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Jóvito Villalba, el hombre que no quiso ser presidente; por Francisco Suniaga

“Habla, ¡oh! Padre, ante la universidad, porque sólo en la universidad, donde se refugió la patria hace años, puede oírse otra vez tu admonición rebelde de San Jacinto. En este sitio, cuando Beatriz I de Venezuela, te haya ofrendado la suave ternura de estas flores, dinos el secreto de tu orgullo, que es el mismo secreto de trescientos años revelado ayer por el Ávila, por el viejo monte caraqueño, a María de la Concepción de América, en un día tuyo y nuestro, de julio de mil setecientos ochenta y tres”.
Jóvito Villalba. Discurso ante el Panteón Nacional. 7 de febrero de 1928.

Jóvito Villalba, Rafael Caldera y Wolfgang Larrazábal. Intento de Golpe de Estado de Castro León, Caracas, 1958. Fotografía de Leo Matiz

Jóvito Villalba, al lado de Rafael Caldera y Wolfgang Larrazábal, condena intento de Golpe de Estado de Castro León, Caracas, 1958. Fotografía de Leo Matiz/Fundación de Fotografía Urbana.

 

Mucho antes de que la política fuese algo más que una palabra y tuviera algún sentido para mí, ya Jóvito Villalba era su representación. Como he escrito en otras notas, en nuestra casa Jóvito fue desde el comienzo de los tiempos una auténtica deidad que formaba con Dios y la Virgen del Valle una santísima trilogía, algo hereje y, tal vez por eso, muy margariteña. En la modesta sastrería de mi progenitor, su nombre era pronunciado con gran respeto y su imagen presidía las sesiones diarias de sus feligreses en aquella convulsionada década de los sesenta.

Al revisar su biografía, es obvio que Jóvito Villalba encaja en la categoría del personaje heroico de la tragedia griega: el semidiós capaz de realizar grandes proezas, de soportar indescriptibles sufrimientos, de ser perseverante en sus actos y tener fe en la verdad de su evangelio. Desde muy niño, cuando se me catequizó en su culto, supe de su resistencia a Juan Vicente Gómez y al autoritarismo militar, de su encarcelamiento, durante siete largos años en el castillo de Puerto Cabello, de los grilletes en sus tobillos y de las llagas que le produjeron, de sus exilios y persecuciones.

Como cualquier semidiós griego, Jóvito tenía un gran poder que ponía al servicio de su causa: el verbo. Era capaz de torcer el curso mismo de la historia en tan solo cinco minutos de discurso. Era tan magnífico en ese arte que nunca se preocupó por escribirlos, los decía y sus seguidores, cual apósteles, se encargaban de propagarlos a los cuatro vientos. De esa manera su evangelio llegó a todos los rincones del país y alcanzó a una legión de seguidores, los urredistas, cuya militancia era tan bizarra como  pudo ser la de los primeros cristianos.

La voz de Jóvito, a pesar de la distancia y el aislamiento de Margarita en aquellos años, me resultaba tan familiar como su imagen. Mi padre, que era además músico y tenía cierta capacidad histriónica, era capaz de repetir de memoria, imitando el timbre de voz metálico y ligeramente nasal del líder, segmentos enteros de sus discursos más famosos. Actuaciones que aumentaban su frecuencia en la medida en que las cervecitas y palitos de ron Florida, con los que se honraba al dios Villalba en aquel modesto templo de La Asunción, liberaban el espíritu y facilitaban la tarea. En sesiones más sacramentales, en tiempos de campaña electoral, tenía una colección de sus discursos en discos de 78 rpm que eran escuchados por los compañeros de partido como quien escucha música clásica: en silencio, con mucha atención y con aplausos al final.

