angélica. Cervantes sabe que ha llegado a una zona sensible de la biblioteca: los prestigiosos estantes de la lírica castellana donde él quiso figurar alguna vez. Por ello no resiste incluirse en esos anaqueles como autor de La Galatea, su único libro publicado antes de la aparición del Quijote. Cervantes salva su libro del fuego y además inserta una ¿modesta? observación entre los juicios del cura: “Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada”.

El capítulo está por finalizar y esa mención adquiere la vistosidad de una rúbrica –pensando aún que el cuento está por cerrarse–, pero también abre la frontera del libro hacia el horizonte de una realidad más extensa, iniciando un juego de duplicidades ficcionales de dimensiones insospechadas en la historia de la invención narrativa. Recordemos, por ejemplo, a Borges, imaginando, en La cifra, que entre los libros de la biblioteca de don Quijote se encuentra el Quijote, y que el hidalgo lo tuvo “en las manos y no lo leyó nunca, pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y seguirá cumpliéndolo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga memoria de los pueblos”.

Creyendo tal vez que terminaba su novela ejemplar, Cervantes ha empezado otra mucho más larga, honda y compleja.

La historia de la novela moderna comienza en esa biblioteca.

VII

Así como la oración inicial del capítulo VI proviene del capítulo anterior, el final de la destrucción de la biblioteca ocurre en el capítulo VII.

Allí nos enteramos de que, no conformes con haber saqueado y quemado la biblioteca de don Quijote, el ama, la sobrina, el cura y el barbero tapian la habitación de los libros. No parece exagerado semejante atropello: la biblioteca de un lector como don Quijote no es solo un mueble con libros, sino un cuarto propio, un refugio en donde tiene lugar la lectura concentrada y aislada del mundanal ruido. No es un apartado de la casa, es la casa misma del lector. Desaparecer los libros es insuficiente; hay que borrar el ambiente físico donde esos libros fueron leídos, imaginados, asimilados.

Lo que no previeron es que el hidalgo manchego ya no necesita tener a la mano su biblioteca porque la lleva intacta en su memoria. Ya lo dijo: él sabe quién es y sabe también todos los personajes que puede ser. Para acabar definitivamente con las lecturas de don Quijote, sus amigos tendrían que matarlo. Tarde o temprano, quien empieza a quemar libros se enfrenta con ese obstáculo: el lector. A tal extremo no se llega en el Quijote, pero la posibilidad queda esparcida entre las cenizas de los libros calcinados.

Al despertar y comprobar que su aposento de libros ha desaparecido, don Quijote le oye decir a su sobrina –quien no duda en quijotizarse a la hora de dar explicaciones– que los sabios encantadores han sido los causantes del daño de su biblioteca. Es la respuesta que don Quijote necesita. La censura ha fracasado. Los libros respiran en el discurso de quienes quieren destruirlos. Todos se contagian de literatura.

Quince días después, don Quijote sale de su casa por segunda vez. De nada valen las quejas de familiares y amigos. Tampoco las posibles dudas del propio Cervantes, quien ya sospecha que su cuento del ingenioso hidalgo no ha de terminar en la biblioteca. Al adentrarse en las lecturas de don Quijote, su autor descubre que su personaje es en sí mismo una biblioteca móvil que aún tiene mucho por decir y contradecir en esa extensa y fascinante llanura de la novela que se va expandiendo hacia el futuro. Razón tiene Carlos Fuentes al decir que “don Quijote viene de la lectura y a ella va: Don Quijote es el embajador de la lectura”.

Pero esta vez don Quijote sale acompañado de Sancho Panza, aprendiz iletrado. Porque una biblioteca tiene mucho que aprender también de quien no lee.

La biblioteca y su escudero, lanzados a la aventura de la ficción moderna.

Todo recomienza en esa biblioteca andante.

***

Material cedido por el autor. Publicado originalmente en Colofón Revista Literaria.

Luis Yslas (Lima, 1972). Licenciado en Letras por la UCAB (1995). Director de la editorial venezolana Madera Fina. Ha colaborado para publicaciones venezolanas como El Nacional, Prodavinci, entre otras. Es autor del libro de aforismos A la brevedad posible (Libros del Fuego, 2015). Lector a tiempo completo. Twitter: @luisyslas. E-mail: luis.yslas@gmail.com.

Comentarios (1)

José Antonio Galindo
26 de abril, 2017

Gratificante. Una biblioteca aprende también de quien no lee.

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