A Jóvito no solo se le podía caracterizar como un semidiós que había sido gestado por el Espíritu Santo en una virgen margariteña. Su condición iba más allá de ser el héroe mitológico realizador de grandes hazañas que estaba condenado por un destino perverso. Jóvito fue también, envuelto en el mayor romanticismo al que un dirigente político pueda aspirar, una emanación de la novelística latinoamericana, incluyendo sus formatos cinematográficos, radiales y televisivos. Era un compendio que contenía toda la nobleza, bondad y solidaridad que pueda tener “el muchacho” del cuento. En lo personal siempre lo vinculé a Aureliano Buendía. ¿En qué otro personaje político podía pensar ante una de las más recordadas líneas de García Márquez? Aquella de: “El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos”. Los “levantamientos” de Jóvito fueron democráticos y pacíficos, pero igual los perdió todos.

Como a cualquier héroe mítico de estas tierras, a Jóvito también lo castigó una infamia. Ganó las elecciones de 1952 a la dictadura de Pérez Jiménez (realizadas para elegir una Asamblea Constituyente que elegiría al Presidente de la República), quien desconoció el resultado, apresó al líder urredista y lo envió al exilio. Un cuadro muy parecido al de la Venezuela actual: el demócrata que se enfrenta con muy pocos recursos a un aparataje dictatorial extraordinariamente poderoso y resulta atropellado.  Y entonces vino la mentira que, a fuerza de repetirse, si bien no llegó a convertirse en verdad, logró hacerle mucho daño: Jóvito “vendió” las elecciones. El escarnio de los héroes fallidos no es novedad en esta Venezuela que de siempre se ha pasado de caribe (por lo caníbal).

Pero si el dios urredista era heroico, sus seguidores no lo eran menos. Como los muchos hijos del coronel Aureliano Buendía cargaban una cruz de cenizas marcada en la frente que los identificaba y si alguna enseña pudiera haberlos distinguido habría sido, en latín, claro está: fidelis per saecula. Al llamado del Maestro, marcharon detrás de Wolfgang  Larrazabal en 1958, detrás suyo en 1963, detrás de Miguel Angel Burelli en 1968, detrás de Jóvito otra vez en 1973 (como candidato residual después del fracaso de un intento de pacto con el MEP y el PCV), detrás de Luis Herrera en 1978 y detrás de Lusinchi en 1983. Al final, creo, la disminución de su caudal electoral tuvo más que ver con la muerte natural de sus seguidores que con la deserción.

Visto retrospectivamente, siempre hubo una razón política, buena, dicho sea de paso, para cada una de esas decisiones. El consenso, el pacto político que incluyera a más sectores del país fue una de ellas. Cuando apoyó a Lusinchi contra Caldera, por ejemplo, lo hizo convencido de las perversiones de la reelección presidencial (y miren si tenía razón). Creo, sin embargo, que detrás de toda esa racionalidad política había un factor personal: Jóvito en realidad nunca quiso ser presidente. Le faltaba la megalomanía y la vanidad adicionales para serlo.

Esa capacidad de Jóvito para buscar y materializar el consenso, fue su gran aporte a la política y la democracia venezolana. Vista su actuación a partir de 1958 (y la de Betancourt y Caldera), es claro que fue él, y no alguno de los dos expresidentes, el gran artífice del Pacto de Punto Fijo. Acuerdo político que le dio estabilidad al nuevo sistema político y que fue imprescindible para crear el período más fecundo de nuestra historia republicana. No es la idea hacer de esta nota un debate sobre Punto Fijo, baste por ahora decir que las decisiones políticas deben ser vistas en el contexto de su momento histórico y que hay que ubicarse en aquella Venezuela que no sabía aún cómo ser democrática.

Este 23 de marzo es el cumpleaños de Jóvito Villalba –nació en 1908, en Pampatar– y este escrito es para celebrar su efemérides, un regalo de corazón para “el tribuno de América”, como gustaban llamarlo sus seguidores. Jóvito fue uno de los padres fundadores de la  Venezuela del siglo XX, un país nuevo que se negaba a seguir hundido en el pantano de la dictadura y el militarismo. Fue por eso uno de los padres de nuestra democracia, gestor de esos cuarenta años cuya estabilidad y paz se añoran. Coautor de un sistema que fomentó el surgimiento y consolidación de un concepto –la tolerancia política– que antes de su tiempo no existía y que ahora tanto se echa de menos.

¡Feliz cumpleaños, Maestro!

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